viernes, 14 de julio de 2017

OJO DE PEZ








Ojo de pez (1)
No había nada que jodiera más a un lector empedernido como él que dejar un libro a medio acabar. Lo posó sobre la esquina libre de la mesa, entrecerró las persianas y activó el desvío de llamadas.
Desde que había puesto un an(1)uncio en la prensa local: “Investigador privado Eulalio Rota. Eficacia y discreción”, aquél era el primer encargo que recibía. No tuvo nada que pensar para aceptar de forma inmediata, los ahorros sin ingresos le consumían en progresión geométrica.
Debía localizar a una mujer llamada Elena y ejercer de albacea niñero: un tal Søren Sørensen, patrón del cobre, la había hecho heredera de su discreta fortuna. En la documentación que facilitaron nada apuntaba al parentesco entre el modesto empresario, y aquella joven conocida entre el lumpen como estufita.  
Decidió viajar a Madrid en tren, el coche era un incordio en la capital.
La misión se enredó desde el primer momento. La mujer se deslizaba en los bajos fondos como una serpiente. En una semana, había obtenido una única pista a través de un antiguo compañero de piso al que la mujer había dejado un buen pufo, y la certeza, de que por suerte para ambos, no era carne de cunda. Desvelar el motivo de búsqueda, en aquellos ambientes, hubiera sido una imprudencia imperdonable. Labios sellados. La herencia corría con los gastos.
El azar, puta que siempre estaba al final de los caminos según su viejo profesor de criminalística, quiso que un policía local, antiguo compañero de instituto, se topase con el detective, y le facilitase a este no solo una descripción de la muchacha, sino también lugar y horas en las que era probable encontrarla. Una habitual de la comisaría de centro. Cada una tenía los suyos.
Conocía la plaza Tirso de Molina como la palma de su mano. A plena luz del día, entre los entresijos de hormigón, hallaban cobijo parias de diverso pelaje. Localizó una buena ubicación para la espera, siguiendo la máxima de que en cualquier lugar se podía encontrar una atalaya desde la que observar sin ser observado.
La delató más el miedo en los ojos y los movimientos de cabeza buscando sin saber aquello qué rehuía, que su cabello cobrizo. Eulalio abandonó la terraza en la que tomaba un vino y simulaba leer el periódico. Siguió a la muchacha, quien se había acomodado en el suelo, tras una jardinera que la ocultaba de los habitantes del parque. Cuando se percató de que tenía un hombre a dos palmos, juntó las manos ante el rostro para evitar el golpe. No era el caso. Él así se lo hizo saber, pero la joven mugrienta parecía no entenderlo. “Elena, ¿eres Elena Expósito Martínez?” preguntó. Estaba más asustada que un gato casero abandonado en una gasolinera. Al menos, no parecía dispuesta a chillar. Suspiró aliviado, una mujer gritando podía suponer cuarenta y ocho horas de calabozo. Decidió ponerse a la altura, se sentó a su lado y le habló en susurros hasta que ella decidió salir del ensimismamiento y acompañarle al hotel.
Elena, por su parte, pensó que dormir en una cama estaría bien, el hombre no parecía un mal tipo. Le daban más confianza sus ojos y gestos que el traje caro que llevaba. De todas formas, nadie la esperaba.
Cuando llegaron a destino “Todo ocupado” rezaba un cartel. No había problema con la señorita, la habitación era doble y sólo necesitaban su D.N.I. Subieron en silencio. Él introdujo la tarjeta y la mandó pasar, ella obedeció con premura y disfrutando de un gesto que sólo había visto en películas antiguas. Le preguntó si podía ducharse, y dijo en alto para sí, que no tenía ropa de cambio, del último desahucio solo pudo salvar la mochila.
Eulalio decidió ir de compras. Ante el desconocimiento de los tallajes adecuados por parte de ella, tuvo que calcularlos él. Hasta aquel momento no se había percatado de lo escuálida que estaba, y lo desvalida que parecía. La dejó preparando el baño. Tenía que confiar. Nunca viajaba con nada de valor.
Regresó un par de horas más tarde con dos bolsas de trapos. La habitación estaba bañada en vaho y ruido mecánico. Ella estaba en albornoz, tirada en una de las camas veía en la tele una comedia estúpida con risas enlatadas. Aseada y con el cabello suelto, semejaba una criatura salvaje y sobrenatural.
