viernes, 27 de marzo de 2015

LA CARTA (Parte 1)







Hoy toca publicación de cuento en dos partes. Si alguien quiere conocer antes el desenlace es el segundo cuento del conjunto de relatos "Semana de prodigios".



La carta


I

En aquel valle asediado por la niebla, el sol siempre era recibido con alegría. Después de un invierno anegado en agua y viento, esos primeros días de primavera invitaban  a los lugareños a dejarse besar por los primeros rayos, y allí estaban los dos, pertrechados de abrigo y bufanda, y sosteniendo con las dos manos sendas tazas de café con leche humeante.


Cualquiera que les viera, diría que están tomando el sol y perdiendo el tiempo, haciendo hora para preparar comida y siesta. Si el observador fuese un habitual, diría que hoy ríen más, se miran más, y hablan más de lo acostumbrado.

Si uno estuviera en sus cabezas o pudiera escuchar sus voces, sabría que están desenredando como nudos de cabello momentos de su vida juntos: los que se derriten como helados de chocolate, los que se atragantan como huesos de pollo, y los que, como agua, pasan sin pena ni gloria.


Para ellos hoy no es un día cualquiera, celebran cincuenta años de casados, y si en muchas ocasiones eran incapaces de recordar qué tenían en la nevera, hoy la memoria les regala un tiempo en el que los achaques y las flaquezas no existen.


—Estabas muy guapa.

—¿Te acuerdas?


¡Quién podía olvidar a la niña de las trenzas! Su hermano, el Juan, no hacía más que vigilarla, huérfanos de padre desde muy chicos, él se había tomado en serio el papel de cabeza de familia. ¡Pobre de aquel que mirara a su hermana!


Cuando empezó a cortejarla, se convirtió en su sombra. Cuando se casaron, ella con dieciocho años, él, veinticinco, para Juan fue la carta de libertad. Poco después fue él quien se echó novia con otros hermanos al acecho.


Galicia, en aquellos tiempos, como hoy, era tierra de señoritos y curas, sólo que ahora se perfuman más y la carcoma huele a rosas. Cuando uno quería salir adelante, lo mejor era atravesar los Pirineos. Ellos fue lo que hicieron. Les llevó más de tres días dejar esa España cateta y sin futuro, viajaron en trenes ruidosos y lentos, y en autobuses de recorridos cortos y evocadores.


Cuando llegaron a París, decidieron quedarse allí, los franceses siempre les habían parecido más agradables que los alemanes, además, Manuel ya les conocía por haber vendimiado en unas cuantas ocasiones. No era un mal lugar. 
                          

Pronto encontraron trabajo en una gran casa del distrito VII. Conocían el campo de Marte y el de Trocadero como la palma de su mano. 
                                                                                                                                                   

La ciudad nunca la disfrutaron demasiado, se reunían los domingos en torno al parque y junto a otros españoles añoraban ese país de miseria que dejaron atrás. Aunque a finales de la década de los sesenta, las cosas empezaban a pintar de otro color.


La mañana transcurre envuelta en recuerdos de una boda pobre y festiva, y de ese viaje en busca de un futuro que su país no les podía ofrecer.


Volvieron a España cuando Aurelia se quedó embarazada, no habían ahorrado todo lo que querían, pero sí tenían suficiente para comprar una casa con un pequeño huerto, y que quedara “un poco para un apuro”, decían.


Ella pone el agua a hervir, y él la ayuda pelando patatas y zanahorias, las cortará ella, que eso se le da mejor.


—¿Te acuerdas cuando compramos la casa?

—Sí, y sobre todo de los billetes, uno detrás de otro —responde él, haciendo el gesto con la mano de quien deposita algo.

En sus tiempos, aún era posible pagar una casa así, en efectivo, sin la lacra de las deudas. No las regalaban, no. Pero el cambio entre el franco y la peseta, favorecía esas compras hechas con esfuerzo y no sin pocas privaciones.

—Los chicos de ahora no pueden. ¡Hay que ver los años que están pagando!

—Fíjate la nena, veinte años por delante, y que no les vaya mal —contestó él.

—Han tenido mala suerte. Tendrían que hacer caso a los médicos y tener otro.

—¿Y si sale igual? Los niños de hoy día no vienen con un pan bajo el brazo, son un sumidero. Comen dinero.


Adoran a su nieto, pero es una negra sombra sobre sus hombros. Se llama Óscar, tiene ocho años, es un cielo, autista, y un futuro genio de la música. Está bien atendido, pero es una fuente de gastos y tiempo inagotable. Todos los meses, de su exigua paga, destinan doscientos euros a su educación. Si hubiera sido como todos, se divertirían consintiéndole caprichos como ven hacer a todos sus amigos. Pero en su caso, esas extravagancias no serían bien recibidas ni por el niño ni por sus progenitores, y todos temen sus “retrocesos”. En realidad, con el niño siempre es igual, un paso hacia adelante, cinco pasitos hacia atrás.


