viernes, 30 de enero de 2015

LA CLASE DE BAILE



La clase de baile

Los señores Moreau, como cada tarde desde hace cuarenta y tres años se sientan en la mesa siete de la vieja cafetería Berlín, que es como el Gijón pero sin literatura ni literatos. Solicitan un par de refrescos. Hace años que no pueden comprar un par de cigarrillos debido a la prohibición, a pesar de lo cual siguen disfrutando ese rato de asueto. Les gusta esa mesa por su cercanía al cuadro que preside la estancia. Una clase de baile que perdura en el tiempo. En realidad, no es el original, es una de las muchas reproducciones que realizó en su día el falsificador  Elmyr de Hory, y que el señor Dupont, propietario del local, ganó en una timba de póker. Cuentan los parroquianos, que más de una vez han visto deambular entre las mesas a las bailarinas, pero que nadie les ha hecho caso. Ellos nunca han sido testigos del fenómeno, pero no fallan a su cita. En secreto sueñan con poder contemplar el espectáculo.

¿No ves algo extraño en el cuadro? —pregunta el sr. Moreau a su señora.

No encuentro nada anormal, la verdad —responde ella mirando el cuadro con suma atención.

Yo veo algo raro.

La mujer aprieta los ojos hasta convertirlos en una línea de viñeta, como si el achicarlos le proporcionara una visión en panorámica.

Ahora que lo dices —concede a su marido. Ya sé. No está monsieur Pierrot. Mira —dice ella señalando el lugar en el que habitualmente se aposenta el viejo apoyado en su bastón.

Es verdad. ¡Ha desaparecido!

Mientras ambos contemplan atónitos el cuadro, la del lazo verde y larga trenza se da la vuelta, y enseña unos inmensos ojos castaños. De una zancada sale del cuadro rozando frenéticamente con ambas manos los brazos.

¡Qué frío! —exclama al lado de la mesa de los señores Mureau.

Sí. Estamos en invierno y su vestido no es muy apropiado para estas temperaturas –dice Madame Mureau.

¿Quiere acompañarnos? —pregunta Monsier Mureau mientras retira una silla para que la joven tome asiento.

Muchas gracias —suspira mientras se tira sobre la silla. Estoy agotada de estar de pie.
¿Quiere usted tomar algo?

Un chocolate caliente no estaría mal, y si pudiera ser con un trocito de esa estupenda tarta de almendra que tienen ¡genial! —sonríe la muchacha.

Son famosos por su tarta sí —contesta Monsieur Moureau

Yo tengo suerte de tenerla de espaldas, de frente me costaría controlarme.

Otra joven sale del cuadro desperezándose como si se acabase de levantar. Las chicas se saludan, hace tiempo que no hablan. Ésta también acepta un chocolate, aunque declina la invitación a silla, dice estar cansada de permanecer  repantingada rascándose la espalda, y ante los atónitos ojos del matrimonio enlaza un satué y un frappé seguidos de no saben ya qué pasos.

¿Sabéis que nosotros llevábamos tiempo esperando vuestra visita?

¿Siiiiii? —preguntan las chicas emocionadas. Nosotras procuramos tener cuidado cuando salimos, pero a veces las pequeñas se alteran y juegan a fantasmas, creemos que las han visto los viandantes más de una vez.

Me temo que si —ríe Madame Moureau. ¿Lleváis un orden de salida?

Salimos cuando Monsieur Pierrot no está.

Generalmente un par de días a la semana sale con la señora de al lado —irrumpe la compañera.

El matrimonio mira el cuadro de la derecha, y efectivamente, comprueban con asombro que el niño está solo, y la primorosa silla de madera vacía.

¿Y adónde van?

Ambas niñas se encogen de hombros.

Sabemos que cuando salen de día tardan poco.

Por eso en las salidas diurnas salimos por turnos. Para colocarse en la misma posición a veces es complicado con las más chiquitas.

Y Pierrot se fija en todo.

Si ustedes son —comienza a decir la sentada...

No abuses Regina.

¿Cómo sabes lo que iba decir?

¡Un siglo aguantándote y no lo voy a saber?

Diga señorita diga —demandan al unísono el anciano matrimonio.

Las niñas se pondrían muy contentas si les llevamos unas tacitas de chocolate.

Eso está hecho.

¡Bien! —aplauden las dos chiquillas con ojos brillantes de emoción.

Camarero, camarero—solicita Monsier Moureau alzando la mano.

Por favor, que traiga vasos de plástico, la última vez fue horrible limpiar los restos del suelo —solicita Regina.

Monsier Moureau cumple las órdenes de las muchachas. Ordena un par de jarras y muchos vasos de plástico. El camarero no parece sorprendido. Cuando llega el pedido todos ayudan a repartir el brebaje.

Cuidado con engordar Mariana —dicen ambas a la niña de lazo azul y brazos en jarras, quien las mira con reproche.

Tiene facilidad para engordar y cuando una es cuadro hay que tener mucha imaginación para arreglar vestidos.

¿Y cómo es eso de estar un cuadro?

Al principio es desagradable —contesta Regina.

Estar tanto tiempo quieto debe de serlo, además de difícil –conceden los señores.

No, lo desagradable es tener a todos los ojos pendientes de nosotras hasta el mínimo detalle.