La ropa le iba perfecta. Sobraba el jersey. “Yo siempre tengo calor”, le dijo. Ofreció la mano al detective como prueba, cuando él correspondió el gesto se apartó asustado. Nunca había sentido un fuego semejante, entraba por las uñas, ardía en las venas, y los pies desprendían la humareda de un cohete, solo la fuerza de la gravedad le impedía alzar el vuelo. Elena le contó que durante años había sido el conejillo de indias de unos laboratorios. No encontraron explicación científica ni mística para tanto grado corporal por encima de la fiebre, a lo que había que añadir que no pagaban. Su madre decidió que de orgullo por ayudar al progreso no se vivía, y abandonaron sin nostalgia aquella actividad estéril.
Decidieron cenar en el cuarto, había sido un día largo. La ensalada desaparecía en un silencio cómodo para ambos; a él le frenaba la ausencia de preguntas; a ella la devoraba el miedo a las respuestas. Era admirable la adaptación de aquella mujer a las circunstancias, otra, le estaría acribillando con conjeturas descabelladas. Debía ser de ese tipo de personas que disfrutaban lo que la vida les ofrecía sin más. Según contó, llevaba un par de meses en la calle, ropa limpia, comida y baño superaban sus expectativas.
Los postres serían el momento propicio para informar a la joven de aquella pirueta del destino. Ante un par de flanes con nata, facilitó la información sin ceremonias.
“Entonces ¿soy rica?”, preguntaba ilusionada. Él contestó la verdad, “rica no, unos miles de coronas y una casa en una céntrica calle de Copenhague”. Ella le hizo prometer que no eran deudas. Él lo juró, con Baco de testigo, sobre la carta de bebidas. Desconocía a su benefactor. Eulalio, como favor personal, se ofreció a investigar los lazos que les unían. Ambos morían de curiosidad.
Al día siguiente tomaron un taxi al aeropuerto, un par de horas de espera y tres y media de vuelo aguardaban. Ella no dejaba de retorcerse las manos. Confesó que nunca había volado. Él le aseguró que era una buena experiencia y le compró en Relay una guía de la ciudad. Ella no tenía un libro en sus manos desde… ¡ni se acordaba! Se limitó a mirar las fotos. Llamaron al pasaje. Vuelo sin incidencias.
Copenhague les recibió gris y llanto. Un coche con chófer les aguardaba.
Las calles que atravesaban rezumaban color y orden, y en la que el chófer les mandó bajar, tiempo. “Ésa es” dijo el hombre señalando la casona de enfrente. Ella quedó muda, y cuando el coche se fue, permaneció hipnotizada en la acera contemplando aquello que decían era suyo.
Era la casa más bonita de la calle. Sobresalía no sólo por su hermosura, sino  que invadía un buen trecho de acera. Tenía una escalinata que la recorría de extremo a extremo. Su fachada combinaba los colores tostado y verde cobalto, y unas filigranas color cobre acababan todos los remates y ornamentos. Era sobria y a la vez una fantasía. Mansión con tres plantas con torre adosada de dos. La casa saludaba con tres altas puertas acristaladas. La primera planta tenía forma de barco invertido, con dos ventanas ovaladas y tres cuadradas en el centro. La segunda era el puente de mando y en el centro lucía un enorme ojo de pez. Imaginó que desde allí se podía dominar el mundo. Le gustaban las borlas del tejado. No podía dejar de mirarlas. Eulalio le dijo que hacía frío, que era mejor subir. Ella posó una mano sobre las suyas para darle calor, él la quiso retirar rápido para no quemarse, pero lo hizo lento para no ofenderla. Los pies le ardían en los zapatos. Cruzaron la calle.