Mientras Aurelia acaba con el puchero, Manuel acaba de poner  la mesa.


—Voy al buzón, hoy han dejado alguna cosa.


Manuel vuelve con cuatro sobres, nada interesante seguramente. Hay una de la Seguridad Social pero ya la leerán cuando sea.


Comer, siesta y a las siete tienen una reunión de vecinos. Les ha insistido mucho la mujer del alcalde en que vayan. Ríen. La mujer es una auténtica petarda, pero recados, sabe dar recados. Es la correveidile oficial de la pedanía. Doscientas almas juntas, separadas del pueblo principal por poco más de un kilómetro por la carretera nueva que hicieron cuando la burbuja esa.


Siguen conservando la independencia, y por muchos años. Les gusta reunirse y  tomar las decisiones importantes de las cosas que les afectan, y con el descalabro general de la economía, han comenzado a recibir a bastante gente joven. Las reuniones son en una nave avícola sin uso que pertenece al alcalde. Da igual cual sea el orden del día, las reuniones siempre son divertidas.


Recorren el camino que lleva a la calle principal, cuando llegan a la nave se respira ambiente festivo y cuando entran en ella comienza a sonar a toda pastilla una canción del viejo Tom Jones.


—¿Tú sabes qué se celebra hoy?


Ella le mira con cara de no tener ni idea, ya les informarán.


Cuando llevan cinco metros a la espalda, comienzan a ser conscientes de que ellos son los agasajados. En la aldea les aprecian, saben de sus sacrificios, y simplemente quieren darles un par de horas de fiesta por sus bodas de oro.


Lloran emocionados y reciben algunos presentes, no son ricos, pero les agasajan con algunos detalles, aparte ofrecen una cena de picoteo informal en la que el colesterol y la sal son protagonistas obligados.


Han hablado con todos, bailado con todos, y regresan a casa con un bolso nuevo y dos batas ella, y él, con un nuevo monedero. Un elegante monedero de piel. Es piel de verdad, de la buena, se nota en el tacto y en la suavidad con la que abre el portamonedas.


Llegaron a casa abrumados y agotados, han hecho un despliegue de energía de la que no andan sobrados.


Al día siguiente, se levantan un poco más tarde de lo habitual, y deciden desayunar atendiendo la correspondencia que han recibido el día anterior. No entienden nada de la carta de la Seguridad Social, tiene algo que ver con el tiempo que Aurelia estuvo trabajando en Francia, pero a poco más llegan. El lenguaje de esas comunicaciones siempre es un críptico casi imposible sin la ayuda de un entendido.


Llaman al alcalde, para que pase por su domicilio cuando sea posible y les explique de qué va aquello. No les gusta, no les gusta nada esa carta.


El alcalde es un hombre de mediana edad, con piel morena curtida por el aire. De joven estudió para abogado, hasta que su padre descubrió que en seis años de estancia en Santiago no sólo no había acabado, sino que todavía estaba en segundo curso. El hombre se informó y no, no era lo habitual estar seis años para hacer apenas seis asignaturas. Regresó al pueblo con el hijo de las orejas, y haciéndole trabajar de sol a sol para recuperar el dinero invertido. Nadie dudaba de que el chico se lo había pasado en grande, pero lo cierto es que para estas cosas de las cartas del banco, los panfletos de la luz, los líos de hacienda, algo sabía, y todos los ancianos lo consideraban su hombre de confianza para estos menesteres. La que no les gustaba era su mujer, una tía cotilla que miraba a todos por encima del hombro pero que cagaba en cuclillas como los demás.

Luisa L.Cortiñas

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viernes, 20 de marzo de 2015

RECURSO DE QUEJA DE DON CELESTINO LÓPEZ PÉREZ, alcalde de Miniburguillos de Abajo al señor don CRISTÓBAL RICARDO MONTORO ROMERO, Ministro de Hacienda.



Advertencia:
  1. Aunque lo parezca, el título no es de un microcuento.
  2. Cualquier parecido con la realidad es puro delirio.

Esa mañana don Celestino, nuestro alcalde, entró en tromba en el bar con la carta en la mano.

—Aún no ha llegado el licenciado— le dije, y él me contestó que estaba harto del pueblo, qué había que ver, aún acababa de recibir la misiva y ya le habían parado cuatro parroquianos para darle las condolencias, ¡cuándo ni él sabía de qué iba aquello!

