Celia bosteza e
incorpora la cabeza para consultar la hora, las 07h30 marca ese insolente. No le
apetece levantarse. No le gusta ese polideportivo desangelado con pinta de
tanatorio hueco, y entrada de almacén de cemento.
Una luz blanca comienza
a filtrarse por las rendijas de las persianas de la habitación, anuncia uno de esos
días luminosos que alegra el invierno. Es sábado, una hora más tarde de la habitual
para desperezarse, aún así, le da pereza.
A lo lejos se oye un
rum, rum, y unos susurros.
Su marido y Celia, su
hija mayor, estarán frente al televisor viendo trasnochados partidos de
baloncesto, estudiarán las estrategias, y comentaran, con la minuciosidad de un
relojero, las mejores jugadas. A ella no le gusta el baloncesto, pero su vida
transcurre entre partido y partido, especialmente el sábado. Todos sus hijos
compiten.
La mayor, ya doce años,
categoría infantiles. Cuando marca canastas o hace marcajes imposibles le
preguntan. “¿Es sa mes grossa?” Sí, es la mayor, responde educadamente. “Molt
polida1” le dicen. Sonríe y asiente, mientras piensa que el
cuerpo de su primogénita ha ingresado muy pronto en la peor época; sus pies talla
42 no tasan con su metro sesenta, y al andar se mueve hacia los lados como un
tentetieso; tiene unos kilos de más, y cara de haberse zampado las meriendas de
sus compañeras, y a sus compañeras; vello de más, pelos de menos que trenza
cual infanta; granos que apuntan plaga; unos incipientes pechos para los que un
deporte con tanto contacto tiene que ser
un martirio. En resumen, molt polida si, molt polida.
Después está el partido
de Lucía, ese diablo bajito de abundante cabello castaño oscuro, que recoge para
la ocasión en una orgullosa coleta. Es la única jugadora en la historia de este
deporte, seguro que no miente, que jamás ha metido una canasta. Sus aciertos
han sido a lomos de su padre. En el monedero, lleva todavía los veinte euros
que le prometió hace cuatro años si encestaba alguna. A medida que crecía,
creyó que algún compañero le diría eso de
“tú estás aquí porque tu padre enseña a los mayores”. Pero eso no ha
sucedido, aunque hay una que siempre se lo recuerda “Lucía, Lucía, tú aun no te
has estrenado”. Su hija calla y sonríe con una indiferencia cercana al insulto.
Según la “expertología”, sería la hija sándwich, su madre dice que es “su hija
oenegé”, esos niños que siempre encuentran a otro más necesitado de lápices, de
juguetes, de bocatas, de cariño, esos niños que cuando alguien busca un
voluntario para lo que sea, mueven las manos como un municipal dirigiendo el
tráfico. Tardó mucho en darse cuenta que era la jugadora imprescindible, la que
siempre está ahí para todo y para todos.
Aún ríe al recordar cuando en el primer partido, al hacer la fila final
para chocar las manos los equipos
rivales, Lucía fue abrazando, una a una, a sus contrincantes, y con la mayor de
las sonrisas, les deseaba mejor suerte para el próximo partido, finalmente adoptó
las costumbres. ¡Costó lo suyo que lo entendiera!
Julio es el pequeño, un
descuido de cuatro años lleno de excesos, doce kilos de orgullo desmedido. Ha
comenzado a jugar este año al mini basket, y desde el primer día, es la
estrella del equipo local. Antes del primer partido de competición, sin decir
nada a nadie, cogió una diadema de tela amarilla del neceser de su madre, el
color no es baladí, es el que hacía juego con el uniforme de los boscos. Cuando le preguntaron, dijo que era para que
el pelo no le molestase, la cuestión es que lo lleva corto como un quinto con
piojos, hecho que algunos compañeros no pasaron por alto. Julio fue indiferente
a las risas y a los comentarios. El pantalón le llega a la altura del tobillo y
la camiseta, en su escuálido cuerpo, es una bufanda volante. En su debut metió
siete canastas, todas de la misma forma: se sitúa a medio metro del centro de
la cesta, agarra la pelota por debajo con las dos manos, hace una especie de
manteo, lanza, y nadie sabe cómo, pero la pelota entra en el aro. Su padre lo ha grabado
en varias ocasiones, y sigue sin poder explicar el fenómeno. En cualquier caso,
salió del pabellón hecho un héroe. El sábado siguiente, los benjamines del
colegio, jugaron todos luciendo una cinta amarilla, la respuesta oficial fue “para
que el pelo no les molestase”, lo cierto, es que de forma tácita, acordaron que
las canastas julianas, eran cosa de los superpoderes que daba la cinta. A fecha
de hoy nunca han perdido, con lo cual, nadie sabe qué ocurrirá con la cinta
cuando eso suceda.
