viernes, 28 de febrero de 2014

PEQUEÑAS COSAS





Celia bosteza e incorpora la cabeza para consultar la hora, las 07h30 marca ese insolente. No le apetece levantarse. No le gusta ese polideportivo desangelado con pinta de tanatorio hueco, y entrada de almacén de cemento.

Una luz blanca comienza a filtrarse por las rendijas de las persianas de la habitación, anuncia uno de esos días luminosos que alegra el invierno. Es sábado, una hora más tarde de la habitual para desperezarse, aún así, le da pereza.

A lo lejos se oye un rum, rum, y unos susurros.

Su marido y Celia, su hija mayor, estarán frente al televisor viendo trasnochados partidos de baloncesto, estudiarán las estrategias, y comentaran, con la minuciosidad de un relojero, las mejores jugadas. A ella no le gusta el baloncesto, pero su vida transcurre entre partido y partido, especialmente el sábado. Todos sus hijos compiten.

La mayor, ya doce años, categoría infantiles. Cuando marca canastas o hace marcajes imposibles le preguntan. “¿Es sa mes grossa?” Sí, es la mayor, responde educadamente. “Molt polida1 le dicen. Sonríe y asiente, mientras piensa que el cuerpo de su primogénita ha ingresado muy pronto en la peor época; sus pies talla 42 no tasan con su metro sesenta, y al andar se mueve hacia los lados como un tentetieso; tiene unos kilos de más, y cara de haberse zampado las meriendas de sus compañeras, y a sus compañeras; vello de más, pelos de menos que trenza cual infanta; granos que apuntan plaga; unos incipientes pechos para los que un  deporte con tanto contacto tiene que ser un martirio. En resumen, molt polida si, molt polida.

Después está el partido de Lucía, ese diablo bajito de abundante cabello castaño oscuro, que recoge para la ocasión en una orgullosa coleta. Es la única jugadora en la historia de este deporte, seguro que no miente, que jamás ha metido una canasta. Sus aciertos han sido a lomos de su padre. En el monedero, lleva todavía los veinte euros que le prometió hace cuatro años si encestaba alguna. A medida que crecía, creyó que algún compañero le diría eso de  “tú estás aquí porque tu padre enseña a los mayores”. Pero eso no ha sucedido, aunque hay una que siempre se lo recuerda “Lucía, Lucía, tú aun no te has estrenado”. Su hija calla y sonríe con una indiferencia cercana al insulto. Según la “expertología”, sería la hija sándwich, su madre dice que es “su hija oenegé”, esos niños que siempre encuentran a otro más necesitado de lápices, de juguetes, de bocatas, de cariño, esos niños que cuando alguien busca un voluntario para lo que sea, mueven las manos como un municipal dirigiendo el tráfico. Tardó mucho en darse cuenta que era la jugadora imprescindible, la que siempre está ahí para todo y para todos. Aún ríe al recordar cuando en el primer partido, al hacer la fila final para chocar las manos  los equipos rivales, Lucía fue abrazando, una a una, a sus contrincantes, y con la mayor de las sonrisas, les deseaba mejor suerte para el próximo partido, finalmente adoptó las costumbres. ¡Costó lo suyo que lo entendiera!

