Ojo
de pez (1)
No
había nada que jodiera más a un lector empedernido como él que dejar un libro a
medio acabar. Lo posó sobre la esquina libre de la mesa, entrecerró las
persianas y activó el desvío de llamadas.
Desde
que había puesto un an(1)uncio en la prensa local: “Investigador privado Eulalio
Rota. Eficacia y discreción”, aquél era el primer encargo que recibía. No tuvo
nada que pensar para aceptar de forma inmediata, los ahorros sin ingresos le
consumían en progresión geométrica.
Debía
localizar a una mujer llamada Elena y ejercer de albacea niñero: un tal Søren
Sørensen, patrón del cobre, la había hecho heredera de su discreta fortuna. En
la documentación que facilitaron nada apuntaba al parentesco entre el modesto
empresario, y aquella joven conocida entre el lumpen como estufita.
Decidió
viajar a Madrid en tren, el coche era un incordio en la capital.
La
misión se enredó desde el primer momento. La mujer se deslizaba en los bajos
fondos como una serpiente. En una semana, había obtenido una única pista a
través de un antiguo compañero de piso al que la mujer había dejado un buen
pufo, y la certeza, de que por suerte para ambos, no era carne de cunda.
Desvelar el motivo de búsqueda, en aquellos ambientes, hubiera sido una
imprudencia imperdonable. Labios sellados. La herencia corría con los gastos.
El
azar, puta que siempre estaba al final de los caminos según su viejo profesor
de criminalística, quiso que un policía local, antiguo compañero de instituto,
se topase con el detective, y le facilitase a este no solo una descripción de
la muchacha, sino también lugar y horas en las que era probable encontrarla.
Una habitual de la comisaría de centro. Cada una tenía los suyos.
Conocía
la plaza Tirso de Molina como la palma de su mano. A plena luz del día, entre
los entresijos de hormigón, hallaban cobijo parias de diverso pelaje. Localizó
una buena ubicación para la espera, siguiendo la máxima de que en cualquier
lugar se podía encontrar una atalaya desde la que observar sin ser observado.
La
delató más el miedo en los ojos y los movimientos de cabeza buscando sin saber
aquello qué rehuía, que su cabello cobrizo. Eulalio abandonó la terraza en la
que tomaba un vino y simulaba leer el periódico. Siguió a la muchacha, quien se
había acomodado en el suelo, tras una jardinera que la ocultaba de los
habitantes del parque. Cuando se percató de que tenía un hombre a dos palmos,
juntó las manos ante el rostro para evitar el golpe. No era el caso. Él así se
lo hizo saber, pero la joven mugrienta parecía no entenderlo. “Elena, ¿eres
Elena Expósito Martínez?” preguntó. Estaba más asustada que un gato casero
abandonado en una gasolinera. Al menos, no parecía dispuesta a chillar. Suspiró
aliviado, una mujer gritando podía suponer cuarenta y ocho horas de calabozo. Decidió
ponerse a la altura, se sentó a su lado y le habló en susurros hasta que ella
decidió salir del ensimismamiento y acompañarle al hotel.
Elena,
por su parte, pensó que dormir en una cama estaría bien, el hombre no parecía
un mal tipo. Le daban más confianza sus ojos y gestos que el traje caro que
llevaba. De todas formas, nadie la esperaba.
Cuando
llegaron a destino “Todo ocupado” rezaba un cartel. No había problema con la
señorita, la habitación era doble y sólo necesitaban su D.N.I. Subieron en
silencio. Él introdujo la tarjeta y la mandó pasar, ella obedeció con premura y
disfrutando de un gesto que sólo había visto en películas antiguas. Le preguntó
si podía ducharse, y dijo en alto para sí, que no tenía ropa de cambio, del
último desahucio solo pudo salvar la mochila.
Eulalio
decidió ir de compras. Ante el desconocimiento de los tallajes adecuados por parte
de ella, tuvo que calcularlos él. Hasta aquel momento no se había percatado de
lo escuálida que estaba, y lo desvalida que parecía. La dejó preparando el
baño. Tenía que confiar. Nunca viajaba con nada de valor.
Regresó
un par de horas más tarde con dos bolsas de trapos. La habitación estaba bañada
en vaho y ruido mecánico. Ella estaba en albornoz, tirada en una de las camas
veía en la tele una comedia estúpida con risas enlatadas. Aseada y con el
cabello suelto, semejaba una criatura salvaje y sobrenatural.
