VUELVE A POR OTRA con C de Cesáreo
Cesáreo
en los papeles, César para los amigos. De padres a hijos, el nombre se había
transmitido como una secuencia de ADN, y desde tiempos del Duque de Ahumada, el verde
carruaje oscuro de la no esperanza, había atravesado, una a una, a todas las
generaciones de los Martínez.
Desde
que tenía uso de razón, sobre el largo y vetusto mueble que presidía la modesta
entrada de su casa,
distintos marcos de madera, mismo estilo y tamaño, mostraban la misma foto, un niño
cada vez más mayor, más alto, más pelirrojo,
con más pecas, con bigotito más grande, presidía el recibidor vistiendo un
traje verde que crecía a su ritmo, y un tricornio al que su cabeza se iba
adaptando. Este año se preveía un carnaval con la misma foto, hasta que llegó
la prohibición:
— Oye, pero ¿el niño se podrá disfrazar
este año o no? — preguntaba mamá.
— Entiendo que no—contestaba papá.
— Y ¿esto a qué viene?
— ¡A saber!
— Eso es por los negros.
— ¿De qué hablas?
— Ésos que han muerto en Ceuta.
— ¿Ein? — pregunta
papá con cara de no entender nada.
— Ésos que se ahogaron.
—¡Cómo
va a ser por eso, mujer!
—¡Cosas
más raras se han visto! Ahí, “tós” quietos, como si tuvieran un “paralís”.
Cesáreo
padre, mira a su mujer como si fuera una extraterrestre recién llegada al
planeta.
—No
deberías de ver tanto la tele.
— Que sí, a ver si no eran guardias y
eran “desos” —hace un gesto
con la mano— “desos” — la
palabra queda atrapada en la punta de la memoria— “desos” que pagan disfrazaos.
—¿”Desos”?
¿Mercenarios quieres decir?
— Eso, eso.
—¡Te
has vuelto loca!— dice, mientras
piensa que su mujer ha perdido la cabeza, decide hablar con su hijo, testigo
mudo de la conversación — ¿qué tal ha ido en el cole?
— Bien, hoy no “man castigao”.
— Portáte bien, hijo, portáte bien.
— “Ma” dicho mamá que este año no puedo
ir al Carnaval con mi traje de Guardia Civil.
— No hijo, ya buscaremos otra cosa.
— Yo quiero ir de Guardia Civil.
— Este año no va a poder ser.
— El traje ya está “preparao”, ¿por qué
no puede ser?
— Porque mi jefe ha dicho que no está
permitido.
—¿Y
por qué ha dicho eso tu jefe?
— Porque sí.
— Pues dile a tu jefe que yo digo que
puedo.
— Niño, te la estás ganando.
— Tú eres el que me dices, que si no
entiendo algo tengo que preguntar.
— Este niño me mata— dice a su mujer, mientras piensa que
el chico ha salido listo.
— Papá.
— Dime.
— Tu jefe es el señor gordo y grande que
vive en el bloque de enfrente ¿no?
— Si.
— Hablaré con él.
— No te metas en cosas de mayores, es
que no, y punto.
Cesáreo
hijo mira a su padre con poco convencimiento pero con determinación. Hablará
con el jefe.
Durante
toda la semana, Cesáreo hijo se dedicó a vigilar el edificio de enfrente con
los prismáticos de monte de papá. Nada, ni rastro. Claro, un tipo tan importante
no podía descansar ni para cenar.
Su
suerte cambió el sábado, cuando papá anunció, que al día siguiente, todas las
familias del cuartel comerían juntas en la cantina. Nada muy sofisticado, pero
servía en bandeja la ocasión que Cesáreo hijo llevaba esperando toda la semana.
El
domingo se levantó más nervioso que el día de su Primera Comunión.
En
cuanto bajaron a las instalaciones comunes, Cesáreo hijo comenzó a buscar con
ojos escrutadores al jefe. Allí estaba, hablando con varios de sus subordinados,
en cuanto le viese solo le abordaría. Para los niños, habilitaron un par de
mesas en una esquina del recinto, lugar estratégico desde el que se podía
controlar todo, y por supuesto, ser controlado. El jefe no se quedaba solo. No
iban bien las cosas.
Cuando
llegaron a los postres, Cesáreo se disponía a dar buena cuenta de una porción
de tarta casera de manzana, y vio
al jefe dirigirse al baño.
Era el momento. Corriendo, con medio bocado en la boca, fue detrás. En cuanto
entró en la minúscula estancia, comenzó a hablar.
— Estag riiiica la tartaaaa— dijo con media boca llena.
—¡Lo
que gusta el dulce! — contestó el hombre, muy afanado en el urinario— con mi azúcar no debería ni
olerlo— acaba de miccionar,
se da la vuelta y cerrando la cremallera del pantalón dice — tu
eres el hijo de Martínez ¿no?
— Sí.
El
capitán se dirige hacia la puerta.
