Me he sentido generosa. Dejo un nuevo relato ya publicado en el conjunto de ídem "Semana de prodigios".
El
desahuciadito
Seguía sin creer que le hubiera
podido pasar esto.
Eran los últimos minutos que
pasaría, al menos por un tiempo, en la que siempre había sido su casa.
La casa de los padres de sus
padres, la casa que había pasado de primogénito a primogénito, su casa.
Alegrías, tristezas, nacimientos, muertes, victorias, aquel vetusto edificio en
la mitad del margen derecho del paseo del Prado, escondía gran parte de los
secretos de familia. El abuelo, que en
paz descanse, se asomaba al balcón y moviendo mucho las manos decía, “a un
minuto de todo, a dos del Ritz, a tres del cielo”. Ese cielo que él había
tocado con las manos cuando le preguntaron, ¿qué te parece? ¡Pues qué le iba a
parecer! Ministro, y no de cualquier cosa, de economía, él era el designado
para capitanear una recuperación económica en tiempo récord, la envidia de sus
amigos. A los enemigos les tocaba besar
su trasero con devoción, en los próximos años sería el rey en aquella tribu de
elegidos. Cerró la puerta tras sí, y decidió comenzar su visita por la zona de
servicio, mientras pensaba que él, al fin y al cabo, no era uno de esos
arrogantes desarrapados que perdía la casa por no poder pagar: ¡ilusos! Tampoco
era uno de esos jugadores de póker que lo pierden todo en apuestas que siempre
gana la banca. La casa seguía siendo suya, sólo suya, aunque por un tiempo
debía abandonarla. A su puerta no había antidisturbios, ni hadas, ni acólitos
de Colau luciendo camisetas y voceando consignas, sólo trajeados con
pinganillo. ¿No querían esos zarrapastrosos la igualdad? Pues deberían
defenderle como hacen con los vagos y menesterosos. A esos les iba enseñar él
lo que era ganarse el pan. Vicio, ya lo decía su padre, esos pobres sólo tienen
vicios. Suspiró y pensó que sigue sin hacerle ni pizca de gracia tener que
vivir en las afueras. Aún recuerda el día que don Pepe, el portero, tan
ceremonial como de costumbre, le había llamado al cubículo en el que consumía
sus días:
—No me gusta ser yo quien le tenga que entregar a usted esta
comunicación, ya lo sabe usted don Álvaro —decía compungido su leal servidor.
Había sido el hippie del segundo y el advenedizo del cuarto. Seguro.
¡Cenizos envidiosos!
Llegó al final del pasillo de servicio, a mano derecha el cuarto
de la empleada interna, pequeño, sencillo, limpio; al lado izquierdo, el que en
su infancia había sido el cuarto de costura, ahora convertido en un frío,
blanco y funcional cuarto de plancha. En los viejos tiempos, ese pequeño cuarto
había sido el centro de la casa, recordaba todavía el olor de tela y el enredar
de hilos, era el reino de Martina y su Singer. Todos los lunes y jueves, la
espigada Martina, cosía etiquetas con los nombres de la familia a las ropas,
confeccionaba abrigos estilo inglés que ya habían sobrevivido un par de
infancias, pantalones con raya, camisas. Sonríe al recordarla, padre decía que
“había huido de un Romero de Torres”, el miraba su ropa siempre impecable, sus
ojos siempre serenos, y nunca encontró rastro de que hubiera escapado de ningún
sitio. Años más tarde comprendió lo que quería decir. Recordó la foto antigua
en la que salen los niños rodeando a Martina, la bella y dulce Martina. ¿Dónde estará?
Él fue un precioso querubín de rizos rubios y ojos castaños que miraban a la
cámara limpios, ahora era un gordinflón bajito entrado en años, casi sin pelo,
al que el tiempo había robado la mirada. Los otros cuartos de esa ala de la
casa no tenían mucha historia, cuartos ocasionales de niñeras y niños.
Al final del pasillo del ala de servicio, la puerta que conduce a
la gran cocina office. Su señora se había empeñado en modernizarla, sólo
sobrevivió el viejo suelo hidráulico azul y gris lleno de filigranas en plata,
y aquella mesa de mármol que varias generaciones de los Salcedo habían
disfrutado. Meriendas de chocolate y churros, orquestas fantásticas sin ritmo
ni armonía sólo cucharas y cacerolas golpeando el mármol incansables, carreras
que finalizaban en las faldas del uniforme de Carmen, la niñera. La despensa,
oscura y fresca, lugar al que acudían para
robar bollos recién hechos.
Abrió la gran puerta abatible que conduce a la parte noble, las
habitaciones de los niños llenas de color, ya no quedaba nada de su infancia;
entró en el comedor, los muebles cubiertos de arriba abajo con grandes fundas
blancas, le inundó la tristeza al comprobar que parecía una convención de
fantasmas; la sala de estar donde había pasado tan buenos momentos y su despacho
biblioteca, donde habían nacido esos conocimientos que le habían conducido tan
y tan lejos, eran velatorios.