Fíjense hasta nos llevaron a una máquina de esas para ver todo lo que teníamos dentro, y descubrieron a la Angelina y Desiderata.

¡Con lo que costó que Edgar nos pusiera a nosotras las primeras! —dicen las niñas a coro.

La conversación se interrumpe bruscamente, con un ligero ruido de pasitos no acompasados. Todas vuelven a su sitio, las chicas se despiden ligeras con un gracias, y un abrazo con más vuelos que los tutús que lucen.

Los señores Moureau, ya pueden morir tranquilos.
©Mª Luisa López Cortiñas


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lunes, 26 de enero de 2015

TicTacTicTacTicTac TocTocToc BOOM POPULISMOS





TicTacTicTacTicTac TocTocToc Boom Populismos


El nivel “maribel” que alcanzan nuestros políticos cada día es más y más surrealista.

Si uno dice tic tac, al día siguiente el otro se cuelga con un toc toc, llamo a tu puerta como la arielita que venia del futuro o como la menstruación que siempre viaja contigo. Sorprendentemente la familia le recibe como a un viejo conocido, cuando todos sabemos que ante una visita de este calibre y desvergüenza, lo primero es dejar entreabierto con pestillo, guardar bajo siete llaves la cubertería de la tía Hermeregilda (si aún no nos hemos visto obligados a malvenderla), los anillos de boda, y cualquier cosa de valor que aun se haya salvado de la miseria; encerrar a los niños en el cuarto de la plancha, nunca se sabe porqué esta gente quiere tanto a los niños a los que constantemente maltrata con sus políticas educativas y económicas; encerar el suelo; acicalarse el pelo; pedir a la del quinto una botellita de agua mineral, esas gentes suelen tener estómago delicado; pegarse un par de lingotazos para aguantar el tirón; vamos , que cuando uno se dispone a abrir el pestillo el individuo ya ha sido agasajado por los vecinos, que no, no eran de Vallecas, eran del mundo “ikea” donde todo se viste de color.


Realmente nos llaman idiotas todos los días, lo peor, es que creo que ya lo hacen inconscientemente.

A lo que iba, si tu me dices tic tac, yo hago toc toc en tu puerta para contarte el maravilloso futuro que tienes por delante, eso sí, a base de esfuerzos y sacrificios, mis padres pagaron mucho para comprar mi lugar en el mundo, yo mismo me he tenido que callar más de una vez.

La estulticia que nos asola parte de la igualdad más recalcitrante. Y no. En esto no estoy loca. El capitalismo todo lo iguala, considera que el analfabeto tiene las mismas oportunidades que el letrado, que el habitante del suburbio tiene las mismas posibilidades que el tullido nacido entre las verjas de La Florida, que las personas son cosas que se compran y se venden, que el agua y el caviar son uno y lo mismo, que cualquiera con un garaje y un palo se puede hacer millonario, que con talento el mundo lo tienes a tus pies. Nada más lejos de la realidad.

Hoy todos hablan de POPULISMOS. Nunca olvidaré, hace ya muchos años, un artículo que si mal no recuerdo publicaba “El País” con motivo de la victoria chavista en el referendum revocatorio (si, para ser una dictadura disfrutan ese privilegio) en el que decían que claro, que la gente le votaba porque había sacado a los niños de la calle y los llevaban al colegio porque allí les daban de comer. No necesita comentario.

Hoy ser populista o revolucionario son cosas tan estúpidas como aspirar a vivir del trabajo de uno; aspirar a tener un techo en todas las estaciones; aspirar a tres o cuatro comidas diarias equilibradas; aspirar a poder ducharse uno todos los días con aguita caliente, al menos en invierno; a poder encender la luz y la calefacción sin tener que vivir rodeado de velas, o de aparatos viejos que combustionan mal; aspirar a que los niños puedan recibir una formación adecuada, y no ser aparcados si no se ajustan a los cánones de obedecer y callar diez horas al día; aspirar a ser atendido cuando uno se pone enfermo, y a tener la mejor medicación posible; aspirar a que los discapacitados tengan los medios que necesitan a su disposición para poder llevar una vida digna;aspirar a respirar todos los días sin que nadie ni nada te asfixie.

Los que todo lo igualan, consideran que para respirar hay que merecerlo y rendirles pleitesía, besar el suelo que pisan y reconocer, que si alguien no llega es porque es un vago y un inútil que no tiene derecho a la vida.
¿Alguien se puede creer que ochenta individuos suman el talento potencial de tres mil quinientos millones de personas?

Yo no. Por eso soy populista. Prefiero ser populista a criminal, porque criminal no es sólo el que empuña el cuchillo o “pone la bala”, criminal también es aquel que niega derechos que quitan vidas. ¡Y ya llevamos unas cuantas y las que te rondaré morena!

El problema en cualquier caso no son esos ochenta, sino los acólitos que les sustentan. Los acólitos son los peligrosos, los sibilinos, los que venden ideología por dinero,porque no nos engañemos, ellos sí saben lo que hacen, y poco a poco, se han convertido en un lujo que no nos podemos permitir si pretendemos seguir viviendo con un mínimo de decoro.