Como el primer día, él abrió la puerta y la invitó a entrar. El vestíbulo era inmenso, ella pensó que incluso vacío, uno se podía perder. El centro lo ocupaba una hermosa escalera de mármol con barandilla de forja y pasamanos de madera, que se retorcía a la izquierda como una cobra de caza. El suelo estaba cubierto por una imponente alfombra, ella se descalzó, y bajo sus pies, se convirtió en un manto de hierba fresca. Echó a correr hacia los peldaños. En el descansillo reposaba un piano de cola. Levantó la tapa con la mano derecha, con la izquierda tocó una combinación de teclas. Sonó bien. “No, nunca había estudiado piano, ni nada”. Nunca había estudiado nada pensó. Todo lo que sabía lo había aprendido haciendo crucigramas, la capital de Dinamarca y el símbolo del cobre. El barco invertido era magnífico, pasillo lleno de farolas de latón, salón, cocina, tres habitaciones, una con baño y vistas a un patio interior en el que crecían árboles que no reconocía. Recorrió todas las estancias tres, cuatro veces, y finalmente posó la mochila en la cama de su gran habitación completa. Suya. Sacó dos portarretratos. Según dijo, el chico era fruto del aburrimiento carcelario, la niña producto de los abusos de su padrastro. “Había heredado los ojos del batracio”, dijo. Su madre les pilló y ella se fue con su niño y el regalo. Él deseó que pudiera reunir a su familia. Ella descartó esa idea de inmediato. Sacó un sobre a modo de explicación. Ordenó a Eulalio que leyera, ahorrarían tiempo y explicaciones. No se estaba inventando nada la mujer. El contenido era un informe con el sello de asuntos sociales. Las declaraciones de aquella criatura mataban cualquier resquicio de felicidad conjunta. Era triste hablar así de una madre. Era horrible ser ese niño. Ella contó que desde hacía un año le veía gracias a unos prismáticos que robó en el Media. Era experta en pequeños hurtos, en los grandes la habían pillado y la prisión no le agradaba, pero ya no tomaba nada que no recetase un médico. La niña era demasiado pequeña para rechazarla. Él pensó que aquella mujer llevaba años sin respiro, sin un resquicio por el que huir. Volvió a mirar las fotos. “Chicos guapos”, le dijo. “Gracias”, contestó ella.
Él no tenía descendencia, no se sintió quien para juzgarla.
Llegó la hora de revisar cuentas y velar por el futuro. Ella pensó en la posibilidad de trabajar, hasta percatarse que poco o nada sabía hacer. Dados los gastos que ocasionaba mensualmente el caserón, era conveniente alquilar la planta baja, codiciada por varias firmas de lujo generosas siempre con las buenas ubicaciones.
Cuando Eulalio abandonó Copenhague la dejó instalada y arrendadora de local a Louis Vuitton.
Elena se había olvidado de todo. En ocasiones, era tan feliz, que tenía miedo a diluirse como un azucarillo en leche hirviendo. La felicidad, concluyó, era algo tangible y proporcional al olvido.
Todas las tardes, tocaba unos minutos el piano, cada vez más minutos. Le decían que era una gran pianista “de oído”. Ella reía, y decía que “de mano”, “gran pianista de mano”. El frío de las teclas era el que la guiaba para ejecutar melodías, algunas las recordaba vagamente, otras era la primera vez que las escuchaba en su vida. En poco tiempo se convirtió en una atracción más de la tienda. Sus actuaciones, al carecer de horarios, provocaban que el establecimiento se hallara de bote en bote la mayor parte del día. Le aconsejaron contratar a un profesor, para alcanzar mayor virtuosismo. Lo rechazó. Sí aceptó fichar a un buen afinador. También le aconsejaron adoptar costumbres como horario y sueldo. Rehusó lo primero, aceptó de buen grado lo segundo. Así transcurrían sus días.
Por las noches la obsesionaba el ojo de pez, pero no había sido capaz de encontrar la llave que daba acceso a sus secretos. Cuando la asaltaba el insomnio, descendía la escalinata a tientas, y bajo la discreta luz de los probadores, buscaba las prendas más bellas para desfilar hasta el hartazgo ante los espejos que proliferaban por doquier. Si el sueño tardaba en llegar, subía al puente de mando, se sentaba frente a la estancia anhelada, y hablaba con ella, rogaba que la dejara entrar, suplicaba una clave, pero esta no obedecía nunca, y la cerradura cada día aumentaba su sonrisa de latón.