—¿No
se lava usted las manos? —
pregunta Cesáreo junior.
— Jejeje tienes razón chaval, se me
olvidaba, y tú ¿qué haces aquí?
— Yo quería hablar con usted.
El
capitán piensa que el chaval está hecho para el cuerpo, ¡qué bien dice lo de
usted!
— Dígame jovencito.
— Quiero ponerme mi traje de guardia
civil estos carnavales.
— No puede ser, los han prohibido.
— Ya, pero si los ha prohibido, usted es
el que manda, y los puede “desaprohibir”.
— No, no puedo, soy sólo capitán.
— Entonces ¿con quien tengo que hablar? — pregunta Cesáreo con gesto cansado.
— Con el que lo ha prohibido no puedes
hablar.
— ¿No vive aquí?
— No.
— Pues yo quiero ponerme mi traje, si
usted no dice nada, como ese no vive aquí, no se va a enterar.
— Si se entera, sí.
— Si usted se calla no.
— Aunque yo no diga nada se entera.
—¿Es
cómo diosito?
—¿Ein?
—¿Si
ese jefe está en todas partes? — a éstos mayores hay que
explicarles todo, piensa.
— No, pero se entera.
—Si
no se lo dice nadie no.
— No chaval, no se puede, y punto.
— Pues no entiendo porque no se puede.
El
capitán se dirige presuroso a la salida de los baños, agotado de tanta
pregunta. El niño sale tras él.
— Si tu también mandas, puedes decirle
que me deje— argumenta el niño insistente.
Atraviesan
el salón hasta la mesa donde han dejado la cafetera, el niño persevera. Cesáreo
padre advierte la persecución, y
acude al rescate de su jefe.
— Déjeme ponerme el traje— solicita
Cesáreo hijo tirando de la chaqueta del capitán.
— Que yo no puedo— viendo allí al progenitor de criatura
le dice— Cesáreo su hijo es
muy perseverante.
— ¡No sabe usted cuánto capitán!
— De capitán nada, papá, éste señor
manda menos que tú en casa— dice enfadado.
— Hijo no digas tonterías.
— Tonterías, ¿yo soy el qué dice
tonterías?
— Sí hijo, si- padre y capitán a dúo.
— Pues no, papá, pues no. Me dices que
no me puedo poner el traje, porque el que manda ha dicho que no se puede poner
uno el traje. Hablo con éste señor, y me dice que él no es el que lo ha
mandado. Ese no habla. No lo entiendo— replica
Cesáreo junior totalmente desatado.
— Hijo, éste señor es mi capitán, pero por encima
del capitán está otro, y por encima otro y otro, hasta que se llega al que más
manda.
— O sea papá, tú no pintas nada. Eres la
muñeca pequeña de la matrioska— dice Cesáreo con un inmenso enfado saliendo de
sus ojos.
—¿Qué
has dicho?
— La muñeca que abres y sale una muñeca,
abres y sale otra, abres y otra, hasta que llegas a una tan pequeña que ni se
ve—dice moviendo las manos una sobre otra.
— Más o menos hijo, más o menos.
— ¡Pues vaya! Pero si no le decís nada, el que está
encima de todas las muñecas no se entera.
—Si
hijo, se entera— dice papá.
—Déjelo
Martínez, yo ya lo he intentado y no hay forma— el jefe pone cara de pensar—. Tengo una idea —dirigiéndose al niño — ¿te
gustaría llevar el traje sin salir del cuartel?
—Siiiiiiiiiiiiiii
El
jefe mira a Cesáreo padre, informándole con la mirada que ya tiene solución,
¡por algo es jefe!
—¿A
qué hora sales del cole?
—Unos
días a las dos y otros a las tres.
—Te
voy a dar un trabajo.
—Si-
responde Cesáreo hijo, moviendo la cabeza arriba abajo como un colgante de
coche.
—A
las cinco de la tarde, después de hacer los deberes, siempre después de los
deberes, tienes que vestirte el traje, y dar vueltas alrededor del cuartel
hasta las seis. No puede entrar ni
salir ningún coche sin que tú lo sepas, no puede entrar ni salir nadie sin que
tú lo sepas, no puede pasar nada en el cuartel sin que tú no te enteres. ¿Ha
entendido sr. Martínez?
—Si
señor— Cesáreo saluda
militarmente a su nuevo jefe. Una vez finaliza su posición de firme.
—Señor.
—Dígame
Martínez.
—Me
podría dar las llaves del piso y decirme el sueldo— ante la falta de respuesta
exclama— ¡Es para irme organizando! ¡No me mire usted así!— Cesáreo
junior, sospechando que la cosa se puede poner fea, se da la vuelta y
entredientes murmura— ¡Éstos mayores! Se cree éste que yo voy a trabajar gratis.
Cesáreo
padre, asiste a la escena, y sabe, que de momento, no hay esperanza para el
destino de un Martínez.
©Mª Luisa López Cortiñas
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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.