Felices Fiestas a todos, que todo vaya mejor el próximo año.
Parabéns.
Bon Nadal.
Os dejo un cuento muy bonito y poco tierno, como un pan duro.
— Mira mamá, mamá, mamá ven, mira—chilla
una niña flacucha de unos ocho años con el rostro enrojecido de emoción.
— Sí
cariño —le contesta la
mujer riendo, acercándose a la ventana desde la que la niña contempla la casa
de enfrente exaltada —¡Casi se adelantan a los centros comerciales con los
adornos navideños! —dice mientras besa los caracoles de la preciosa rubia.
— ¡Como en las fotos de América!
— Sí.
— Ya no me acuerdo —dice frunciendo
el ceño.
— Eras pequeña. Muy pequeña.
— Tampoco de papá —convirtiendo sus
grandes ojos en dos minúsculas hormigas, como si cerrándolos mucho pudiese
recordarlo todo.
— Eras todavía más chica. Una
cosita así —contesta enseñando la medida con sus brazos. La distancia no
alcanza los sesenta centímetros.
— ¿Volveremos a América?
— No sé. Algún día.
— ¿Pondrán un camello? —pregunta la
niña contando con los dedos las cajas de cartón que aún tienen pendientes de
abrir los vecinos de enfrente.
— No lo sé, habría que preguntar —responde
la madre torciendo el gesto.
— Pregunta, pregunta…
—
No soy sorda ¿sabes? No me hablo con ellos.
—
Pero yo sí.
El semblante
de la madre torna cristal.
— ¿Cuándo? —pregunta.
— Por las mañanas les saludo.
— ¿Han hablado contigo otras veces?
La niña cabecea un gesto derecha,
izquierda… Mira nuevamente a los vecinos e inquiere
— ¿Por qué no hacemos lo mismo?
— ¿Lo qué?
— ¡Luces por fuera! Son chulísimas.
— ¿Pagarás tú la factura?
— ¡Eh!
— No nos lo podemos permitir.
— ¡Ah!
La mañana transcurre con una
decena de ojos fijos en el devenir de la casa de enfrente, las guirnaldas de
colores comienzan a abarrotar la fachada del adosado del vecino. A medida que
el señor Parker baja peldaños, la expectación vecinal aumenta.
— ¿Mamá puedo comer aquí? Porfa,
porfa di que si.
— Sí.
Algo vuelve a llamar la atención
de la pequeña, que come frente a la ventana sin prestar atención.
— Mamá se lo dirás.
— ¿Qué? —pregunta la mujer al otro
lado del salón.
— Quiero un camello, un camello enorme —responde alzando los
brazos sobre su cabeza.
La madre ignora la pregunta, pero
la niña no parece muy dispuesta al olvido.
— Díselo, díselo, porfa, porfa —al
otro lado de la calle, el señor Parker, sabiéndose el centro de atención de la
chiquillada hace gestos hacia éstos para que vayan a ayudarle. Nunca vienen mal
unas cuantas manos entusiastas—. Mamá, mamá el señor Parker me llama. Pedro
capitán ya está allí —grita poniendo esos ojos de huevo kínder que su madre
odia tanto—. Quiero ir.
— No…
Antes de que ella pueda continuar
con la frase, la niña ha salido corriendo y sin abrigo.
Un escalofrío recorre el cuerpo
de la madre. Coge la agenda y el teléfono, se aposta en la ventana, y observa cómo su hija llega al jardín de los
vecinos. Con el dedo índice localiza el número del sargento Parker, el
incombustible sargento Parker.
Marca.
— Alló —responde una voz femenina
al otro lado.
— Soy Marina.
— Di —dice la señora Parker, a la
vez que se acerca a la ventana desde la que ve a su vecina de enfrente.
— No he podido impedirlo.
— Es una niña —señala con
condescendencia mientras la observa a través de su ventana.
— Lo siento —dice Marina con tono
compungido. Mira fijamente a su interlocutora al otro lado de la acera. La
línea permanece en silencio unos minutos, uno de esos silencios cómodos en los
que uno tiene tiempo para pensar en la respuesta adecuada y en la palabra
perfecta. Sin embargo, la otra se adelanta a cualquier explicación.
— Ya.
— Parece que el tiempo no
pasa—susurra Marina.
— Pero ha pasado. Texas, Stuttgart,
Avord —enumera como una letanía.
— … Morón —completa Marina el
listado— todo vuelve.
— Te perseguirá siempre —anuncia la
señora Parker quien cuelga la llamada sin despedirse.
De ventana a ventana se miran. La
señora Parker firme como un roble, Marina temblando como una hoja mira como su
niña ayuda con los adornos de los setos del jardín.
Recoge la cabeza entre las manos
y aquel maldito día regresa una y otra vez.
El estruendo y el huir de pájaros
despavoridos en tropel.
Marina corriendo, tropezando,
gritando: “Mique no meve, no meve”.
El arma en el suelo.
A un metro, Michael Parker
tirado.
Chillar de gentes que venían al
calor del ruido.
Marina gritando.
La ambulancia.
Y angustia mientras él intenta
respirar.
Y angustia cuando la vida le
abandona.
Y angustia por su vociferante
bebé.
“No se preocupe, un desgraciado
accidente”.
Dicen. Dicen.
…Pero sospechan tras la mano en
el hombro.
Y ella con su angustia instalada
en el pecho con la intención de no irse nunca.
Mira a su hija, sabe que no debe
perderla de vista ni un solo segundo.
La mariposa no debe saber lo que
hizo sin hacer cuando gusano.
Nadie debe nada decir.
En cuanto esté a salvo en casa
comenzará con las maletas.
Mañana pedirá el traslado.
Los traslados honran la memoria
de los perdidos en combate.
Ella preguntará porque se han de
ir de nuevo.
Ella contestará que son cosas del
ejército.
Ella dirá que lo odia y llorará
un río.
Ella seguirá buscando un destino
sin sombras.
Aunque sabe que siempre vuelven
por navidad.
Como los muertos.
©Luisa L. Cortiñas
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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.