Una carta de Hacienda, en un pueblo de apenas mil habitantes en el que sólo  trajinaban en la economía legal cuarenta y ocho favoritos del cielo, era un secreto difícil de ocultar.

Lo que más parecía indignarle es que él era uno de ellos, uno de los elegidos para gobernar el mundo, o al menos aquel pueblo perdido entre prados y secarrales.

Hay que reconocer, que era un hombre honrado que se vestía por los pies.

El licenciado llegó a los pocos minutos, encendido como un árbol en el incendio de un bosque. Lo primero fue informar de que había venido en cuanto se había enterado. Sabía que para estos casos su ayuda podía ser de utilidad, no porque fuera licenciado en nada, pero veinte años de estancia en la capital, en el pueblo era todo un currículum. Cuando hubo estudiado el tema concluyó:

—Usted, don Celestino, no se preocupe. Vamos a presentar un recurso.

—¡Lo qué vale este chico! — exclamaba repetidamente el alcalde, llevando las manos a la bombilla que tenía por cabeza, demasiado pequeña para aquel cuerpo achaparrado que se extendía a lo ancho del espacio.

Después de muchas sugerencias, ideas, y amenazas la cosa quedó como sigue:

Estimado don Cristóbal, compañero de partido e ideales:
Efectivamente, en el ejercicio fiscal del dos mil catorce, no fueron declarados todos los ingresos por mí obtenidos. Tal como ustedes señalan, mis ingresos exactos fueron de setecientos cuarenta y siete euros más de los declarados.

ALEGACIONES

Desde las primeras elecciones de esta democracia soy afiliado al partido, primero AP, después PP, y desde entonces, soy una máquina de ganar comicios, el  noventa por ciento del pueblo me vota cada cuatro años. Como bien sabe, esta noble labor, me reporta trabajo pero ningún tipo de emolumento. Aquí, en el pueblo, tenemos tierra de sobra para construir, pero nadie que quiera hacerlo. Por tanto, a lo largo de estos años, no me he llevado ni una triste comisión, ni siquiera un sobrecito con cinco euros por parte de nuestros tesoreros ¡ninguno se acordó de los alcaldes de pueblo!

Los pluses que he obtenido el año anterior, se debieron a la venta extraordinaria de unos sacos de castañas. El año pasado tuvimos una cosecha buenísima, hemos sido la envidia de toda la comarca. Como le decía, las castañas eran tan hermosas, que un francés que pasaba por el pueblo se ofreció a comprarme la sobreproducción, a lo que accedí gustoso y halagado.

Pero don Cristóbal, no tenía yo afán de defraudarle a usted, ni al resto de españoles, sino de utilizarlo para pagar parte de la ortodoncia de mi nieta Cristina. ¡Si usted la viera! Tiene doce años, y es una de las mozas más guapas del pueblo, pero le han salido dientes como de tiburón, juntos y afilados como cristales rotos, y con unos pasadizos como no he visto a día de hoy en ninguna montaña. Ya sabe usted que estas cosas son caras, y mi hija y yerno van muy ajustaditos de dinero, y quise hacerles este regalo. Pero no sólo mi nieta se benefició de mi buena obra.

Fíjese, gracias a la ortodoncia, la dentista de la zona pudo llegar a fin de mes, siempre me lo dice:

—¡Ah don Celestino, si no fuera por los incisivos de su nieta no  hubiera podido pagar el alquiler!

Yo siempre le contesto, que se puede quedar una de las casas abandonadas del centro del pueblo. Pero ella es obstinada e insiste en que no tiene dinero para hacer las reparaciones necesarias. Sin que ella sepa, estamos haciendo una colecta de materiales, para arreglarla nosotros mismos, sin que ella tenga que pagar nada.

Como ve, el motor de este pequeño y humilde ayuntamiento, es el espíritu oenegé de sus habitantes, comenzando por mí, el Alcalde.

Sé, don Cristóbal, que es usted un ejemplo de honestidad y de buenas costumbres, y sobre todo un hombre bueno, le ruego disculpe el desliz.
 A cambio, le puedo ofrecer un par de sacos de castañas de la próxima cosecha. Un detallito.
Firmado.


Cuando el licenciado acabó de leer la misiva, la centena de parroquianos que habían llenado el local y alrededores, prorrumpieron en aplausos.

Todos los allí presentes comenzaron a sumarse a la petición del alcalde, y a firmar la carta.

Yo, como camarero oficial del bar más popular de la zona no podía negarme, aunque no estaba muy de acuerdo con que lo de oenegé se hubiera escrito de forma correcta, en cuyo caso, es muy posible, que no aceptasen la petición por no entenderla.

