¿Todos somos Manolo?
Manolo tenía ochenta años.
Fumaba tabaco de liar
apenas el papelillo.
El pulso le temblaba tanto,
que las hebras caían ligeras como plumas
sembrando a su alrededor un círculo de luna menguante.
A media mañana
bajaba los cuatro pisos,
cuatro,
que lo separaban de la bulliciosa
plaza.
Sin bastón, que era cosa de
viejos,
y con sus zapatillas cómodas y
calientes
recorría los quinientos metros que
le separaban de su bar de toda la vida.
Un café solo
y una ronditas de escoba con los
amigos que resistían.
A mediodía
vuelta a casa.
Un perro despistado, sin collar , en
apariencia alimentado
le acompañó aquel día hasta el
portal.
Se miraron a los ojos
como un par de viejos conocidos,
reconoció la súplica en el can
que eléctrico movía el rabo.
Decidió aceptar su compañía.
Ya habría tiempo para buscar al amo.
Distribuyeron los alimentos
civilizadamente:
uno, la sopa con fideo,
el otro, el pollo con carne y pellejo.
Lo mejor de la tarde fue la
siesta.
Repartieron lecho, y compartieron
sueños.
Esa tarde los ladridos alertaron a
los vecinos.
Nadie sabía que tuviera un perro.
El patio de luces se llenó de
manolos.
Nadie sabía que fuera sordo.
Cuando la vecina abrió la puerta
con la llave
que tenía al efecto,
"para los contratiempos", le dijo
Manolo.
Éste yacía en el suelo.
El perro lloraba su muerte.
Todos sabían que vivía solo
desde siempre.
Costumbres sin tacha.
Pocos y buenos amigos.
Nunca se permitió un viaje a París
¡tan bella!
Ni a un Londres bullicioso.
Como mucho
viajaba en metro al otro lado de
la ciudad
para ver por enésima vez la
película que echaban en el planetario
y que le gustaba TANTO.
Nadie sabía que tenía perro.
Entierro sobrio
y a gastos pagos.
Ni rastro de herederos.
Ni pancartas de “todos somos Manolo”.
Ni un minuto de silencio.
Ni llanto,
ni ladrido,
ni perro.
© Luisa L. Cortiñas
Muy conmovedora.
ResponderEliminar