Por eso, ilustres amigos, mientras ellos hacen toctoctoc en su casa de anuncio, con su familia de un mundo feliz, otros, desde nuestras humildes moradas hacemos tictac porque el reloj de cuco se nos estropeó hace tiempo, y a cada tic hay menos bueno que esperar a la vuelta de la esquina que un tac renqueante.
© Luisa L. Cortiñas


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viernes, 23 de enero de 2015

Griegos, ECHADLES A TODOS



ABRIR PUERTAS PARA ENTRAR POR LA VENTANA

A veces hay que abrir puertas para limpiar la casa.
A veces hay que abrir puertas y echar la basura a patadas y con rabia.
A veces hay que abrir puertas para construir escaleras sólidas, hacer del pasamanos un tobogán inocuo, y de la cocina lugar de reunión.
A veces hay que abrir puertas para que entre algún desconocido a correr las cortinas, levantar las alfombras y abrir las ventanas para que el aire corra.
A veces hay que abrir puertas para que Europa pueda entrar por las ventanas.

Abrir ventanas para ahuyentar los fantasmas que la habitan.
Abrir ventanas para ahuyentar el hambre de unos y la avaricia de otros.
Abrir ventanas para ahuyentar el miedo.
Sobre todo ahuyentar el miedo.
¿Qué puede ser peor que amamantar con sangre a los verdugos?

Griegos, la pelota está en vuestro tejado, como en los viejos tiempos.
Dejadla en punto muerto.
Un punto de penalty.
Lanzar sin miedo.
No importa que rompáis los cristales.
El sur tiene suficientes manos para recogerlos sin cortarse.

Suficientes arrestos para recuperar la risa.
Suficientes arrestos para recuperar su espíritu.
Suficientes arrestos para recuperar la sangre perdida, y las alas que un día la permitieron volar y ser ejemplo.

Necesitamos los suficientes arrestos para no matar a Europa de codicia.

La pelota está en vuestro tejado.
Es necesario abrir la puerta,
para poder entrar por la ventana.
No importa romper cristales.
Aquí no está prohibido jugar a la pelota.
© Mª Luisa L. Cortiñas




Hoy de forma excepcional hay dos publicaciones. 
Publicación anterior del día de hoy   http://cuentosparamatarelviernes.blogspot.com.es/2015/01/el-patron-del-mal-y-otros-sicarios.html

Recuerda, que puedes solicitar gratis en bubok los relatos publicados la temporada anterior, sólo tienes que facilitar tu e-mail, pinchar el enlace que te envían y ¡ya lo tienes en pdf! Pan comido ¿no?

Ánimo Grecia, a por ellos que son pocos y cobardes.
Lo se, he perdido un poco la cabeza. Buen fin de semana. 

EL PATRÓN DEL MAL Y OTROS SICARIOS



EL PATRÓN DEL MAL Y OTROS SICARIOS



Si la serie de televisión “El patrón del mal” la hubieran rodado los USA, no me cabe duda que a lo largo de la misma a Escobar le habrían salido rabo y cuernos, y a los chicos de la DEA un aro de ángel.

Si se hubiese rodado en España, acabaría en una cárcel a más agua que pan. Pero esta historia la han rodado los colombianos para sí mismos, para conjurar sus demonios y que nadie les marque el paso, ellos han contado “su historia”, es más, la firman un par de descendientes directos de víctimas más que directas de Pablo Emilio Escobar Gaviria.

Mis conocimientos respecto a Escobar previo al visionado eran un par de apuntes impresionistas: narcotraficante de los grandes, jefe del cartel de Medellín, ciudad que le lloró como si no hubiera mañana.

Cuando todo acabó tuve que consultar, con verdadera angustia, qué había sido de aquellos dos niños que teniendo a su disposición, todo el amor y todo lo que el dinero puede comprar, no podían lo más simple, estar escolarizados y relacionarse de forma normal con sus semejantes. Sobrevivieron.

Cuando llega el final, Escobar es un espejo burlón y lleno de fantasmas. El patrón, de puertas adentro, era un padre ejemplar, de puertas afuera un hombre de negocios sin ningún escrúpulo. Sospecho en él un plus de generosidad que no se acabó de mostrar y un extra de crueldad que sólo se intuye, en realidad, no se necesitaba mostrar demasiado de la hipérbole que fue Pablo de sí mismo, el segundo hombre más importante del mundo después del Papa (según él mismo). Nunca modesto.

La versión que se ha estrenado en España es la de 74 capítulos que se preparó para Chile, en su país de origen se emitió en 113 capítulos.

La producción es excelente, cuidada, por momentos vertiginosa, exteriores y extras desfilan ante los ojos del espectador, mezclados en momentos “cumbre” con imágenes reales de los crímenes y atentados. Esos pedazos de verdad, mantienen al espectador a ras de tierra, con el olor fresco de la sangre, los aromas de motores quemados, y la chamuscada piel de los destrozos.

He de confesar, que con horror y sorpresa, Escobar me conquistó desde el momento en que confiesa sus deseos de conseguir con la coca lo que los americanos habían logrado con el alcohol y el tabaco: legalidad.

De momento, él, no se conforma con ser un distribuidor, se hace con todas las partes de la cadena, desde que la hoja se siembra y crece, hasta que llega a las narices del consumidor final. Para ello, se sirve de todo su ingenio y de su “o plomo o plata”.