Julio es el pequeño, un descuido de cuatro años lleno de excesos, doce kilos de orgullo desmedido. Ha comenzado a jugar este año al mini basket, y desde el primer día, es la estrella del equipo local. Antes del primer partido de competición, sin decir nada a nadie, cogió una diadema de tela amarilla del neceser de su madre, el color no es baladí, es el que hacía juego con el uniforme de los boscos.  Cuando le preguntaron, dijo que era para que el pelo no le molestase, la cuestión es que lo lleva corto como un quinto con piojos, hecho que algunos compañeros no pasaron por alto. Julio fue indiferente a las risas y a los comentarios. El pantalón le llega a la altura del tobillo y la camiseta, en su escuálido cuerpo, es una bufanda volante. En su debut metió siete canastas, todas de la misma forma: se sitúa a medio metro del centro de la cesta, agarra la pelota por debajo con las dos manos, hace una especie de manteo, lanza, y nadie sabe cómo, pero la  pelota entra en el aro. Su padre lo ha grabado en varias ocasiones, y sigue sin poder explicar el fenómeno. En cualquier caso, salió del pabellón hecho un héroe. El sábado siguiente, los benjamines del colegio, jugaron todos luciendo una cinta amarilla, la respuesta oficial fue “para que el pelo no les molestase”, lo cierto, es que de forma tácita, acordaron que las canastas julianas, eran cosa de los superpoderes que daba la cinta. A fecha de hoy nunca han perdido, con lo cual, nadie sabe qué ocurrirá con la cinta cuando eso suceda.

No le apetece levantarse. No le gusta ese deporte. Le aburren esas madres vocingleras que aplauden a sus retoños con orgullo indisimulado, mientras hablan de mocos y consultan “dolencias”. Si no fuera por Julio se quedaría en cama, o iría a jugar al squach. El squach le gusta, uno se encierra en la pista, da igual sola que acompañada, cuando uno empieza a calentar la pelota ya se va desahogando, cuando ésta está lo suficientemente caliente y vuela como una snitch dorada, una corre por la pista, y con suerte,  la vuelve a golpear con todo el alma; recuerda con placer, el vacío que acompañaba cada final de partido, y la sensación de haber sacudido de un plumazo el tedio de la vida.

Los mayores han ganado, y Lucía, Lucía tira a canasta, la pelota da cuatro vueltas sobre el aro, y finalmente decide entrar. No es posible. Acaba de perder veinte euros. ¡Por fin! Todos aplauden, y Lucía es llevada en volandas por las compañeras.

Un grito irrumpe la mañana en la tranquila habitación de matrimonio.

Dormiloooooooooooona y unos huesos caen sobre el cuerpo de Celia como una bomba.

Me he vuelto a dormir— dice somnolienta.Buenos días, ¿ya estás uniformado?

Siiiiiiiii.

Felicidadessssss chilla Julio como un loco

Su hijo pequeño debe pensar que es sorda.

Por la puerta asoman sus hijas mayores y una bandeja.

Felicidadesdicen al unísono.

Buenos días niñas ¿a qué viene tanta celebración? No es mi cumpleaños.

Te hemos preparado el desayuno mientras le acercan con cuidado la bandeja, en la que baila una humeante taza de chocolate espeso.

Por eso te felicitamos canta y salta Lucía como un grillo ronco y trenco.

¡Chocolate con churros! exclama Celia madre recién incorporada. Gracias chicas. ¿Qué queréis? interroga dulcemente, a la vez que empieza a dar cuenta de la sorpresa que le han dado sus niños.

Nada, ¿por qué íbamos a querer algo?

La última vez que preparasteis un desayuno era para que os llevase al cine, y a cenar al burger, ¿qué toca esta vez?

Nada, mamá, nada.

Nada, no quereeeeeeeeeeeemos nadaaaaa.

El padre les llama, y los niños la dejan nuevamente sola.

Finalizado el desayuno, se levanta, abre el armario, decide qué ropa ponerse, mientras piensa que la tortura mañanera que la espera, es poco pago para tanto amor como recibe. Una vez seleccionados los vaqueros y el jersey, se dispone a ir al cuarto de baño, sito en el medio del pasillo; a medida que se acerca, una extraña mescolanza de olores  llega a sus pituitarias, ¡otra vez no! ¡otra vez han estado jugando con los perfumes! ¡La de veces que les ha dicho que no toquen sus cosas! Al abrir la puerta del baño, éste está iluminado por varias velas estratégicamente situadas, la bañera se ahoga en espuma y vapor, como por ensalmo, el enfado se esfuma. Mira el reloj, tiene media hora, cierra la puerta con pestillo, se desnuda, y entra en la bañera con urgencia, dispuesta a disfrutar segundo a segundo, de una de esas pequeñas cosas, por las que merece la pena levantarse un sábado a las ocho y media, y aguantar tres horas en el polideportivo desangelado, con pinta de tanatorio hueco, y entrada de almacén de cemento, a esas madres vocingleras que aplauden a sus retoños con orgullo indisimulado, mientras hablan de mocos y consultan “dolencias”.
1.     Molt polida. Expresión “balear” que significa “muy bonita”.
© Mª Luisa López Cortiñas
Sugerencias, quejas etc en comentarios o en face. Gracias.