Las primeras navidades en su nuevo hogar se acercaban y los adornos que escaparatistas aterrizados de París habían sembrado por doquier eran preludio de grandes ventas, y de una felicidad impuesta como la de los anuncios. El día de Santa Lucía, a pesar el frío, ella tenía más calor que nunca. Le gustaba el oro del local. Se sentó al piano antes de abrir el establecimiento al público, cuando cerraron, ella seguía allí interpretando melodías festivas hasta que se atascó una tecla. Se levantó para solucionarlo, tropezó con la banqueta y de sus tripas de espuma, cuero y madera, un metal salió disparado por los aires. Se agachó y comenzó a buscar el objeto. Encontró una llave. La cogió con manos temblorosas, al agarrarla, sintió el mismo frío y la misma paz que obtenía del piano. Era la correcta. Tenía que serlo.
Subió alborozada al puente mando donde estaba su ojo de pez. La pieza encajó perfectamente a la primera, pero con los nervios no atinaba a abrir. Por momentos abandonaba la tarea, y se dedicaba a pasear de un lado a otro  como el que espera el fruto de una parturienta. Incluso pensó que era posible que allí estuviese la documentación que la emparentaba con el tal SØren, la había buscado sin mucho éxito. La cerradura reía y brillaba más que nunca. Las costuras del liviano camisón la quemaban, y decidió desnudarse antes de entrar. Llevaba tanto tiempo soñando e intentando adivinar qué habría dentro que sentía el terror de no encontrar nada. Había estado en peores situaciones cientos de veces. “Sé valiente”, se ordenó a sí misma. Contó un, dos, tres, ya.
La cerradura cedió, y con un leve empujón la habitación fue suya.
Por el ventanuco entraba una luz trescientos sesenta grados que le ofrecía una imagen ciento ochenta de los edificios de gran parte de la ciudad. Un skyline circular e infinito. Comenzó a andar hacia el ojo de pez, hasta que su mirada tropezó con el único objeto que allí habitaba: un sólido busto de bronce, en el que destacaban los hilos de cobre con los que habían hecho el pelo, cientos y cientos de hilos eléctricos creaban una cabellera fantasmagórica. Reconoció en los rasgos del hombre los suyos propios. Una mueca de amargura cubrió su rostro. ¡Lo sabía! Su madre siempre había sido muy puta. Quiso acariciar el rostro de su padre, pero el calor que irradiaba no se lo permitió. Ojo de pez la refrescaría. Avanzó de nuevo hacia él, a cada paso, los pies pesaban más, y empezó a sentir como se juntaban tobillos, hermanaban piernas, fraternizaban rodillas, y los muslos se pegaban hasta convertirse en uno, a pesar de ello, consiguió sentarse en el alféizar de ojo de pez. Apoyó un brazo en su única pierna que ya era cola sin escamas; el otro en la ventana redonda, a través de la cual ya no se veía la ciudad, sino un firmamento con millones de estrellas. Entonces supo que tenía toda la eternidad para contarlas.

Después de abandonar Copenhague, las primeras noticias que Eulalio tuvo de Elena tomaron forma de suplemento de viajes de un diario de tirada nacional, sección “tiendas para soñar”, inalcanzables para un bolsillo medio. Era una pianista de fama. Un día de estos la llamaría. Había misterios sin resolver.
Las últimas noticias llegaron dos días más tarde en forma de ex carcelario con niño. Este había heredado de su madre los ojos huidizos y los cabellos fuego. Le contaron que la habían encontrado convertida en sirena, con miles de hilos de cobre por cabellera. Estaban investigando las circunstancias. Eulalio dio el pésame. Lo sentía de verdad. Había muerto a los veintinueve años tan sola como lo habría hecho en Madrid, pero con frío, pensó.
El chico era heredero universal, y al padre se le llenaba la boca al decirlo, u-ni-ver-sal.
Cuando se despidieron, el mozalbete extendió la mano al detective, cuando estas se estrecharon, un chispazo eléctrico recorrió el cuerpo del hombre. Los pies echaban humo.
Se asomó a la ventana. El padre pasó el brazo por el cuello del chaval. Regresó a su mesa. Retomó el libro que leía antes de la interrupción.
«No os engañéis; Dios no puede ser burlado»
Vender. Esa era la respuesta.
«pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará».
Apretó las piernas una contra otra.
Dolía.
Los sirenos no existían. Eran una imposibilidad física.
Venderán, pensó.
El chaval merecía una oportunidad.

© Luisa L. Cortiñas
1. Este relato ha sido publicado en la Antología "Intransferibles" de Rosario Raro & compañía. Editorial La pajarita roja.