Sus crímenes no sirven para satisfacer ningún trauma personal, ninguna necesidad primitiva, incluso sospecho que todos están exentos de venganza. Sus crímenes son negocios para callar a los disconformes, a los valientes que no tienen precio, y sobre todo, para arrodillar al gobierno y no acepte extraditarle a los Estados Unidos. Él se considera a sí mismo un revolucionario, un de izquierdas que aspira a dirigir una gran empresa, y lo consigue. (En su momento llega a dominar un 80% del mercado mundial). Mientras las multinacionales convencionales, cuando alguna empresa les puede hacer sombra o comienza a copar un mercado que considera suyo, directamente la compra o la hunde, Escobar compra o mata.

Pablo se desdobla constantemente de padre amoroso e incluso ejemplar, pasa a ser un criminal despiadado cuando se trata de chantajear al gobierno; de un hombre generoso cuando las cosas salen como él quiere, pasa al colérico e irracional cuando los planes se trastocan. Pablo es el que ordena plomo mientras piensa en cepillarse a una jugadora de boley porque “nunca se ha tirado a una deportista”. Sin transiciones.

Por lo que he leído con posterioridad, uno de los peligros de la serie era convertir a Escobar en un ejemplo, de ahí, que en cada capítulo se nos recuerde que si “no se quiere repetir la historia, primero hay que conocerla”.

En realidad, “el patrón”, es un empresario ejemplar de sustancias ilegales, pero bien podría haber montado un emporio textil o farmacéutico. Un tipo de talento mal encauzado.

La mercancía ilegal le permitia, por un lado, disfrutar de su hacienda Napolés y esas quinceañeras que tanto le gustaban, y a la vez le impide moverse con libertad, algo que en mas de una ocasión, aparte de un problema, se conviertió en hambre.

¿Te imaginas estar encerrado siete días en una habitación llena dinero y para alimentarte sólo un sobre de sopa caducada? Les pasó. Aunque en la serie sólo se entreve.

Sus sicarios, bien alimentados y muy bien pagados, poco pueden gastar de lo que van amontonando, no por falta de sueños, por falta de tiempo. Los horarios impuestos a sus lacayos provocarían el orgasmo a los directivos de cualquier multinacional entregada a la eficiencia, de lunes a domingo, sin horario y sin fecha en el calendario. En el fondo, es normal que actualmente los salarios bajen tanto, cuando no hay tiempo para gastar, lo mejor es que se gane poco, menos de lo justo para comer es algo que incentiva y evita vicios. Los vicios son malos.

No se ocultan sus ataques de megalomanía y éste no repara en regalar casas, polideportivos, incluso una iglesia a los que nada tienen que perder, porque una cosa tiene muy clara este hombre “no tiene sentido hacer más ricos a los ricos”, pensamiento maravilloso cuando uno vive inmerso en un mundo empeñado, en casi cualquier sentido de la acepción, en hacer algo tan absurdo. Una vez que tuvo poder, descubrió otro tipo de poder que también quiso, ese poder que permitía hacer una llamada a un ministro, a un presidente y encontrar solución a lo tuyo en un instante. Se metió en política, consiguió llegar donde quiso y lo "botaron". No era un tipo decente y no estaba a la altura moral y ética de los hombres de cuello blanco, él era un bandido, aunque su dinero era apreciado entre esas aguas.

A la largo de la serie uno asiste a más crímenes de los que se puede contabilizar, pero muchos menos de los que acaecieron. Se sienten las muertes de un bando y de otro, la multitudinaria de Rodrigo Lara, la emocionante del valiente periodista Guillermo Cano, la triste y perra del “chili”, semejante en mucho a la que después tuvo su patrón.

Una serie más que recomendable, sin concesiones.

P.D. Cuenta la leyenda, que una vez le propusieron a Escobar un negocio legal con rentabilidad a diez años, lo rechazó porque eso era lo que él ganaba en quince minutos. Si hoy estuviera vivo, le imagino organizando un laboratorio en medio de la selva para fabricar “sovaldi” como si no hubiera mañana. Rentabilidad alta y la posibilidad de sentirse “superman”.¿Alguien le hubiera dado más?
© Mª Luisa López Cortiñas

viernes, 16 de enero de 2015

AMANECIÓ LÁPIZ, ANOCHECIÓ BORRÓN




Amaneció lápiz, anocheció borrón

Dejadme que os cuente:

La noche de los lápices fue un septiembre, 16 para más señas, de un año 76 en una Argentina ahogada por militares. Silenciaron a una decena de adolescentes que sólo pedían una rebaja en el billete de bus para los estudiantes, aunque hay gentes que desmienten que éste fuera el motivo. Fuese cual fuese éste no importa.