La
ropa le iba perfecta. Sobraba el jersey. “Yo siempre tengo calor”, le dijo.
Ofreció la mano al detective como prueba, cuando él correspondió el gesto se
apartó asustado. Nunca había sentido un fuego semejante, entraba por las uñas,
ardía en las venas, y los pies desprendían la humareda de un cohete, solo la
fuerza de la gravedad le impedía alzar el vuelo. Elena le contó que durante
años había sido el conejillo de indias de unos laboratorios. No encontraron
explicación científica ni mística para tanto grado corporal por encima de la fiebre,
a lo que había que añadir que no pagaban. Su madre decidió que de orgullo por
ayudar al progreso no se vivía, y abandonaron sin nostalgia aquella actividad
estéril.
Decidieron
cenar en el cuarto, había sido un día largo. La ensalada desaparecía en un
silencio cómodo para ambos; a él le frenaba la ausencia de preguntas; a ella la
devoraba el miedo a las respuestas. Era admirable la adaptación de aquella
mujer a las circunstancias, otra, le estaría acribillando con conjeturas
descabelladas. Debía ser de ese tipo de personas que disfrutaban lo que la vida
les ofrecía sin más. Según contó, llevaba un par de meses en la calle, ropa
limpia, comida y baño superaban sus expectativas.
Los
postres serían el momento propicio para informar a la joven de aquella pirueta
del destino. Ante un par de flanes con nata, facilitó la información sin
ceremonias.
“Entonces
¿soy rica?”, preguntaba ilusionada. Él contestó la verdad, “rica no, unos miles
de coronas y una casa en una céntrica calle de Copenhague”. Ella le hizo prometer
que no eran deudas. Él lo juró, con Baco de testigo, sobre la carta de bebidas.
Desconocía a su benefactor. Eulalio, como favor personal, se ofreció a
investigar los lazos que les unían. Ambos morían de curiosidad.
Al
día siguiente tomaron un taxi al aeropuerto, un par de horas de espera y tres y
media de vuelo aguardaban. Ella no dejaba de retorcerse las manos. Confesó que
nunca había volado. Él le aseguró que era una buena experiencia y le compró en
Relay una guía de la ciudad. Ella no tenía un libro en sus manos desde… ¡ni se
acordaba! Se limitó a mirar las fotos. Llamaron al pasaje. Vuelo sin
incidencias.
Copenhague
les recibió gris y llanto. Un coche con chófer les aguardaba.
Las
calles que atravesaban rezumaban color y orden, y en la que el chófer les mandó
bajar, tiempo. “Ésa es” dijo el hombre señalando la casona de enfrente. Ella
quedó muda, y cuando el coche se fue, permaneció hipnotizada en la acera
contemplando aquello que decían era suyo.
Era
la casa más bonita de la calle. Sobresalía no sólo por su hermosura, sino que invadía un buen trecho de acera. Tenía
una escalinata que la recorría de extremo a extremo. Su fachada combinaba los
colores tostado y verde cobalto, y unas filigranas color cobre acababan todos
los remates y ornamentos. Era sobria y a la vez una fantasía. Mansión con tres
plantas con torre adosada de dos. La casa saludaba con tres altas puertas
acristaladas. La primera planta tenía forma de barco invertido, con dos
ventanas ovaladas y tres cuadradas en el centro. La segunda era el puente de
mando y en el centro lucía un enorme ojo de pez. Imaginó que desde allí se podía
dominar el mundo. Le gustaban las borlas del tejado. No podía dejar de
mirarlas. Eulalio le dijo que hacía frío, que era mejor subir. Ella posó una
mano sobre las suyas para darle calor, él la quiso retirar rápido para no
quemarse, pero lo hizo lento para no ofenderla. Los pies le ardían en los
zapatos. Cruzaron la calle.