Quitó las fundas que con tanto mimo habían puesto en los muebles
de su despacho, sólo suyo, todos tenían prohibida la entrada, era su reino, ¡ya
mandaría a alguien para volver a cubrirlo! Acarició la mesa de castaño que
había superado tantas inclemencias, rozó el lomo de aquellos libros que tanto
amaba, al nuevo domicilio no quería llevarse nada, le gustaba imaginar que le
esperarían ansiosos para que volviera con mimo a acariciar sus cubiertas y a
airear sus hojas, el día de su regreso le recibirían con tanto alborozo que la
dolorosa separación habría merecido en la pena.
Se sentó en el sillón, su sillón, lo único realmente moderno que
había en el despacho, apoyó la cabeza sobre los hombros y rememoró por enésima
vez los últimos acontecimientos…
Muy sr. Nuestro
… Sabe usted que somos gente
discreta… tenemos hijos adolescentes… no es posible que cualquier visita se
convierta en un registro, DNI, autorización para subir al domicilio indicado…
resta intimidad… nuestros amigos no quieren venir… le rogamos que mientras
ostente usted un cargo público tan relevante abandone el domicilio…
Según su señora, parece ser, que a la madre del advenedizo le
registraron el bolso, y que su rostro, de habitual blanco cristalino se fue
tornando púrpura y fuego. Ese es el momento en el que debió de comenzar su desgracia. Un exceso de celo por
parte de los subcontratados esos. Ciertamente, no podía uno rodearse de pobres desarrapados
y esperar que hagan su trabajo con mesura. Esa canalla mata por morder un hueso
de perro, se matan por esa mierda de trabajo.
El hippie se habrá sumado a la campaña más contento que unas
castañuelas, siempre le mira mal el
zarrapastroso ése, será el cuarto hombre más rico de España pero Gaudí a su
lado era un dandi. Los empresarios éstos de ahora ya no son como los de antes,
ni tienen educación, ni elegancia, ni abolengo.
Cuando todo acabe, mi casa continuará aquí. Abrió el primer cajón
de la mesa de su despacho y cogió la moneda trucada que heredó de su
tatarabuelo, realmente había venido a buscarla. La miró por las dos caras para
comprobar que continuaba siendo la misma, y rió ¡en pleno siglo XXI y todavía
nadie le había pillado! Una obra maestra de la orfebrería.
Miró el reloj, llevaba hora y media despidiéndose de la que hasta
ahora había sido su casa. Guardó la moneda en su bolsillo, llamó al ascensor,
bajó, y se dirigió a la portería.
—Don Pepe, ya me voy, tome usted las llaves y dígale a su señora
que cuando le sea posible suba y coloque las fundas en los muebles del
despacho.
—Por supuesto, don Álvaro. Aquí estamos para lo que ustedes
necesiten. Les vamos a echar de menos.
Ambos hombres se dieron un abrazo tan distante como la ganancia mensual
que les separaba.
A la puerta, los trajeados del pinganillo daban orden al chófer
para que recogiera al señor. Cuando éste llegó, le abrieron la puerta del mercedes
blindado sin ceremonia.
—Buenas tardes señor, ¿qué tal ha ido?
—Bien, todo bien —contesta don Álvaro—. Ya ve usted Manuel, diez
años intentando desalojar a las prostitutas de la calle y soy yo el que me voy.
¡Cosas veredes, Sancho! ¡Cosas veredes!
—Usted disculpe —el chófer
carraspea— ¿qué va a pasar con la “señorita”?
—Ya está solucionado, tengo alquilado un pequeño apartamento. Con
peluca y gafas de pasta he comprobado que no me reconocen. También es cierto
que tendré menos tiempo libre, en cualquier caso, en casa nadie me echará de
menos.
—Tenga usted cuidado, mire lo que ha pasado con Hollande.
—Gracias por el aviso. Usted y yo ¿veinte años juntos? ¿No?
—Día arriba, día abajo.
—No hay peligro, no creo que a mí señora le importen mis
escarceos.
—¿Sospecha que ella pudiera estar ocupada? —pregunta pícaro
—¡Con lo malencarada que es! ¿Y ése carácter? Usted la conoce
tanto como yo y ya sabe cómo se las gasta. ¡No se aguanta ni ella!
—En los últimos tiempos la conozco quizá, un poco más que usted
señor.
—¡Puag! —responde don Álvaro haciendo un gesto despectivo con la
mano, cuando su señora anda por medio, el asunto no merece la pena.
Abre el maletín, y revisa la agenda. Hasta mañana ninguna
obligación requiere su presencia. En un pos-it
anota una dirección.
—Manuel, cambio de planes, voy con la señorita. Aquí tiene la
dirección —dice extendiendo el papel hacia su chófer.
—Hoy todos noche libre —responde éste con una sonrisa de oreja a
oreja, mientras don Álvaro prepara los artilugios básicos de su disfraz y llama
a casa, para informar, que asuntos importantes le mantendrán muy ocupado.
© Luisa L. Cortiñas
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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.