viernes, 21 de febrero de 2014

CESÁREO

VUELVE A POR OTRA con C de Cesáreo





Cesáreo en los papeles, César para los amigos. De padres a hijos, el nombre se había transmitido como una secuencia de ADN, y desde tiempos del  Duque de Ahumada, el verde carruaje oscuro de la no esperanza, había atravesado, una a una, a todas las generaciones de los Martínez.


Desde que tenía uso de razón, sobre el largo y vetusto mueble que presidía la modesta entrada  de su casa, distintos marcos de madera, mismo estilo y tamaño,  mostraban la misma foto, un niño cada vez más mayor, más alto, más  pelirrojo, con más pecas, con bigotito más grande, presidía el recibidor vistiendo un traje verde que crecía a su ritmo, y un tricornio al que su cabeza se iba adaptando. Este año se preveía un carnaval con la misma foto, hasta que llegó la prohibición:


 Oye, pero ¿el niño se podrá disfrazar este año o no? — preguntaba mamá.


 Entiendo que no—contestaba papá.


 Y ¿esto a qué viene?


 ¡A saber!


 Eso es por los negros.


 ¿De qué hablas?


 Ésos que han muerto en Ceuta.


 ¿Ein?   pregunta papá con cara de no entender nada.


 Ésos que se ahogaron.


—¡Cómo va a ser por eso, mujer!


—¡Cosas más raras se han visto! Ahí, “tós” quietos, como si tuvieran un “paralís”.


Cesáreo padre, mira a su mujer como si fuera una extraterrestre recién llegada al planeta.


—No deberías de ver tanto la tele.


 Que sí, a ver si no eran guardias y eran “desos”  —hace un gesto con la mano—  “desos”  la palabra queda atrapada en la punta de la memoria—  “desos” que pagan disfrazaos.


—¿”Desos”? ¿Mercenarios quieres decir?


 Eso, eso.


—¡Te has vuelto loca!— dice, mientras piensa que su mujer ha perdido la cabeza, decide hablar con su hijo, testigo mudo de la conversación   ¿qué tal ha ido en el cole?


 Bien, hoy no “man castigao”.


 Portáte bien, hijo, portáte bien.


 “Ma” dicho mamá que este año no puedo ir al Carnaval con mi traje de Guardia Civil.


 No hijo, ya buscaremos otra cosa.


 Yo quiero ir de Guardia Civil.


 Este año no va a poder ser.


 El traje ya está “preparao”, ¿por qué no puede ser?


 Porque mi jefe ha dicho que no está permitido.


—¿Y por qué ha dicho eso tu jefe?


 Porque sí.


 Pues dile a tu jefe que yo digo que puedo.


 Niño, te la estás ganando.


 Tú eres el que me dices, que si no entiendo algo tengo que preguntar.


 Este niño me mata—  dice a su mujer, mientras piensa que el chico ha salido listo.


 — Papá.


 Dime.


 Tu jefe es el señor gordo y grande que vive en el bloque de enfrente ¿no?


 Si.


 Hablaré con él.


 No te metas en cosas de mayores, es que no, y punto.


Cesáreo hijo mira a su padre con poco convencimiento pero con determinación. Hablará con el jefe.


Durante toda la semana, Cesáreo hijo se dedicó a vigilar el edificio de enfrente con los prismáticos de monte de papá. Nada, ni rastro. Claro, un tipo tan importante no podía descansar ni para cenar.