Luisa L. Cortiñas




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lunes, 16 de marzo de 2015

LA SOMBRA DE CHÁVEZ ES ALARGADA






La tradición de adornar nuestros cementerios con cipreses viene de antiguo, son árboles longevos que no necesitan especiales cuidados, cuyas raíces crecen firmes bajo tierra, sin temor de que sinuosas curvas y ramificaciones puedan incordiar a los finados.
Hay otros árboles más humanos, menos estilizados, menos tristes, menos silenciosos, árboles cuyas ramas se enredan, y cuyas raíces son un galimatias de circunstancias y hechos.
Cuando Hugo Chávez, en compañía de otros, intentó en el año 1992 arrebatarle el timón del país a Carlos Andrés Pérez, nada ni nadie podía preveer que el comandante sería uno de esos árboles extraños e imprescindibles, divisible sólo por sí mismo, un número primo, no en vano el destino quiso que fuese el presidente número 47. Pocas veces un sólo dirigente puso de los nervios a tanto felón que anda suelto por los gobiernos de tantos países. Algo tenía que estar haciendo necesariamente bien. Nadie irrita a tantos por agachar la cabeza.

En el devenir fatal y golpista de la historia de Latinoamerica, Chávez fue una corriente de aire fresco, una puerta abierta a la esperanza para los miles de menesterosos que ese mal llamado sistema capitalista deja a espuertas en la cuneta.

Una vez en el poder unas cosas le salieron bien, otras incluso mejor, y unas cuantitas mal; más menos en eso consiste la historia de un país. En cualquier caso la intención inicial era correcta: que todo el país se beneficiara en mayor o menor medida de las riquezas con las que les había dotado la geografía. Por otra parte, Chávez, como buen converso, diseñó una constitución en la que tienen cabida elecciones revocatorias, es decir, bajo unas determinadas condiciones (entiéndase un número de firmas) se pueden convocar elecciones anticipadas por petición popular. ¿Por qué no lo intenta la oposición de esta manera? ¡Ah! Ya lo intentaron, perdieron y no olvidarán nunca su humillación, sus corazones de hierro no soportarían un segundo fracaso.

Uno de los pilares que Chávez consideró fundamental para alejar a sus ciudadanos de la miseria fue la educación, y sus planes, justo es reconocerlo, tuvieron bastante éxito, recientemente la UNESCO, organización altamente subversiva y antisistema, ha declarado a Venezuela libre de analfabetismo y es el segundo país latinoamericano en número de universitarios. Él es la estela que otros dirigentes siguen.

Mientras Chávez, como una hormiga, iba bajando la tasa de desempleo de su país y escolarizando a niños que acudían gustosos a las aulas aunque sólo fuese por comer caliente; en esta España nuestra, tan demócrata de toda la vida, el paro subía más que los espumosos, los pobres se multiplicaban como cucarachas, y muchos colegios rogaban y suplican por abrir sus comedores durante el verano y los fines de semana para que muchos niños puedan alimentarse de forma correcta.

Vamos a ser buenos.
Aceptaremos pulpo como animal de compañía, a Rajoy como un gran estadista internacional, y a Venezuela como dictadura, hay que reconocer que la tercera acepción es rara, rara, rerara.

Si uno introduce en San Google ¿cada cuanto tiempo se celebran elecciones en Venezuela? Éste, que todo lo sabe, contesta, y así nos enteramos de los presidentes van cada seis años, los diputados cada cinco, y los alcaldes cada cuatro. Curiosa dictadura esa que se hincha a votar, y en la que además participa un 78,71 % de la población llamada a urnas.

En los últimos tiempos, inundan los telediarios de las cadenas de TV españolas, la mudez a la que se ve sometida la oposición venezolana, curiosamente los españoles sólo conocemos esa oposición, con lo cual el sentido común me hace suponer que la oposición no es tan pobre ni tan muda. En cuanto a la prensa escrita, salvo Panorama, el resto de periódicos de largo recorrido son privados: El Universal (capital español), Últimas noticias, El Nacional... Ganan por goleada los medios de propiedad privada.

Pero dejemos los datos, que aburren (y tengo que buscarlos, que haberlos hay) y vamos al sentido común que tanto escasea.

Bien mirado ¡Menuda dictadura de mierda la de Maduro! Los ciudadanos votan. Los opositores golpistas, en algunos casos, acaban de alcaldes de las ciudades más importantes del país. Las señoras de esos opositores salen y entran de esa frontera como pedro por su casa, y son recibidas por los dirigentes europeos, especialmente españoles, como si fueran lideres de una banda de rock.

