viernes, 6 de enero de 2017

El deshauciadito


Me he sentido generosa. Dejo un nuevo relato ya publicado en el conjunto de ídem "Semana de prodigios".

http://www.bubok.es/libros/237797/Semana-de-prodigios





El desahuciadito

Seguía sin creer que le hubiera podido pasar esto.
Eran los últimos minutos que pasaría, al menos por un tiempo, en la que siempre había sido su casa.
La casa de los padres de sus padres, la casa que había pasado de primogénito a primogénito, su casa. Alegrías, tristezas, nacimientos, muertes, victorias, aquel vetusto edificio en la mitad del margen derecho del paseo del Prado, escondía gran parte de los secretos de  familia. El abuelo, que en paz descanse, se asomaba al balcón y moviendo mucho las manos decía, “a un minuto de todo, a dos del Ritz, a tres del cielo”. Ese cielo que él había tocado con las manos cuando le preguntaron, ¿qué te parece? ¡Pues qué le iba a parecer! Ministro, y no de cualquier cosa, de economía, él era el designado para capitanear una recuperación económica en tiempo récord, la envidia de sus amigos. A los  enemigos les tocaba besar su trasero con devoción, en los próximos años sería el rey en aquella tribu de elegidos. Cerró la puerta tras sí, y decidió comenzar su visita por la zona de servicio, mientras pensaba que él, al fin y al cabo, no era uno de esos arrogantes desarrapados que perdía la casa por no poder pagar: ¡ilusos! Tampoco era uno de esos jugadores de póker que lo pierden todo en apuestas que siempre gana la banca. La casa seguía siendo suya, sólo suya, aunque por un tiempo debía abandonarla. A su puerta no había antidisturbios, ni hadas, ni acólitos de Colau luciendo camisetas y voceando consignas, sólo trajeados con pinganillo. ¿No querían esos zarrapastrosos la igualdad? Pues deberían defenderle como hacen con los vagos y menesterosos. A esos les iba enseñar él lo que era ganarse el pan. Vicio, ya lo decía su padre, esos pobres sólo tienen vicios. Suspiró y pensó que sigue sin hacerle ni pizca de gracia tener que vivir en las afueras. Aún recuerda el día que don Pepe, el portero, tan ceremonial como de costumbre, le había llamado al cubículo en el que consumía sus días:
—No me gusta ser yo quien le tenga que entregar a usted esta comunicación, ya lo sabe usted don Álvaro —decía compungido su leal servidor.
Había sido el hippie del segundo y el advenedizo del cuarto. Seguro. ¡Cenizos envidiosos!
Llegó al final del pasillo de servicio, a mano derecha el cuarto de la empleada interna, pequeño, sencillo, limpio; al lado izquierdo, el que en su infancia había sido el cuarto de costura, ahora convertido en un frío, blanco y funcional cuarto de plancha. En los viejos tiempos, ese pequeño cuarto había sido el centro de la casa, recordaba todavía el olor de tela y el enredar de hilos, era el reino de Martina y su Singer. Todos los lunes y jueves, la espigada Martina, cosía etiquetas con los nombres de la familia a las ropas, confeccionaba abrigos estilo inglés que ya habían sobrevivido un par de infancias, pantalones con raya, camisas. Sonríe al recordarla, padre decía que “había huido de un Romero de Torres”, el miraba su ropa siempre impecable, sus ojos siempre serenos, y nunca encontró rastro de que hubiera escapado de ningún sitio. Años más tarde comprendió lo que quería decir. Recordó la foto antigua en la que salen los niños rodeando a Martina, la bella y dulce Martina. ¿Dónde estará? Él fue un precioso querubín de rizos rubios y ojos castaños que miraban a la cámara limpios, ahora era un gordinflón bajito entrado en años, casi sin pelo, al que el tiempo había robado la mirada. Los otros cuartos de esa ala de la casa no tenían mucha historia, cuartos ocasionales de niñeras y niños.
Al final del pasillo del ala de servicio, la puerta que conduce a la gran cocina office. Su señora se había empeñado en modernizarla, sólo sobrevivió el viejo suelo hidráulico azul y gris lleno de filigranas en plata, y aquella mesa de mármol que varias generaciones de los Salcedo habían disfrutado. Meriendas de chocolate y churros, orquestas fantásticas sin ritmo ni armonía sólo cucharas y cacerolas golpeando el mármol incansables, carreras que finalizaban en las faldas del uniforme de Carmen, la niñera. La despensa, oscura y fresca, lugar al que acudían para  robar bollos recién hechos.
Abrió la gran puerta abatible que conduce a la parte noble, las habitaciones de los niños llenas de color, ya no quedaba nada de su infancia; entró en el comedor, los muebles cubiertos de arriba abajo con grandes fundas blancas, le inundó la tristeza al comprobar que parecía una convención de fantasmas; la sala de estar donde había pasado tan buenos momentos y su despacho biblioteca, donde habían nacido esos conocimientos que le habían conducido tan y tan lejos, eran velatorios.