Su suerte cambió el sábado, cuando papá anunció, que al día siguiente, todas las familias del cuartel comerían juntas en la cantina. Nada muy sofisticado, pero servía en bandeja la ocasión que Cesáreo hijo llevaba esperando toda la semana.


El domingo se levantó más nervioso que el día de su Primera Comunión.


En cuanto bajaron a las instalaciones comunes, Cesáreo hijo comenzó a buscar con ojos escrutadores al jefe. Allí estaba, hablando con varios de sus subordinados, en cuanto le viese solo le abordaría. Para los niños, habilitaron un par de mesas en una esquina del recinto, lugar estratégico desde el que se podía controlar todo, y por supuesto, ser controlado. El jefe no se quedaba solo. No iban bien las cosas.


Cuando llegaron a los postres, Cesáreo se disponía a dar buena cuenta de una porción de tarta casera de manzana, y  vio al jefe  dirigirse al baño. Era el momento. Corriendo, con medio bocado en la boca, fue detrás. En cuanto entró en la minúscula estancia, comenzó a hablar.


 Estag riiiica la tartaaaa—  dijo con media boca llena.


—¡Lo que gusta el dulce!   contestó el hombre, muy  afanado en el urinario—  con mi azúcar no debería ni olerlo—  acaba de miccionar, se da la vuelta y cerrando la cremallera del pantalón dice  tu eres el hijo de Martínez ¿no?


 Sí.


El capitán se dirige hacia la puerta.


—¿No se lava usted las manos? — pregunta Cesáreo junior.


 Jejeje tienes razón chaval, se me olvidaba, y tú ¿qué haces aquí?


 Yo quería hablar con usted.


El capitán piensa que el chaval está hecho para el cuerpo, ¡qué bien dice lo de usted!


 Dígame jovencito.


 Quiero ponerme mi traje de guardia civil estos carnavales.


 No puede ser, los han prohibido.


 Ya, pero si los ha prohibido, usted es el que manda, y los puede “desaprohibir”.


 No, no puedo, soy sólo capitán.


 Entonces ¿con quien tengo que hablar? — pregunta Cesáreo con gesto cansado.


 Con el que lo ha prohibido no puedes hablar.


 ¿No vive aquí?


 No.


 Pues yo quiero ponerme mi traje, si usted no dice nada, como ese no vive aquí, no se va a enterar.


 Si se entera, sí.


 Si usted se calla no.


 Aunque yo no diga nada se entera.


—¿Es cómo diosito?


—¿Ein?


—¿Si ese jefe está en todas partes?   a éstos mayores hay que explicarles todo, piensa.


 No, pero se entera.


—Si no se lo dice nadie no.


 No chaval, no se puede, y punto.


 Pues no entiendo porque no se puede.


El capitán se dirige presuroso a la salida de los baños, agotado de tanta pregunta. El niño sale tras él.


 Si tu también mandas, puedes decirle que me deje— argumenta el niño insistente.


Atraviesan el salón hasta la mesa donde han dejado la cafetera, el niño persevera. Cesáreo padre advierte la persecución,  y acude al rescate de su jefe.


 Déjeme ponerme el traje— solicita Cesáreo hijo tirando de la chaqueta del capitán.


 Que yo no puedo—  viendo allí al progenitor de criatura le dice—  Cesáreo su hijo es muy perseverante.


 ¡No sabe usted cuánto capitán!


 De capitán nada, papá, éste señor manda menos que tú en casa— dice enfadado.


 Hijo no digas tonterías.


 Tonterías, ¿yo soy el qué dice tonterías?


 Sí hijo, si- padre y capitán a dúo.


 Pues no, papá, pues no. Me dices que no me puedo poner el traje, porque el que manda ha dicho que no se puede poner uno el traje. Hablo con éste señor, y me dice que él no es el que lo ha mandado. Ese no habla. No lo entiendo—  replica Cesáreo junior totalmente desatado.