Lo vuestro fue distinto, fue en enero, a la hora en la que los españoles que aún trabajan sueñan con un pincho de tortilla y un café. En esa hora de descuido, ellos llegaron con sus elegantes y ajustados trajes negros, su paso firme, y sus kalasnikov al hombro como quienes en la vida no han hecho otra cosa que pasear una por el centro de una gran ciudad. Hicieron su trabajo con seguridad y eficacia, tal y como prescriben los manuales del neotrabajo, pocos tiros y certeros, sin derrochar más munición de la estrictamente necesaria en quienes sólo se podían defender con lápices y vasos de agua. Unos auténticos profesionales, que como ya viene siendo habitual, dejaron parte de su documentación en el coche inicial de la huida. Todo un clásico para este nuevo terrorismo en Occidente, ya imagino el manual de instrucciones de los malosos al mejor estilo Cantinflas: “Antes de abandonar usted el lugar del crimen, no olvide dejar algún documento de identidad, que permita a las autoridades locales actuar como héroes ante las cámaras” y claro, profesionales sí, y obedientes, además huérfanos. Un huérfano es un pozo de ventajas al que nadie llora, y sobre el que uno puede recordar cualquier cosa que hará las delicias de los gabinetes psicológicos, más cuando acaban de finiquitar a sangre fría una docena de compatriotas.
Ciertamente, si uno ha de morir, que le maten al menos profesionales de la cosa, y no que le envíen a uno un tipo, vestido de cura o de torero, que más que darte un susto por encargo, te deben de entrar ganas de darle la cartera como si fuera del cobrador del frack.

A partir de ahí, ¡la que se ha liado! Un despliegue de ochenta mil tíos para pillar a un par de documentados que huían por una Francia atónita y alerta, las televisiones conmocionadas grabando el despliegue y relatando los hechos, “supuestos hechos” o como queramos llamar al adorno auditivo a lo que media Europa estaba viendo. Me recordó al patio del colegio y a eso de “tres contra uno, mierda “pá” cada uno”. Pero somos más chulos que nadie, y un malo equivalía a un ejército completo, aviación incluida, imposible salir vivo de la encerrona. Imposible salir.
En estas, que un colega de los malosos, ataca aun policía y se instala por la fuerza en un supermercado judío, sí, judío, esos con los que no se hacen chistes por un problema de gases, mala milk y montañas de dinero, aunque en realidad, son gente sin ninguna gracia, carencia que no les ha impedido alcanzar las más altas cuotas de éxito social. Por resumir, cuatro muertos más el malote, y un héroe. ¿Qué sería de Occidente sin sus héroes?

No se si donde estáis habéis podido ver el espectáculo... pero os aseguro que ha sido precioso ver a tantos reivindicar que “je suis Charles”y llenar las calles de lápices y bolis en pro de la libertad de expresión, ¡qué vaya usted a saber qué carajo es eso! ¡No sabéis la de manifestaciones! ¡La de condolencias! ¡La tirada de un millón de ejemplares que en unas horas se multiplicó por tres y medio y en varios idiomas! ¡Y en unas horas en cinco! Es la máquina que no cesa, la máquina que todo deglute, la máquina que todo lo absorbe, una terrible centrifugadora que de sesenta mil pasa a cinco millones en siete dias por mor de doce muertos. Ya lo dice el refrán “no hay mal que por bien no venga”, lo que ya no sabe uno es cuánto durarán los males y para quien son los bienes. ¡La de colas en los kioskos! En Occidente, somos así, todo lo hacemos como si no hubiera un mañana. ¡Qué de homenajes! ¡Lástima que no éstos no resuciten a los muertos! Si fuera así estarías vivitos y coleando que diría un castizo. Creo que esto me lo podía haber ahorrado, aunque ya decía Mercedes Soriano que para alcanzar la gloria “hay que ser por lo menos cantante de ópera y haber pasado a ser cadáver, de gloria no se enferma”.

Sí, París se inundó de llanto, luto y autoridades políticas, que no morales, que apoyaban slogans al mejor estilo del 68. Hasta las ratas abandonaron sus quesos para asistir a los actos. También hay sombras, muchas sombras. Los de siempre han inundado las pantallas diciendo que “se quieren ir”, más seguro que Israel no es ningún lugar en el mundo, y ya se sabe que desalojar cualquier “poblacho palestino”, tiene menos coste que quitar de la principal carretera de Menorca los gatos que en enero atropella el miedo, esa bestia negra que después de vosotros ya nunca dejará de perseguirnos, dicen los agoreros y sueñan los mercados, acá ya sabéis que todo es a la mayor gloria de los mercados.

En París estaban todos, de negro y ganchete como viuditas de guerra celebrando la vuelta de los soldados, compungidos, reivindicando su palabra y el horror de los hechos, mientras se frotaban las manos porque en realidad odian a los otros, recelan de los otros, desprecian a los otros, pero ellos nunca abrirán la boca, serán sus acólitos los que se ensucien las manos.
Estaban todos, todos los que no pueden permitir que las personas elijan a quienes no son ellos, los obligados a obligar a obedecer la voz de los amos, y continuar llenando sus ya rebosantes bolsillos, esos que nunca jamás tendrán lo suficientemente llenos.

Seguramente hay una Maríe, que desde vuestra partida, no tiene quien le cuente un cuento por las noches o un Pierre que no podrá jugar al fútbol con su padre o a la canasta con su abuelo, pero a nosotros, a los mudos testigos, nos contarán los cuentos de costumbre, nos meterán los goles por la escuadra, y cada tiro será un triple, no pasará un día sin que nos recuerden que todo lo hacen por nuestro bien, que si no has hecho nada no has de tener miedo, la verdad siempre florece, y en vez de tratarnos como delincuentes en los aeropuertos, nos trataran directamente como peligrosos terroristas. Sin zapatos, sin cinturón, sin joyas, sin ningún libro envuelto en papel burbuja, sin una botella de agua... en ocasiones como ésa a uno le gustaría autocombustionarse, hacer chas y aparecer al otro lado sacando lengua y con la mano en la nariz.