¿No me digan ustedes que no es una dictadura rara?

Lo más extraordinario, es que la sombra de Chávez, más larga y longeva que la de los cipreses, y sus previsiones políticas, tienen un alcance infinito. Cuentan los demócratas de toda la vida que antes de morir, en el más absoluto de los silencios (él que sólo calló cuando muerto) fundó Podemos. Eso es tener visión de futuro, lo demás ya si eso.

Por último, el casi negro de la kelly blanca con Maduro se ha atrevido a hacer lo que no tuvo valor cuando Chávez mandaba, declarar a Venezuela una amenaza para su seguridad (hay que tener en cuanta que las directivas de Gene Sharp no le han funcionado muy bien con este país).
Si yo fuera dictadora, nunca, jamás, hubiera vendido gasóleo barato a los pobres de Boston ¡qué cada capitalista aguante la miseria de los suyos!
Me estoy dando cuenta de que yo como dictadora sería terrible, Chávez y Maduro, sin duda, son bastante mejores personas que yo.

PD: Si alguien ha tenido la paciencia de llegar hasta el final de este escrito se preguntara que hago publicando esto, cuando ayer se publicó este otro artículo altamente recomendable.
La respuesta es sencilla, tenía el artículo a medias desde hace quince días. ¡En fin!
Luisa L. Cortiñas


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viernes, 13 de marzo de 2015

LA DIOSA DE LA VENGANZA




La diosa de la venganza

Yo no aprendí a leer, no por ser mujer, a finales del XVI cuando nací, era una actividad poco común también para los hombres.

Sí conocía bien el olor del aceite de linaza y la trementina, también los tonos rutilantes de la azurita, del rojo carmín, el oropimente, y el tierra verde.

Mi padre, Orazio, me enseñó los secretos de las sombras y las luces, y yo quedé allí atrapada como mosca en tela de araña, perdida entre ricos ropajes de mujeres poderosas y altivas.

Pero ustedes saben la verdad, ustedes conocen de buena mano lo vulnerables que somos las mujeres a los halagos y las mentiras, sobre todo cuando provienen de seductores experimentados.

Cuando mi padre ya no podía enseñarme más, y las academias pictóricas no me admitían en sus filas por ser mujer, decidió dejarme en manos de Agosto Tassi, un don Juan casado, cómo bien supe después, que tras violarme y ultrajar mi honor no quería pagar las consecuencias. Me dejé torturar por médicos y legulellos de diverso pelaje, esperando que él recibiera justo castigo. Fue desterrado, pero eso nunca fue suficiente pago para la constante humillación sufrida con diversos artilugios de tortura médica ¡espero hayan evolucionado!

Después del teatro judicial, mi padre preparó un matrimonio rápido con un hombre de bien, para reponer mi honor lo antes posible. Me trasladé a Florencia e inicié una nueva vida, pero una no olvida fácilmente.

Así fue como un día, una vez me topé con la historia de Judith, una gran mujer, decidí comprar un lienzo grande; casi dos metros de alto por metro sesenta y dos de ancho, a su lado yo me sentía una hormiga armada de color y pinceles, y tramé mi venganza. Premeditación y alevosía, que diría un juez.

Decidí una composición triangular tanto pictóricamente como de personajes, ¿Cómo iba yo a olvidar a la señora Tassi? Mujer tan engañada y ultrajada como yo misma. Y entre sombras negras, las dos nos pusimos a la artística labor de decapitar al villano, yo empuñando la espada y deslizando el filo elegantemente y con firme pulso por su cuello, ella agarrando fuertemente su brazo para anular cualquier posible defensa. Cuando en las últimas pinceladas deje desparramar su sangre sobre el lujoso lecho blanco, sentí cómo el pecho se henchía de satisfacción, y las afrentas pasaban a ocupar otro lugar en mi memoria.

A partir de ahí, pude dedicarme a lo mío, pintar y vivir de lo pintado, algo poco habitual para una mujer en aquellos tiempos.

