La
cita de los martes
Mi
madre me lo decía constantemente “con esa rebeldía quedarás para vestir
santos”, lo que yo no contaba es que los hechos se sucederían en el sentido más
literal del término. Mi insurrección me ha traído hasta el siglo XXI, y la condena
me hará vagar por toda la eternidad sin que me tengan demasiado en cuenta.
He
de reconocer, que cuando me puse en la trayectoria de la escopeta del señor obispo,
allá por 1894, cuando tenía doce años, no creía yo que los dioses me fueran a
dar tan larga vida convirtiéndome en ánima.
Desde
que tengo memoria he vivido aquí, en Ciutadella, en un edificio rodeado de calles
estrechas con nombres de santos que conducen a la catedral, de la que tengo una
vista privilegiada desde mi terraza.
Cuando
consumía aire y me podía limpiar los mocos, me gustaba contemplar desde allí
las puestas de sol, y la colada de los vecinos. Siempre me han interesado las
vestimentas ajenas, incluso más que las propias. Con el tiempo me he convertido
en una gran experta en modas.
Mi
peor época fue cuando llegaron a casa unos tipos modernos con traje y corbata,
y a los pocos días enviaron a otros con mono azul que comenzaron a poner todo
patas arriba. Martillazos insoportables, y el humear de cascotes fue el
ambiente habitual. El colmo fue cuando instalaron un gusano en la ventana que
da a la calle San Cristóbal, desde casa le introducían piedras para llenar un
enorme barreño que no tenía fin. Ahí decidí irme. Sabia decisión dirán ustedes,
pero no saben el percal que ha quedado en algunos palacios. En el de los
Olivar, casi a la puerta de la catedral, venden lencería unos de nombre muy
inglés con alma de punta, y tienen al Crescencio en un sinvivir, mirando todo
el día y sin catar, y otros han llenado los edificios de platos horteras y
lagartijas de pega que dicen Recuerdo de Menorca, ¡cómo si no fuésemos
inolvidables sin tanta parafernalia!
Aquellos
meses fueron una tortura de la que no quiero ni acordarme. No hice más que
penar de un lado al otro, y acompañar a los jubilados a la obra para ver cómo
iba la cosa.
Nunca
he sido más feliz como cuando regresé a casa, casa que por cierto, me costó
reconocer de la cantidad de cambios que habían hecho. Durante años vagué feliz
por las nuevas estancias, y me olvidé de aquello que también decía madre “Encarna,
hija, no hay dos sin tres”.
Un
día volvieron unos tipos con traje, que mandaron nuevamente a unos con mono,
aunque más pacíficos y menos molestos que los anteriores. Se limitaban sobre
todo a colgar cosas, entre otras, en las puertas de las habitaciones pusieron
un cartelito con la foto y el nombre de un santo debajo de una vela minúscula,
que cuando la encienden huele a gloria.
De
esta forma mi habitación pasó de ser mi habitación, a ser la habitación San
Josep, y de vivir sola, a compartir piso gran parte del día. Como lo oyen. Me
dejaron fijos a una tal Sita y a Juan, que metían las narices en todo, pero
sólo en horario diurno. En realidad no molestaban demasiado mis peregrinajes.
La
debacle llegó cuando aterrizaron los primeros huéspedes. No saben ustedes lo
terrible que resulta estar sola y tranquila en una bañera imaginaria de espuma,
la espuma no la bañera, y que entre en la habitación una pareja a la que no entendía
el idioma qué hablaba. ¡Menudo susto! La cuestión es que cuando consulté con
Crescencio, éste ya me dijo que venían para quedarse.
Ese
quedarse se apropió de mi cabeza, y así fue como idée un plan para echarles a
todos. Conseguí que no funcionasen las tarjetas a las que llamaban llaves, excepto
una a la que denominaban con total pomposidad: maestra. Esa, no sé porqué, no
conseguí que fallara. Los equívocos que ocasionaba mi pequeña maldad en un
principio me causaron cierto regocijo, hasta que comprendí que con esos
jueguitos de niña malcriada no conseguiría nunca echarles.
Y
ahí recordé otro dicho de madre “si no puedes con ellos, únete”.
Me
acostumbré a vivir rodeada de desconocidos y nuevas palabras:” hello, cenquiu,
bona será, y quilombo”.
Cada
noche, ellos acompañaban mi sueño y por el día, la cafetería, esa estancia
blanca y tranquila, se ha convertido en mi lugar preferido. Siempre llena de
dulces tentaciones para una golosa como yo. Ya me he resignado a mirar, pero a
veces se hace difícil, porque Sita es de esas mujeres que pone lazos a las
galletas y cintas a los pasteles, vamos, de ésas de las que decía madre “que
invitaban a pescar y vestía el anzuelo con flores y un cartelito de advertencia”.
Un
martes tarde llegaron unas señoras, y un señor alto y serio, ocuparon una mesa
grande y redonda al lado de la puerta de entrada. Contaban cuentos e historias,
todo mentiras y chismes, pero yo me instalaba en un resquicio de la chimenea y
me reía con sus cosas. Una tarde, sin aviso previo, se fueron junto a mi
angelote, y entonces me instalé en su cadena de estrellas. Según me guste o no
la historia, la muevo imperceptiblemente, a veces aguanto la respiración
rogando no reparen en mi presencia, y en ocasiones, por el mero placer de
divertirme, y seguir siendo la rebelde de la casa, muy en silencio voy a los
mandos que tiene Sita en su rincón desde el que todo lo ve, y aumento el
volumen de la música que pone de fondo. Unos se muestran indiferentes, y otras
miran al altavoz como si éste fuese el culpable de todos sus males.
Hoy
dicen que se despiden, que por una temporada no vuelven, y han subido a la
terraza. Yo también les digo adiós, y pensando ya en que el próximo martes,
estaremos mi angelote y yo, a la espera de que algún comensal cuente alguna
historia que me obligue a subir el volumen de la música, y a mover la cadena.
®
Luisa L. Cortiñas
PD: Encarna, Juan, Sita, la cita de los martes, la terraza (la foto de entrada es una visual de la catedral desde la terraza), la Cafetería ánima y el hotel Tres Sants existen. Si alguien quiere conocer la habitación de Encarna no tiene nada más que pinchar en este enlace:
Gracias a todos los que han hecho posible que este año nos lo pasásemos tan bien durante el curso, y bienvenida la unificación.
Por cierto, la próxima semana vengan elegantes que nos vamos de bodorrío.
Por cierto, la próxima semana vengan elegantes que nos vamos de bodorrío.
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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.