Como
el primer día, él abrió la puerta y la invitó a entrar. El vestíbulo era
inmenso, ella pensó que incluso vacío, uno se podía perder. El centro lo
ocupaba una hermosa escalera de mármol con barandilla de forja y pasamanos de
madera, que se retorcía a la izquierda como una cobra de caza. El suelo estaba
cubierto por una imponente alfombra, ella se descalzó, y bajo sus pies, se
convirtió en un manto de hierba fresca. Echó a correr hacia los peldaños. En el
descansillo reposaba un piano de cola. Levantó la tapa con la mano derecha, con
la izquierda tocó una combinación de teclas. Sonó bien. “No, nunca había
estudiado piano, ni nada”. Nunca había estudiado nada pensó. Todo lo que sabía
lo había aprendido haciendo crucigramas, la capital de Dinamarca y el símbolo
del cobre. El barco invertido era magnífico, pasillo lleno de farolas de latón,
salón, cocina, tres habitaciones, una con baño y vistas a un patio interior en
el que crecían árboles que no reconocía. Recorrió todas las estancias tres,
cuatro veces, y finalmente posó la mochila en la cama de su gran habitación
completa. Suya. Sacó dos portarretratos. Según dijo, el chico era fruto del
aburrimiento carcelario, la niña producto de los abusos de su padrastro. “Había
heredado los ojos del batracio”, dijo. Su madre les pilló y ella se fue con su
niño y el regalo. Él deseó que pudiera reunir a su familia. Ella descartó esa
idea de inmediato. Sacó un sobre a modo de explicación. Ordenó a Eulalio que leyera,
ahorrarían tiempo y explicaciones. No se estaba inventando nada la mujer. El
contenido era un informe con el sello de asuntos sociales. Las declaraciones de
aquella criatura mataban cualquier resquicio de felicidad conjunta. Era triste
hablar así de una madre. Era horrible ser ese niño. Ella contó que desde hacía
un año le veía gracias a unos prismáticos que robó en el Media. Era experta en pequeños hurtos, en los grandes la habían
pillado y la prisión no le agradaba, pero ya no tomaba nada que no recetase un
médico. La niña era demasiado pequeña para rechazarla. Él pensó que aquella
mujer llevaba años sin respiro, sin un resquicio por el que huir. Volvió a
mirar las fotos. “Chicos guapos”, le dijo. “Gracias”, contestó ella.
Él
no tenía descendencia, no se sintió quien para juzgarla.
Llegó
la hora de revisar cuentas y velar por el futuro. Ella pensó en la posibilidad
de trabajar, hasta percatarse que poco o nada sabía hacer. Dados los gastos que
ocasionaba mensualmente el caserón, era conveniente alquilar la planta baja, codiciada
por varias firmas de lujo generosas siempre con las buenas ubicaciones.
Cuando
Eulalio abandonó Copenhague la dejó instalada y arrendadora de local a Louis
Vuitton.
Elena
se había olvidado de todo. En ocasiones, era tan feliz, que tenía miedo a
diluirse como un azucarillo en leche hirviendo. La felicidad, concluyó, era
algo tangible y proporcional al olvido.
Todas
las tardes, tocaba unos minutos el piano, cada vez más minutos. Le decían que
era una gran pianista “de oído”. Ella reía, y decía que “de mano”, “gran
pianista de mano”. El frío de las teclas era el que la guiaba para ejecutar
melodías, algunas las recordaba vagamente, otras era la primera vez que las
escuchaba en su vida. En poco tiempo se convirtió en una atracción más de la
tienda. Sus actuaciones, al carecer de horarios, provocaban que el
establecimiento se hallara de bote en bote la mayor parte del día. Le
aconsejaron contratar a un profesor, para alcanzar mayor virtuosismo. Lo
rechazó. Sí aceptó fichar a un buen afinador. También le aconsejaron adoptar
costumbres como horario y sueldo. Rehusó lo primero, aceptó de buen grado lo
segundo. Así transcurrían sus días.
Por
las noches la obsesionaba el ojo de pez, pero no había sido capaz de encontrar
la llave que daba acceso a sus secretos. Cuando la asaltaba el insomnio, descendía
la escalinata a tientas, y bajo la discreta luz de los probadores, buscaba las
prendas más bellas para desfilar hasta el hartazgo ante los espejos que
proliferaban por doquier. Si el sueño tardaba en llegar, subía al puente de
mando, se sentaba frente a la estancia anhelada, y hablaba con ella, rogaba que
la dejara entrar, suplicaba una clave, pero esta no obedecía nunca, y la
cerradura cada día aumentaba su sonrisa de latón.