Por cierto, creo que no me he presentado, soy Artemisia, Artemisia Gentileschi, “la diosa de la venganza” para ustedes.
® Luisa L. Cortiñas




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viernes, 6 de marzo de 2015

EN EL PAÍS EN EL QUE SÓLO HA DIMITIDO DIOS A ERREJÓN LE INHABILITAN




España es diferente. ¡Y tanto!
España es el país en el que si compartes pupitre con cualquier pelanas que acabe subiendo alto como la espuma, tú, por acompañarle, puedes acabar dirigiendo una de las mayores entidades bancarias del país, aunque lo único que sepas del tema sea hacer un garabato muy mono para estampar en cartas importantes para gentes aún más importantes, y dar garbeos por medio mundo por una gachí de buen ver a la que duplicas años y triplicas arrugas. Y es que ya lo decía mi madre, las compañías lo son todo. Y muy a mi pesar, le tengo que dar la razón. Porque sí. Si el joven e ingenuo Iñigo Errejón en vez de dedicarse a ser el cerebro de un nuevo partido político con posibles, se hubiese afiliado a las juventudes del PP, sería el hermano listo de Nicolás.
Pero no, el muchacho se dedica a codearse con el lumpem revolucionario de este país, si por revolucionario entendemos pedir “pan, techo y trabajo para todos”, triada subversiva donde las haya, y que avergonzaría a la más recatada y reaccionaria de nuestras abuelas.
España es el país en el que en el reino del telemarketing triunfan los contratos verbales, ¿verbales? Se pueden preguntar algunos. Sí, verbales, te llaman hoy para ir esta tarde, sólo esta tarde, ya te volverán a llamar si te portas bien. Sí, te llaman hoy para ir un par de días, una semana, unas horas. Nunca se firma nada. Todo de palabra, como los antiguos, salvo que en vez de un apretón de manos, te dan un telefonazo, si estás bien y si no contestas tiran de la cadena para llamar al siguiente. 
Pues sí, en este país en el que se acepta pulpo como animal de compañía, y al señor Rajoy como ejemplo de decencia, hay que pedir permiso para trabajar y vivir en el pueblo de al lado cuando uno analiza estadísticas y datos, que no se obtienen precisamente en un laboratorio lleno de probetas y elementos químicos de nombres fascinantes.
España es el país en el uno puede dirigir un museo desde casa; puede ser asistente social de un importante Ayuntamiento y sólo acudir un día a la semana al lugar de trabajo para atender a los más desfavorecidos; dirigir el debate sobre el estado de la nación y jugar con la tableta, y que los más cool de tus compis defiendan tu derecho al juego durante las horas de trabajo; pero para realizar un trabajo llamado “La vivienda en Andalucía: diagnóstico, análisis y propuestas de políticas públicas para la desmercantilización de la vivienda” uno ha de estar en el despacho de la facultad de ocho a cinco, o de nueve a seis, o de... con una horita para comer.
En este país, yo tengo que aceptar que aquellos a los que se paga para solucionar problemas no sólo no lo hagan, sino que los crean y además se ausentan constantemente de su puesto de trabajo (al último debate del estado de la nación me remito). Yo tengo que aceptar que hispanistas, sociólogos, economistas, y tropecientos especialistas más disfruten de contratos universitarios viviendo y trabajando donde les peta, excepto Errejón.
Si a él se le inhabilita, quiero la inhabilitación inmediata de todos los demás. YA van ustedes con mucho retraso, y quiero que se pongan manos a la obra. Voy a pensar que al chico "me le han cogido manía".
®Luisa L. Cortiñas



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UN FANTASMA CUARENTA GRADOS A LA SOMBRA




Un fantasma cuarenta grados a la sombra

El verano se estaba haciendo insoportable a fuerza de calor y aquellas misteriosas “muertes hoteleras”.

Desde el mes de junio, llevaban contabilizados más de treinta, para concretar llevaban treinta y dos. La mayoría alemanes. La mayoría no, todos menos uno.

Caían como chinches en aquellos mastodónticos hoteles del todo incluido, en los que decían que  nunca pasaba nada, aparte de alguna disputa doméstica y algún idiota tirándose a la piscina desde un balcón.

Los hoteleros, comenzaban a cansarse de tener que bascular entre las anulaciones de las reservas germanas, y la voracidad de la demanda británica atraída como un imán por aquella ruleta rusa, que aquel verano no dejaba de girar, mientras contemplaban con pavor cómo la parte de la plantilla contratada con un apretón de manos, desaparecía como por ensalmo o exigía su inmediata contratación legal. 

La policía estaba agotada. Llevaban casi un par de meses de pueblo en pueblo, de hotel en hotel, sin obtener ningún resultado positivo. Todos eran iguales.
Hoteles de costa atestados de guiris más rojos que cangrejos.
Cientos de empleados en todos ellos, hojas y hojas de control que llevaban a cabo, con minuciosidad, implacables dóberman que al final no controlaban nada.
Interrogatorio tras interrogatorio siempre obtenían las mismas respuestas.

“Normal”.
“Felices”.
“Educados”.
“Mataban el día en la piscina”.
“No salían de nuestras instalaciones”.
“Nunca alquilaban coches”.
“Sólo cuando llovía hacían turismo”.