Quitó las fundas que con tanto mimo habían puesto en los muebles de su despacho, sólo suyo, todos tenían prohibida la entrada, era su reino, ¡ya mandaría a alguien para volver a cubrirlo! Acarició la mesa de castaño que había superado tantas inclemencias, rozó el lomo de aquellos libros que tanto amaba, al nuevo domicilio no quería llevarse nada, le gustaba imaginar que le esperarían ansiosos para que volviera con mimo a acariciar sus cubiertas y a airear sus hojas, el día de su regreso le recibirían con tanto alborozo que la dolorosa separación habría merecido en la pena.
Se sentó en el sillón, su sillón, lo único realmente moderno que había en el despacho, apoyó la cabeza sobre los hombros y rememoró por enésima vez los últimos acontecimientos…
Muy sr. Nuestro
… Sabe usted que somos gente discreta… tenemos hijos adolescentes… no es posible que cualquier visita se convierta en un registro, DNI, autorización para subir al domicilio indicado… resta intimidad… nuestros amigos no quieren venir… le rogamos que mientras ostente usted un cargo público tan relevante abandone el domicilio…
Según su señora, parece ser, que a la madre del advenedizo le registraron el bolso, y que su rostro, de habitual blanco cristalino se fue tornando púrpura y fuego. Ese es el momento en el que debió de  comenzar su desgracia. Un exceso de celo por parte de los subcontratados esos. Ciertamente, no podía uno rodearse de pobres desarrapados y esperar que hagan su trabajo con mesura. Esa canalla mata por morder un hueso de perro, se matan por esa mierda de trabajo.
El hippie se habrá sumado a la campaña más contento que unas castañuelas,  siempre le mira mal el zarrapastroso ése, será el cuarto hombre más rico de España pero Gaudí a su lado era un dandi. Los empresarios éstos de ahora ya no son como los de antes, ni tienen educación, ni elegancia, ni abolengo.
Cuando todo acabe, mi casa continuará aquí. Abrió el primer cajón de la mesa de su despacho y cogió la moneda trucada que heredó de su tatarabuelo, realmente había venido a buscarla. La miró por las dos caras para comprobar que continuaba siendo la misma, y rió ¡en pleno siglo XXI y todavía nadie le había pillado! Una obra maestra de la orfebrería.
Miró el reloj, llevaba hora y media despidiéndose de la que hasta ahora había sido su casa. Guardó la moneda en su bolsillo, llamó al ascensor, bajó, y se dirigió a la portería.
—Don Pepe, ya me voy, tome usted las llaves y dígale a su señora que cuando le sea posible suba y coloque las fundas en los muebles del despacho.
—Por supuesto, don Álvaro. Aquí estamos para lo que ustedes necesiten. Les vamos a echar de menos.
Ambos hombres se dieron un abrazo tan distante como la ganancia mensual que les separaba.
A la puerta, los trajeados del pinganillo daban orden al chófer para que recogiera al señor. Cuando éste llegó, le abrieron la puerta del mercedes blindado sin ceremonia.
—Buenas tardes señor, ¿qué tal ha ido?
—Bien, todo bien —contesta don Álvaro—. Ya ve usted Manuel, diez años intentando desalojar a las prostitutas de la calle y soy yo el que me voy. ¡Cosas veredes, Sancho! ¡Cosas veredes!
—Usted disculpe  —el chófer carraspea— ¿qué va a pasar con la “señorita”?
—Ya está solucionado, tengo alquilado un pequeño apartamento. Con peluca y gafas de pasta he comprobado que no me reconocen. También es cierto que tendré menos tiempo libre, en cualquier caso, en casa nadie me echará de menos.
—Tenga usted cuidado, mire lo que ha pasado con Hollande.
—Gracias por el aviso. Usted y yo ¿veinte años juntos? ¿No?
—Día arriba, día abajo.
—No hay peligro, no creo que a mí señora le importen mis escarceos.
—¿Sospecha que ella pudiera estar ocupada? —pregunta pícaro
—¡Con lo malencarada que es! ¿Y ése carácter? Usted la conoce tanto como yo y ya sabe cómo se las gasta. ¡No se aguanta ni ella!
—En los últimos tiempos la conozco quizá, un poco más que usted señor.
—¡Puag! —responde don Álvaro haciendo un gesto despectivo con la mano, cuando su señora anda por medio, el asunto no merece la pena.
Abre el maletín, y revisa la agenda. Hasta mañana ninguna obligación requiere su presencia. En un pos-it anota una dirección.
—Manuel, cambio de planes, voy con la señorita. Aquí tiene la dirección —dice extendiendo el papel hacia su chófer.
—Hoy todos noche libre —responde éste con una sonrisa de oreja a oreja, mientras don Álvaro prepara los artilugios básicos de su disfraz y llama a casa, para informar, que asuntos importantes le mantendrán muy ocupado. 

© Luisa L. Cortiñas