Vuestra muerte es tan absurda como tantas otras, simplemente, que esta vez, la afrenta la pagaremos todos, judíos, moros y cristianos, pasaremos por la trituradora de nuestras relucientes pantallas, y comulgaremos con ruedas de molino. La libertad de expresión es un conjunto vacío, como la paz, el más vacío de todos los conjuntos, una ficción para creernos mejores no para serlo.

Nunca sabremos la verdad, porque la verdad es simple y sólo tiene un camino, vuestro crimen tiene ramificaciones principales y secundarias, vuestros asesinos tantas interrogantes como respuestas, y hay tantos felices disfrutando de la pieza de un pelín más de nuestra libertad y nuestro miedo, que la verdad sólo puede ser una amalgama de mentiras más falsas que una moneda de quinientos euros.

Ya no quiero molestar, pero ya que venía a pediros un favor, he querido aprovechar para contaros lo que el mundo, al menos nuestro pequeño trozo de mundo, ha llorado vuestra muerte, aunque nadie os echará tanto de menos como los vuestros.

Voy al favor, que al paso me olvido. Estéis donde estéis, si os encontráis por ahí al Neumann, de nombre John, profesión matemático, decidle que vaya pensando en reencarnarse, necesitamos una teoría que nos sirva para todo, esto va camino del infierno, y hasta Europa, la vieja y cansada Europa, cada día se parece más al Lejano Oeste y al sálvese quien pueda. Sin más decir ni pedir.
© Luisa L. Cortiñas

viernes, 9 de enero de 2015

"VOLVER". Parte 2.







Si no has leído la primera parte pincha en este enlace.

Cuando vuelven, las llamas comienzan a lamer el techo, los niños corren hacia la puerta, chillan y piden ayuda cuando bajan las escaleras, siguen gritando cuando llegan a la calle. Las llamas son aparatosas pero controlables, las apaga el primer vecino que llega. Pero hay días en los que no hay suerte, y la policía está justo en el lugar en el que no se la necesita. Cuatro menores despavoridos y solos, no son buena carta de presentación. Acaban en comisaría envueltos en miedo.

Cuando localizan a Estela, ésta quiere volar. El jefe considera no adecuado que vaya a comisaria con su uniforme, no quiere que su hotel se relacione con asuntos turbios, y le dejan una aséptica camisa blanca, y unos pantalones azules en los que caben dos como ella. Hace el viaje de vuelta con Elena envuelta en silencio y rabia.

Cuando llega, lo primero es asegurarse que los niños están bien, da gracias que lo ocurrido no haya ocasionado mayores desgracias, y ruega salir de allí con sus hijos.

Suena el teléfono de Estela, mira la pantalla, número desconocido. Contesta.

La señora Estela —siente un eco cercano, se da la vuelta, y sí, la está llamando el policía que tiene a sus espaldas, él la mira, y se percata de que la persona con la que habla está allí. Es ella.

El policía carraspea, no lleva en comisaría ni un par de semanas, y le toca esto.

Señora, es posible que hayamos encontrado a su marido, venga conmigo. Estela señala a los niños.

No se preocupe yo me hago cargo. Siga por el pasillo todo recto hasta llegar a unas escaleras, una vez allí la puerta del fondo.

Estela sigue el camino que le indica el agente. Baja las escaleras. Cada vez que desciende un peldaño, el aire se vuelve más frío. Le han encontrado. Tiritando llega a la puerta del fondo del pasillo. Le han encontrado. La puerta está entreabierta no obstante da un par de golpes en la misma y solicita permiso, una voz masculina le pide que entre. Es el lugar más frío en el que nunca ha estado, el vello de gallina, los dientes castañean, levanta la sábana blanca, sí es mi marido. Ni una duda, labios violetas, piel envejecida, pero no hay duda, son sus rasgos, y el lunar con forma de Y griega que tiene al lado derecho del cuello le hacen inconfundible. Es él.

Como una autómata abandona la gélida estancia, prefiere recordar al Washington sonriente que la conquistaba con sus piropos, y optimismo. A medida que sube escalones, la respiración se entrecorta y el futuro se ensancha. Él no les había abandonado, le había dado un infarto dicen, le sorprendió por el atajo que conduce al predio de los Benejam, le encontró un senderista esta mañana, una suerte que cayera bajo la protección de unos matojos, le harían llegar sus objetos personales, incluido el dinero que portaba en los bolsillos.

Entonces se acordó de aquella furgoneta de segunda mano que quería comprar, y de aquella sorpresa que le iba dar el domingo. ¿Cómo pudo desconfiar así?

El paso de abandonada a viuda comenzó a deshacer el nudo que tenía en el estómago desde que él desapareció, y lágrimas tímidas comienzan a salir del alma.

Cuando llega al lado de sus hijos sólo es capaz de decir:

Papá, está en el cielo.

Y todos se permiten el lujo de los pobres, cariño, abrazos y consuelo.

Cuando llegan los de asuntos sociales, el policía señala el cuadro y no hay quien tenga cojones de decirle nada a esa mujer. Falsa alarma, y ya se inventarán algo para los papeles. ¡Maldita burocracia!