Idénticas cantinelas una y otra vez.
Uno no sabía a ciencia cierta si estaban de vacaciones o de prisión voluntaria junto al mar.


Los especialistas en crímenes en serie, media docena en todo el país, llenaban las comisarias a las que eran invitados para alivio de las fuerzas locales, e inundaban éstas con un profesional tablón de corcho, en el que exponían, sin pudor, fotos de las familias asesinadas, a las que se les añadía lugar y hora de defunción.
La primera víctima fue un clan de seis miembros: padres, un par de adolescentes invadidos de granos, y dos gemelos tan iguales, que vivos, no podían ser otra cosa que una pesadilla.
Ninguna relación con los siguientes finados.
Los expertos policiales, odiaban tener que permanecer horas y horas en los inmensos hoteles, que amablemente habilitaban pequeños cuartitos discretos, de habitual trasteros, que convertían para la ocasión en  improvisadas salas de interrogatorio desprovistas de cualquier comodidad.
A los diez minutos de empezar la jornada indagatoria, el sudor bajaba alegre por las axilas, buscando hueco hasta aposentarse en la cintura, si antes no había topado un trozo de tela que comenzar a pegar al cuerpo.
A media mañana salían agotados, las camisas pegadas. Todos llevaban unas cuantas de repuesto, decía el capitán que había que dar buena imagen. Cada dos horas interrumpían sus labores para asearse con toallitas infantiles, desprender camisa, sustituirla por otra impecable, y tirar con desidia otro medio frasco de colonia.
Los laboratorios siempre daban la misma respuesta. Veneno. Cianuro. Fácil de conseguir y efectivo.
Con los primeros muertos, se ocuparon de forma insistente en el personal de cocina y camareros, manipuladores habituales de alimentos. Registraron de forma exhaustiva las viviendas de los que vivían fuera del hotel, y las habitaciones de los que habitaban las tripas del monstruo veraniego.
El resto de personal era preguntado de forma rutinaria, sin prestar demasiada atención. Los datos señalaban la comida como fuente de envenenamiento. Eso sí, en las fuentes calientes o frías del hotel, nunca encontraron restos.
En la prensa, llevaban dos semanas acusándoles de actuar con desidia.  Eran muertes sin sentido alguno, no había ingentes cantidades de dinero de por medio, ni vengar graves agravios pasados. Tampoco se trataba de gente importante, obreros cualificados de la industria germana, ninguna profesión liberal, ningún especial talento. La historiografía que enviaban las fuerzas de seguridad alemanas, tampoco aclaraban nada. Estaban ante el más absoluto de los vacíos.
Llegaron a la conclusión, asesorados por un profesional grupo de psicólogos cualificados, que el asesino era mujer, y que sólo actuaba por el placer de hacer daño.
Hicieron interminables listas de empleados fijos, discontinuos, temporales, esporádicos, anotaron hijos y pérdidas, viajes al extranjero, aventuras extramatrimoniales, pero estaban como el primer día. Buscando un fantasma a cuarenta grados a la sombra.


A las once y cuarto de aquella mañana entró una mujer para ser interrogada, rubia, ojos castaños y como todas las camareras de piso, con cara de tener prisa. Aquellas mujeres siempre tenían prisa.  
–La conozco usted de algo?  preguntó el inspector con ojos de cansancio.
–Creo que no –contestó la rubia arrastrando la erre por los pelos.
–¿Española?
– Lo puede ver en mi DNI.
–Tiene usted un extraño acento.
–Hay letras que no pronuncio bien. Me pasa desde pequeña.
El inspector se quedó mudo, la miró fijamente unos segundos y después bajó la mirada al suelo, su cabeza ya no iba tan rápido como a primera hora de la mañana. De forma mecánica inició la batería de preguntas.

Las respuestas que daba la mujer eran las de siempre, las que ya estaba harto de oír, “no, no les conocía”, “son todos iguales, llegan blancos y se van poniendo rojos”, “se el tiempo que llevan por el tono que su piel adquiere” y cosas del tipo. Su cara le sonaba, pero eran tantos los rostros que había visto en los últimos tiempos, que todos comenzaban a parecer el mismo.


