1033
Mientras los poetas preguntan dónde se irán los sueños cuando
nos dejan, otros, más prosaicos, se preguntarán dónde acaban las armas que
abandonan las guerras.
Érase una vez un país belicoso que amaba las armas, adoraba el
combate, jaleaba a sus soldados escoltados por barras y estrellas, aunque
cuando algunos regresaban tullidos dejaba que su valentía la arrastraran por
las calles de sus ciudades, con muñones mal tapados y el corazón a la vista.
Como los malos eran más malos cada día, cada amanecer inventaban
nuevas armas, artilugios para dejar al enemigo impedido, tullido, mutilado, herido,
ciego, muerto, extinto.
Llegó el día en que tuvieron tantos frentes abiertos como armas
sin estrenar, tantos tanques inaugurados sin uso, tantas bombas sin guerra, que
no sabían qué hacer con ellas.
No podían competir ni con los bancos que regalaban al abrir
cuenta un lustroso fusil de asalto, ni con fastuosos regalos paternos. Entonces
se pusieron a pensar, y pensar, y pensar… y cuando uno piensa siempre encuentra
soluciones.
Eureka se dijeron, y decidieron que las armas del ejército
fueran para los policías locales, la idea a todos les pareció bien, hasta que
se dieron cuenta que en el mundo en el que vivían regalar algo a cambio de nada
estaría mal visto.
Siguieron pensando, pensando, y pensando… hasta que uno se
dio cuenta que no sólo hay pasado, presente y futuro, también existen los
tiempos condicionales y las condiciones. Y así llegaron a la sabia conclusión
que regalarían las armas a cambio de que el primer año tenían que utilizarlas.
A todos les pareció una idea genial, y los jefes de policía
local celebraron con sus gentes que tenían lustrosos tanques de largos cañones para
pasear por sus calles, tanques procedentes de Kabul, de Afganistán, tanques con
historias en lugares exóticos que no querrían visitar ni en sus mejores pesadillas.
Fue así como pasó todo.
La fiesta de la calabaza (en mi pueblo sería San Mateo)
estaba en su punto de apogeo, con unos cuantos borrachos armando algarabía (en
la de mi pueblo es un botellón familiar, y todo el mundo, todo, está beodo a
las dos de la tarde) hasta que llegaron ellos con cacharros relucientes y sus
trajes nuevos, sus porras a estrenar y
sus bombas sorpresa que hacen llorar cuando estallan. Hubo trifulcas, batallas
y batallitas, heridos, detenidos. Falló que hubiera un muerto.
Por eso Paul, cuando se levantó al día siguiente del evento,
compró un fusil para su hijo Harry, con munición suficiente para volar una
ciudad de dos mil habitantes, para que su hijo, cuando celebrase su primer
botellón, pudiera defenderse convenientemente.
Es lo que tiene la mil treinta y tres, un caramelo
envenenado para que nadie se mueva en las fotos perfectas que sólo existen en
su mundo imaginario.
© Mª Luisa
López Cortiñas
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Muchas gracias por comentar.
Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.