La familia intenta recuperar aliento y abandonar el inhóspito lugar, pero hay días que deciden enredarse entre los dedos, y ese hijo bastardo de la libertad que llaman teléfono móvil vuelve a sonar inmisericorde.

¿Diga?

Buenas noches, podía hablar, por favor, con Estela Claramunt…

Al tiempo que ella está respondiendo la llamada, entra en comisaría un detenido borracho, por la confianza con la que se mueve, deber ser un habitual. Decide amenizar la espera para su declaración, envolviendo todo con su canto.

Volver 1
con la frente marchita 

Sí, soy yo. Dígame.

Las nieves del tiempo

platearon mi sien.

Lamento comunicarle…

Sentir 
que es un soplo la vida

Su madre ha muerto…

Cuando la llamada finaliza, Estela comienza a mover la cabeza hacia los lados, se acerca al borracho, posa su mano en el antebrazo del sujeto y dice:

No sé si la vida es un soplo, pero sin duda, tiene un sentido del humor macabro.

El borracho continúa con su cantinela sin mirarla, volver, con la frente, Estela toma del hombro a Wilson, platearon mi sien, arropa a sus hijas, que veinte años no es nada, se disponen juntos, que febril la mirada, a abandonar la comisaría, errante en las sombras, da la vuelta, te busca y te nombra, alza la voz y le desea suerte al borracho, éste se levanta y continúa cantando dirigiéndose a ella.

Vivir

con el alma aferrada,

a un dulce recuerdo

que lloro otra vez.





  1. Volver. Carlos Gardel

    ©Mª Luisa L. Cortiñas

    "Volver" es uno de los trece relatos de "Semana de prodigios"

miércoles, 7 de enero de 2015

"VOLVER". Parte 1.



VOLVER
PARTE 1



Su patrimonio consistía en las huellas que deja el amor cuando arrasa, cuatro álbumes de fotos que ignoran la felicidad que encierran, y mil promesas que no serán cumplidas.

En el haber, una licenciatura en historia a la que nunca encontró utilidad alguna, pero que le proporcionó cinco de los mejores años de su vida, tres años secretaria en un despacho de abogados, y una paga social de cuatrocientos veintiséis euros.

En el debe estaba todo lo demás: el alquiler que no pagaba, los recibos que debía, la ropa de prestado, y las necesidades alimenticias de cuatro niños en pleno crecimiento.

Dos semanas  ya sin noticias suyas, y allí estaba, con su larga melena castaña recogida en una coleta y la cabeza echando humo, intentando cuadrar un cúmulo de números que sin pausa y con prisa la conducían al infierno.
Aquel por el que dejó todo, amigos, ciudad, familia, no estaba. Salió un sábado por la tarde, una tarde de fútbol como todas. Como siempre, unas monedas en el bolsillo y la tarjeta de residencia por todo equipaje. Un equipaje sin maletas ni enseres, puesto que todo estaba en su sitio.

Nadie le había visto en el barrio, al teléfono no respondía y cuando fue a la caja de latón en la que guardaban sus ahorros, confirmó sus sospechas.  En ocasiones, no se podía explicar cómo había dejado a esos hijos que tanto decía querer y parecía amar, en otras, cuando repasaba minuciosamente los últimos meses de convivencia, las señales le parecieron innumerables, habían desaparecido imperceptibles gestos de cariño, sonrisas y miradas cómplices, frases de consuelo, y ahora era consciente de aquellas ocasiones, en que la miraba ciego con media sonrisa de traidor a jornada completa. 

Desde su abandono, lo peor no fue la conciencia de que el llanto era una extravagancia que no se podía permitir, sino la constante presencia de su madre como una mariofanía, y su “ya te lo dije”.

Ahora escuchaba a todas horas, lo que antes no había querido oír. Los comentarios maliciosos, se habían convertido en martillos a los que no era capaz de oponer resistencia, “niña si es pequeño como una pulga”, “niña es renegrido y achinado como un mono”, “niña te hará un bombo y te dejará sola” y otras lindezas difíciles de asimilar.
Esa dura mujer de noble cuna catalana, única habitante de un piso señorial y en propiedad en Pedralbes, heredera de un imperio hostelero vendido al mejor postor por falta de talento empresarial en la familia tras la muerte de su marido, nunca pudo aceptar que su única hija se enamorara de Washington Wilson Pilaquinga Rodríguez, y constantemente lamentaba “hija, ¿dónde vas con un hombre llamado así? Eso no es serio”. Ella siempre respondía desafiante “¡Como si Claramunt Gramunt sonase a música celestial!” Las más de las veces la respuesta de su madre era un “niña no te pases”, y si no estaba pendiente de haberse alejado unos metros, dejaba estampada en sus morros una grácil torta.
Lo único que le gustó a su madre de Washington y que según ella, era lo único que separaba  a éste de la selva, es que la trataba de usted, algo que siempre le pareció una muestra de buena educación y respeto.