Elsa Martínez salió de allí aliviada. Al otro lado de la puerta no había nadie que pudiera leer la alegría que desprendían sus ojos, ni aquella sonrisa de triunfo. Poco había faltado. Pero aguantó bien el tipo cuando negó conocerle.
Hubiera sido un verdadero inconveniente que la hubiese reconocido, que hubiese insistido en su conocimiento previo. ¡Entre tantos rostros que debía de haber visto en aquel tiempo!
Ella sí se había fijado en él. Era la segunda vez que la interrogaba, aunque en la primera ocasión se llamaba Cristina, y su cabello era castaño.
Tendrá que dejarlo de momento, pensó para sus adentros. En realidad, había salido todo tan bien que había superado ampliamente sus objetivos.
Aunque adquirió veneno para aniquilar a un ejército, lo cierto es que sólo pensaba aplicar el tratamiento a un par de familias, para que aprendieran lo que era el miedo. Claro, que ellos el miedo podían evitarlo, en vez visitar España podían decidir ir a cualquier otro país.
Pero una vez comenzó la tarea, no pudo evitar continuar la misión.
Deshacerse de a pocos de aquellos animales transparentes y crueles le estaba proporcionando un placer desconocido hasta entonces.
Cada día estaba más convencida de que la muerte había pasado a  ser algo secundario, la diversión se la proporcionaba la preparación, la aleatoriedad, y sobretodo el revuelo que se montaba con cada nuevo crimen.
  
Las carreras, los chillidos, las bocas abiertas y horrorizadas, las mujeres que aplastaban las dos manos contra el rostro y conseguían sacarse ojos de lechuza, incluso aquella filipina que tenía los ojos como dos líneas consiguió tener ojos besugos y sanguinolentos, los hombre con rostro demudado y mirada con brillo. Adoraba las frases tópicas y huecas, y enjugaba con gusto las lágrimas que muchas vertían a raudales colocándolas a un paso de la deshidratación. Cada día le gustaba más aquella solidaridad vacía en la que ella participaba activamente, pasando el brazo por el hombro del compungido, o acariciando la cintura de alguna compañera inconsolable.
Era increíble lo bien que le estaba sentando matar, desde que comenzó había vuelto a la vida.
Su contrato finalizaba mañana. El encargado no le había dicho nada, pero no le interesaba renovar. A pesar de haber salido airosa del interrogatorio de hoy, acababa de sentir el aliento de los sabuesos bordeándole el cogote.
Era buen momento para encontrar trabajo en cualquier otro lugar. Con sus crímenes, los ilegales desaparecían como por ensalmo, y hasta que fueran conscientes del cese de los asesinatos, no buscarían curro. Menos competencia.

Esto iba pensando Elsa mientras se dirigía a la habitación que ocupaba en la zona de empleados, un pasillo estrecho y largo, escondido en el corazón del mastodonte.   
Entró en la ducha. Camiseta y short. Hacer equipaje antes de comunicar al encargado que se iba, que había encontrado otra cosa. Ella era una buena camarera de pisos, en cualquier lugar sería apreciada. Mañana sería su último día en el establecimiento.
Antes de cerrar la maleta, lo último en ser depositado fue la foto, la foto de Micaela, la frágil Micaela.
No pudo evitar levantarse, y sentarse en la butaca que tenía junto a la ventana que daba a un patio interior, que los empleados utilizaban para fumar o tomar un respiro. En aquel momento no había nadie.

La foto la hicieron en el zoo, dos meses antes de su muerte fulgurante. En aquella sonrisa se la veía llena de vida, no se vislumbraba la enfermedad que la iba corroyendo por dentro.
Mientras Micaela soñaba con viajar a un país africano para arrancar a los niños de las garras del hambre, la enfermedad la iba comiendo hacia el colapso. No fumaba. No bebía. Tenía doce años y el mundo a sus pies. A veces ocurría, dijeron. No podían hacer nada.
Pero todo era mentira, en la mesa de la sala de espera del psiquiatra estaba la solución. Decían que los alemanes habían encontrado el remedio, eso decía aquella revista llena de fotos de señores con bata blanca y cara de saberlo todo, pero ella nunca habría podido pagar aquel tratamiento. Experimental decían. Pero ella no lo podría pagar nunca. Ni viviendo cinco vidas podría pagarlo.
Si su niña no había podido vivir, había decidido que ellos tampoco. Deberían de darle las gracias por hacerles desaparecer a todos juntos, evitando el inmenso dolor de las pérdidas de los más cercanos.
Debía reconocer, que la primera vez la asaltaron algunos remordimientos, aún hoy, no había podido olvidar los azules ojos de los gemelos, pero recordar a Micaela ponía todo en su lugar, y cualquier atisbo de debilidad era llamado al orden.
Guardó la foto.
Se echo a reír. Bajaría a comunicar su adiós.
Después iría a la playa, la hermosa playa que esos insípidos abandonaban a las siete y media de la tarde cuando el sol aun no había despedido el día. Escarbaría entre las rocas como otras veces, y esparciría en el mar los restos del delito.

® Luisa L. Cortiñas


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