 Hijo, éste  señor es mi capitán, pero por encima del capitán está otro, y por encima otro y otro, hasta que se llega al que más manda.


 O sea papá, tú no pintas nada. Eres la muñeca pequeña de la matrioska— dice Cesáreo con un inmenso enfado saliendo de sus ojos.


—¿Qué has dicho?


 La muñeca que abres y sale una muñeca, abres y sale otra, abres y otra, hasta que llegas a una tan pequeña que ni se ve—dice moviendo las manos una sobre otra.


 Más o menos hijo, más o menos.


 ¡Pues vaya!  Pero si no le decís nada, el que está encima de todas las muñecas no se entera.


—Si hijo, se entera— dice papá.


—Déjelo Martínez, yo ya lo he intentado y no hay forma— el jefe pone cara de pensar—. Tengo una idea —dirigiéndose al niño  ¿te gustaría llevar el traje sin salir del cuartel?


—Siiiiiiiiiiiiiii


El jefe mira a Cesáreo padre, informándole con la mirada que ya tiene solución, ¡por algo es jefe!


—¿A qué hora sales del cole?


—Unos días a las dos y otros a las tres.


—Te voy a dar un trabajo.


—Si- responde Cesáreo hijo, moviendo la cabeza arriba abajo como un colgante de coche.


—A las cinco de la tarde, después de hacer los deberes, siempre después de los deberes, tienes que vestirte el traje, y dar vueltas alrededor del cuartel hasta las seis. No puede entrar  ni salir ningún coche sin que tú lo sepas, no puede entrar ni salir nadie sin que tú lo sepas, no puede pasar nada en el cuartel sin que tú no te enteres. ¿Ha entendido sr. Martínez?


—Si señor— Cesáreo saluda militarmente a su nuevo jefe. Una vez finaliza su posición de firme.


—Señor.


—Dígame Martínez.


—Me podría dar las llaves del piso y decirme el sueldo—  ante la falta de respuesta exclama— ¡Es para irme organizando! ¡No me mire usted así!— Cesáreo junior, sospechando que la cosa se puede poner fea, se da la vuelta y entredientes murmura— ¡Éstos mayores! Se cree éste que yo voy a trabajar gratis.


Cesáreo padre, asiste a la escena, y sabe, que de momento, no hay esperanza para el destino de un Martínez.


©Mª Luisa López Cortiñas


viernes, 14 de febrero de 2014

BLANCA Y SUS PRÍNCIPES





Buenas tardes. Me presento. Me llamo Blanca y les voy a contar mi historia y ya ustedes, si eso, me dicen.


Como ya saben, hay gente que trabaja en lo que le gusta, otros en aquello para lo que les contratan, y los últimos en lo que les dejan. Yo no, yo soy como las princesas, pero en vez de un trono, heredé una enfermedad. Según la gente de bien soy una “persona de talla baja”, lo que popularmente se denomina enana. Pero ya ven, la naturaleza no quiso que fuera como las de las meninas, ni como las del circo. Ella, que dicen que es sabia, quiso que a Camerón Díaz le sobraran cuarenta centímetros para estar a mi altura,  y le faltara un buen tinte color chocolate.

Lo peor de trabajar de lo que se es, es que uno siempre está de guardia, en el cine, en la disco, en el supermercado, y a eso venía yo, a contarles lo que me pasó en el supermercado.

Vivo en el centro de Madrid, en la calle Amparo, total, que un sábado a las cinco de la tarde, decido ir al super amarillo y azul, sito en la plaza Tirso de Molina. No les digo el nombre, porqué no sé si en “la internet” puede  uno decir marcas, y la bloguera ésta se ha ido, y me ha dejado aquí a mi suerte.

Como les decía, entro en la tienda, y lo primero que pienso es en el calorcito que hace, y en la murga que dan con los villancicos cuando se acercan esas fechas.