No le apetece
levantarse. No le gusta ese deporte. Le aburren esas madres vocingleras que
aplauden a sus retoños con orgullo indisimulado, mientras hablan de mocos y
consultan “dolencias”. Si no fuera por Julio se quedaría en cama, o iría a
jugar al squach. El squach le gusta, uno se encierra en la pista, da igual sola
que acompañada, cuando uno empieza a calentar la pelota ya se va desahogando,
cuando ésta está lo suficientemente caliente y vuela como una snitch dorada,
una corre por la pista, y con suerte, la
vuelve a golpear con todo el alma; recuerda con placer, el vacío que acompañaba
cada final de partido, y la sensación de haber sacudido de un plumazo el tedio
de la vida.
Los mayores han ganado,
y Lucía, Lucía tira a canasta, la pelota da cuatro vueltas sobre el aro, y
finalmente decide entrar. No es posible. Acaba de perder veinte euros. ¡Por
fin! Todos aplauden, y Lucía es llevada en volandas por las compañeras.
Un grito irrumpe la
mañana en la tranquila habitación de matrimonio.
—Dormiloooooooooooona— y unos huesos
caen sobre el cuerpo de Celia como una bomba.
—Me he vuelto a dormir— dice somnolienta. —Buenos días, ¿ya
estás uniformado?
—Siiiiiiiii.
—Felicidadessssss— chilla Julio
como un loco
Su hijo pequeño debe
pensar que es sorda.
Por la puerta asoman sus
hijas mayores y una bandeja.
—Felicidades—dicen al unísono.
—Buenos días niñas ¿a qué viene tanta
celebración? No es mi cumpleaños.
—Te hemos preparado el desayuno— mientras le
acercan con cuidado la bandeja, en la que baila una humeante taza de chocolate
espeso.
—Por eso te felicitamos— canta y salta Lucía
como un grillo ronco y trenco.
—¡Chocolate con churros! — exclama Celia
madre recién incorporada. —Gracias
chicas. ¿Qué queréis?—
interroga dulcemente, a la vez que empieza a dar cuenta de la sorpresa que le
han dado sus niños.
—Nada, ¿por qué íbamos a querer algo?
—La última vez que preparasteis un
desayuno era para que os llevase al cine, y a cenar al burger, ¿qué toca esta
vez?
—Nada, mamá, nada.
—Nada, no quereeeeeeeeeeeemos nadaaaaa.
El padre les llama, y
los niños la dejan nuevamente sola.
Finalizado el desayuno,
se levanta, abre el armario, decide qué ropa ponerse, mientras piensa que la
tortura mañanera que la espera, es poco pago para tanto amor como recibe. Una
vez seleccionados los vaqueros y el jersey, se dispone a ir al cuarto de baño,
sito en el medio del pasillo; a medida que se acerca, una extraña mescolanza de
olores llega a sus pituitarias, ¡otra
vez no! ¡otra vez han estado jugando con los perfumes! ¡La de veces que les ha
dicho que no toquen sus cosas! Al abrir la puerta del baño, éste está iluminado
por varias velas estratégicamente situadas, la bañera se ahoga en espuma y vapor,
como por ensalmo, el enfado se esfuma. Mira el reloj, tiene media hora, cierra
la puerta con pestillo, se desnuda, y entra en la bañera con urgencia,
dispuesta a disfrutar segundo a segundo, de una de esas pequeñas cosas, por las
que merece la pena levantarse un sábado a las ocho y media, y aguantar tres
horas en el polideportivo desangelado, con pinta de tanatorio hueco, y entrada
de almacén de cemento, a esas madres vocingleras que aplauden a sus retoños con
orgullo indisimulado, mientras hablan de mocos y consultan “dolencias”.
1.
Molt polida. Expresión “balear” que
significa “muy bonita”.
©
Mª Luisa López Cortiñas
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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.