Las
primeras navidades en su nuevo hogar se acercaban y los adornos que
escaparatistas aterrizados de París habían sembrado por doquier eran preludio
de grandes ventas, y de una felicidad impuesta como la de los anuncios. El día
de Santa Lucía, a pesar el frío, ella tenía más calor que nunca. Le gustaba el
oro del local. Se sentó al piano antes de abrir el establecimiento al público,
cuando cerraron, ella seguía allí interpretando melodías festivas hasta que se
atascó una tecla. Se levantó para solucionarlo, tropezó con la banqueta y de
sus tripas de espuma, cuero y madera, un metal salió disparado por los aires. Se
agachó y comenzó a buscar el objeto. Encontró una llave. La cogió con manos
temblorosas, al agarrarla, sintió el mismo frío y la misma paz que obtenía del
piano. Era la correcta. Tenía que serlo.
Subió
alborozada al puente mando donde estaba su ojo de pez. La pieza encajó
perfectamente a la primera, pero con los nervios no atinaba a abrir. Por
momentos abandonaba la tarea, y se dedicaba a pasear de un lado a otro como el que espera el fruto de una
parturienta. Incluso pensó que era posible que allí estuviese la documentación
que la emparentaba con el tal SØren,
la había buscado sin mucho éxito. La cerradura reía y brillaba más que nunca.
Las costuras del liviano camisón la quemaban, y decidió desnudarse antes de
entrar. Llevaba tanto tiempo soñando e intentando adivinar qué habría dentro
que sentía el terror de no encontrar nada. Había estado en peores situaciones
cientos de veces. “Sé valiente”, se ordenó a sí misma. Contó un, dos, tres, ya.
La
cerradura cedió, y con un leve empujón la habitación fue suya.
Por
el ventanuco entraba una luz trescientos sesenta grados que le ofrecía una
imagen ciento ochenta de los edificios de gran parte de la ciudad. Un skyline
circular e infinito. Comenzó a andar hacia el ojo de pez, hasta que su mirada
tropezó con el único objeto que allí habitaba: un sólido busto de bronce, en el
que destacaban los hilos de cobre con los que habían hecho el pelo, cientos y
cientos de hilos eléctricos creaban una cabellera fantasmagórica. Reconoció en
los rasgos del hombre los suyos propios. Una mueca de amargura cubrió su
rostro. ¡Lo sabía! Su madre siempre había sido muy puta. Quiso acariciar el
rostro de su padre, pero el calor que irradiaba no se lo permitió. Ojo de pez
la refrescaría. Avanzó de nuevo hacia él, a cada paso, los pies pesaban más, y
empezó a sentir como se juntaban tobillos, hermanaban piernas, fraternizaban
rodillas, y los muslos se pegaban hasta convertirse en uno, a pesar de ello,
consiguió sentarse en el alféizar de ojo de pez. Apoyó un brazo en su única
pierna que ya era cola sin escamas; el otro en la ventana redonda, a través de
la cual ya no se veía la ciudad, sino un firmamento con millones de estrellas.
Entonces supo que tenía toda la eternidad para contarlas.
Después
de abandonar Copenhague, las primeras noticias que Eulalio tuvo de Elena
tomaron forma de suplemento de viajes de un diario de tirada nacional, sección
“tiendas para soñar”, inalcanzables para un bolsillo medio. Era una pianista de
fama. Un día de estos la llamaría. Había misterios sin resolver.
Las últimas
noticias llegaron dos días más tarde en forma de ex carcelario con niño. Este
había heredado de su madre los ojos huidizos y los cabellos fuego. Le contaron
que la habían encontrado convertida en sirena, con miles de hilos de cobre por
cabellera. Estaban investigando las circunstancias. Eulalio dio el pésame. Lo
sentía de verdad. Había muerto a los veintinueve años tan sola como lo habría
hecho en Madrid, pero con frío, pensó.
El
chico era heredero universal, y al padre se le llenaba la boca al decirlo,
u-ni-ver-sal.
Cuando
se despidieron, el mozalbete extendió la mano al detective, cuando estas se
estrecharon, un chispazo eléctrico recorrió el cuerpo del hombre. Los pies
echaban humo.
Se
asomó a la ventana. El padre pasó el brazo por el cuello del chaval. Regresó a
su mesa. Retomó el libro que leía antes de la interrupción.
«No
os engañéis; Dios no puede ser burlado»
Vender.
Esa era la respuesta.
«pues
todo lo que el hombre sembrare, eso también segará».
Apretó
las piernas una contra otra.
Dolía.
Los
sirenos no existían. Eran una imposibilidad física.
Venderán,
pensó.
El
chaval merecía una oportunidad.
©
Luisa L. Cortiñas
1. Este relato ha sido publicado en la Antología "Intransferibles" de Rosario Raro & compañía. Editorial La pajarita roja.