¡Qué maravilla, prácticamente vacío!

En la llamada sección bazar, en realidad, un conjunto de jaulas en mitad del pasillo de las bebidas y los caprichos calóricos, dos hermosas cajas y un cartel, anuncian las medidas de las cómodas que llevo buscando cerca de un año  90x50x110cm. Mi madre en la peluquería, mis siete hermanos con sus partidos de baloncesto, mi padre desaparecido. Sólo quedan dos cómodas. Si espero unas horas me quedo sin ellas. Lo primero será hacerme con un carro y ver si me puedo apañar.

Salí , sonreí al cajero, moneda, coger carro, entrar, sonreí nuevamente al cajero. Continuábamos siendo las dos únicas almas en el supermercado.

Las cajas estaban en posición vertical, comencé a balancear una de ellas, pero no sé por qué razón, aquel carro patinó, como tenía casi medio cuerpo dentro, me arrastró, y sí señores, así fue como acabé dentro de una jaula en compañía de un par de cómodas. Miré alrededor a ver si alguien me había visto. Nadie en veinte metros a la redonda. Suspiré aliviada. No había testigos de mi ridícula caída y comencé a reír. Miré el reloj, las 17h22, en breve aparecerá alguien y podré salir de aquí, pensé yo. Comenzar a chillar como una loca no era opción, el hilo musical estaba tan alto que nadie me escucharía. Decidí no perder el tiempo con auxilios o socorros. Ya vendrá alguien.

Me dolían las manos, consecuencia de intentar detener el impacto sobre la caja. Revisé el estado de mi vestimenta y observé que el anorak tenía un perfecto siete a la altura del pecho, la acababa de comprar hacía 3 días. ¡Menudo estreno! Como no tenía nada que hacer me dediqué  a estudiar la decoración  navideña y ¡¡¡¡¡dios!!!!¡¡¡dios!!! ¡¡¡¡dios!!!! Una cámara enfrente. ¡Seguro que hay alguien vigilando! Levanto los brazos y los agito, como si estuviera en una isla haciendo señales a un helicóptero salvador. Yuhuuu estoy aquiiiiii. Después de un par de minutos abandoné el intento.

Por el otro lateral del supermercado ví pasar a una señora con niño y comienzo a gritar oiga, oiga, oiga. Nada. ¡A ver si pasa por acá!  La cámara y yo nos volvimos a mirar. No iba a conseguir nada.  No teníamos quien nos mirase. El niño nuevamente pasando por el otro flanco   hola guapo, llama a mamá, llámala, y se echa a llorar como un loco y  me señala.  Yo le animo.  Bien chaval, sigue así. Su madre se lo lleva ipso facto sin darme tiempo a reaccionar. Oportunidad perdida.

Llevaba media hora en esa situación, pero el reloj me desmentía, todavía las 17h32 ¡nunca había hecho tanto el tonto en tan breve espacio de tiempo! Me apetecían unas galletitas, si conseguía agarrarme a la jaula de los libros igual las alcanzaba. Aiggg. Hecho. De hambre no moriría. Las 17h37” y ni un alma. ¡Qué calor! Me quité el anorak rajado, miré la cámara y pensé, que en momentos como éste, estoy más cerca de ser un mono en un zoo que una enana en una jaula. Intento nuevamente escalar, pero aquello no era estable. De repente se me enciende una luz. ¿Y si hacía un stripties? Seguro me detectan y me detienen, además llevaba ropa encima para vestir a un regimiento, chaqueta, camisa, jersey fino de cuello largo, camiseta térmica ¡qué sofoco!


Cuando me disponía a quitarme la camisa, por fin aparecía un hombrecillo con traje azul y con una flamante corbata amarilla.

Oiga, oiga, oiga.

Me miró, miró hacia los lados, miró otra vez, claro, no se creía lo que estaba viendo.

Ayúdeme, no se quede usted ahí pasmao que no es una cámara oculta ummmmm el muchacho no está nada mal, quedaría bien a mi lado. 