Ella en cambio se enamoró de su gracia y sus maneras. Su primera pregunta fue “¿quiere bailar?”, y no el dichoso “¿estudias o diseñas?”, tan de moda en la época.  Mientras sus cuerpos se movían al ritmo de la música, de sus  bocas se escurrían ocurrencias banales que les hacían reír, y ella disfrutaba de aquellas pequeñas incomprensiones que ocasionaba la incapacidad  total de él para reconocer una ironía. Se dieron los nombres y los teléfonos cuando se despidieron en la puerta del local. ¡Tanto hablar y casi lo olvidan! De él sabía que había  llegado a España hacía un par de meses con su hijo, autorizado el viaje por una madre “lisensiosa” decía él, y deseosa de librarse de un mocoso de tres años que sólo era fuente de trabajo y mierda. Él sólo sabía que aquella mujer alta y delgada tenía una sonrisa de la que querría estar acompañado el resto de su vida.

Si el padre la enamoró al primer baile, el pequeño Wilson Esteban sólo necesitó un segundo, y en cuanto extendió sus brazos hacia ella, la devoción de ambos fue absoluta.

Si el noviazgo fue tormenta, la boda fue un relámpago discreto, de esos que estallan con luz y sin rugido, como corresponde a una boda de íntimos muy íntimos. Su madre se quedó compuesta y sin organizar nada. Un inmigrante dedicado a las más humildes labores que la construcción proporcionaba, no era la aspiración de las niñas de buena familia, por mucho magisterio que el muchacho hubiera impartido en su patria.

Al año nació su primogénita, Aurora, tan morena como su padre, y con los ojos avellana y chispa de su madre. De su abuela heredó el nombre, por aquello de ver si esa bruja se ablandaba, pero esa mujer poseía un corazón incorruptible a la ternura.

Los inicios no fueron sencillos, la gran ciudad exige sacrificios constantes para pocas recompensas, y después de una loca noche de sexo, amor y confidencias, decidieron poner un mar por medio. De todas las islas cercanas, ella recordó felices vacaciones infantiles en una Menorca virginal y hippy, hicieron su equipaje, y en menos de dos meses un aire tramontana les recibía en el aeropuerto de Maó.

Encontraron su lugar en el mundo, y allí nacieron sus hijas menores, tan morenas como su padre y con los ojos de su madre.

Ahora volver a la casa materna no era una opción. Odiaba el ya te lo dije, y su madre odiaba a sus nietos, a los que muy piadosamente llamaba mestizos. Aunque hablaban todas las semanas, el interés mostrado por las criaturas no superaba las convenciones de la caridad cristiana. ¿Cómo iba a aparecer ella allí, en Barcelona, abandonada por su hombre, y acompañada del adosado del sur y sus tres flores?

Las reflexiones de Estela cesaron cuando el teléfono comenzó a sonar con violencia. Su amiga Elena le ofrecía nuevamente trabajar de camarera de pisos en un gran hotel de un pueblo cercano. En dos días comenzaban. Horario acostumbrado. Esta vez había tenido suerte, abril aún no asomaba tras la esquina y tenía contrato, preludio de que podría trabajar seis meses. Reanudó el conteo, y el debe y el haber comenzaron a encajar como un tetris: en diciembre era previsible un balance saldo cero. Un suspiro cerró sumas y restas, una fiebre limpiadora se apodero de ella, y comenzó a organizar la intendencia de su casa.

El día señalado abandonó su domicilio a las siete de la mañana, aunque la jornada comenzaba a las ocho, su compañera siempre regalaba media hora de trabajo, ella no estaba muy de acuerdo, pero no quería dejar a la otra con el culo al aire. En casa, además, tenían la mala costumbre de querer comer todos los días.

Wilson se levantará a las siete y media, y entre él y Aurora, prepararán desayunos, y ayudarán a vestirse a las dos pequeñas. Irán juntos al colegio, y cuando ella tome un respiro para un café, revisará su móvil. Todo ok.

La mañana transcurrirá según lo previsto, todo marcha a medio gas, menos ellas, que sobrevuelan salones, terrazas, office, pasillos, veintiséis habitaciones cada una con sus veintiséis baños, sin pausa. Todo es una imitación de limpieza y eficacia, que lo que ocultan es la necesidad y la miseria que otros disfrutan desde sillones de cuero, y secretarias rubias que hacen estupendos trabajos bajo mesas de roble rodeadas de pudientes manzanas mordidas.

Cuando llegan las cuatro, los riñones protestan, las manos tienen sed, y el cansancio invita a la huida. Pero hay novedades, llegan nuevos viajeros, abrirán otra planta y han de quedarse a revisar camas, toallas, jaboncitos, que no falte de nada, cuando se pueda les darán un día libre como quien da limosna, y todas comen deprisa, apelotonando sabores y platos, y pidiendo al cuerpo, aun no acostumbrado, que no se relaje, que los músculos respondan, que no fallen las manos ni los rápidos reflejos que divisan manchas de polvo invisibles para ojos no expertos, o huellas ocultas en espejos malditos que protegen secretos de armarios vacíos.

Estela aprovecha para llamar a sus niños, todo bien mamá, todo bien.

Mientras ellas retoman el ritmo, en la casa, los niños deciden preparar la cena. Sopa y tortilla. Incluso la pequeña Carmen, sólo seis años, quiere ayudar, y cuando acaba de batir huevos, decide por su cuenta ayudar con las patatas, y todo se tiñe de sangre y llanto, los niños corren hacia el baño, y la sartén sigue al fuego crepitando... CONTINUARÁ
©Mª Luisa L. Cortiñas

Enlace Segunda parte del relato

"Volver" es uno de los trece relatos de "Semana de prodigios" (por si alguien tiene prisa).