Señora ¿qué ha pasado?

No pregunte y sáqueme de aquí.

En algún momento nuestras miradas se cruzaron, sí, podía haber algo.

Y aquí llega otra de las ventajas que tenemos las enanas, es muy fácil alzarnos por los aires, así es como aquel guapo, alto, esmirriado y miope joven, me cogió por los sobacos y me alzó como si fuera un bebé, mientras yo movía la melena con coquetería. ¡Debía tener una cara de tonta! Sin dejar de flirtear, comenté al joven lo acontecido, me ayudó con las cajas e incluso se ofreció a acompañarme a casa y hacerse cargo de la paquetería.

Una vez informé del incidente al cajero, éste no localizó ni al reponedor ni a la encargada, en cualquier caso se disculpó y reflexionó en voz alta: sigo sin entender cómo es posible que la tienda se vacíe durante la emisión de cine de barrio, sobretodo en éste barrio. Mi salvador y yo, nos mirábamos y sonreíamos.

Elpidio, me llamo Elpidio.

Yo Blanca, un gusto.

No llevaba dinero suficiente para pagar la compra, con lo cual saqué tarjeta y DNI.

Puede usted reírse —digo con naturalidad al cajero. Acostumbro a dar permiso para ello, algunos lo pasan mal.

Ya lo han adivinado, ¿no? Me apellido Nieves. Mi padre, en los momentos más oportunos, saca a pasear su humor.


Miré el reloj, mis hermanos ya estarían en casa, pero prefería la compañía de Elpidio. Camino de casa, hablamos de todo y de nada, y pronto acordamos, que ante un incidente como el mío, en Estados Unidos me hubieran regalado la compra, y un sueldito de los del café granulado.

Cuando llegamos a la puerta de mi casa, quedamos en que yo le llamaría. Me dio su tarjeta.

Elpidio Atolón Rodrígues

Director comercial Banco Pichincha. No seguí leyendo.

¡Menudo sinvergüenza! ¿Banco Pichincha? ¡Pero qué se habrá creído! Me habrá tomado por una desesperada. Una cosa es que sea enana y otra es que ande loca tras macho.

Con rabia rompí la tarjeta, y no me he vuelto a acordar de Elpidio hasta hoy.

La cosa no fue mal, no crean. Tres días después del incidente, comencé a salir con el cajero, ahora es mi Manolo. Después de más de dos años juntos, quedan quince días para el bodorrio. Ayer vimos un piso muy coqueto, alquiler con opción a compra, y mi Manolo y yo, nos hemos ido esta mañana muy temprano, a la sucursal de un nuevo banco en la calle Lagasca, pleno corazón del barrio Salamanca, sí el barrio ese de los pijos. ¿Y saben? ¡No se lo van a creer! Entramos en la entidad mi Manolo y yo, muy agarrados, exudando amor y felicidad hasta la náusea. Cuando entramos, veo a los empleados vestidos con traje azul papagayo, camisa ocre y corbata amarillo canarión, canarión, ya lo han adivinado, Banco Pichincha. ¡Estábamos en el Banco Pichincha! Salí de allí corriendo, he viajado por tierra, mar, y aire hasta llegar a esta isla, tengo más de cien llamadas perdidas de Manolo y no sé qué hacer. Mi amiga Puri dice que busque a Elpidio; la Mari, en su línea," con el que mejor quede en la foto” y aquí, la bloguera, que me dice que eso es asunto mío. Y yo les pregunto a ustedes ¿busco a Elpidio el dire o me quedo con mi Manolo cajero?

—Oye tú, te podías estirar y darme algo de beber.

—¿Una cola? —pregunta la bloguera.

—No, en Madrid, estamos de boicot.

—Es trucha.

—Agua estaría bien. ¡Estoy seca!

—Aquí tienes.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Esperar que alguien responda.
® Mª Luisa López Cortiñas