Ángel guardián
Había tenido los
trabajos más variopintos y absurdos que uno pueda imaginar, desde probar comida de perro, y destrozar
coches, a estrenar toboganes en parques acuáticos. Cuando un triste y lluvioso
octubre, comenzó a trabajar de camarera, en el bar de la plaza del pequeño pueblo
pesquero en el que vivía, no sabía que iba a recibir la más extraordinaria
oferta que nunca hubiera podido imaginar.
—Zoraida, antes de irse pase usted por mi
despacho.
Un par de golpes
tímidos en la puerta Privado anuncian la visita.
—Pase usted— dice una voz grave— siéntese por
favor.
—Usted dirá.
—Lleva poco tiempo trabajando con
nosotros, pero veo que es usted una mujer diligente y discreta, cualidades, que
en estos momentos, aprecio más que nunca.
Don Yago se levanta,
juguetea con un cenicero que está sobre la mesa, se vuelve a sentar.
Zoraida le mira
atentamente, no sabe qué propuesta puede estar intentando hacer ese hombre de
edad indefinida y presencia imponente, cuyos profundos ojos oscuros ocultan pensamientos
y sentires. La grave voz de don Yago, irrumpe nuevamente el río de preguntas que inunda el cerebro de la
empleada.
—¿Sabe usted que tengo una hermana?
—Si, por supuesto. La señorita Lourdes. Desayuna
aquí todas las mañanas.
—Eso, eso es lo que me gusta de usted— Don Yago se
vuelve a levantar, cuando advierte temor en la mirada de su empleada, vuelve a
tomar asiento.
—Espero sepa disculparme. Es difícil de
explicar la tarea que quiero encomendarle. Todo legal— asevera estirando las manos
siguiendo el plano horizontal de la mesa—. Estábamos…
—Hablando de la señorita Lourdes— completa la locución
Zoraida.
—Sí, mi hermana. Como usted habrá podido
observar, tiene un pequeño problema. Nació así, lo que se dice por estas
tierras —carraspea— le faltan un par de veranos.
—Si usted me lo permite, es una persona muy
agradable y educada.
—Necesita que alguien, desde la distancia,
esté pendiente de ella.
Zoraida se disponía a preguntar,
pero la mirada de Don Yago aborta la intención.
—Lo importante es mantener las
distancias. Lourdes no soportaría sentir que la cuidan. Odia que la traten como
a una inútil. Necesito una persona que vaya a vivir al lado de su casa, y la
cuide desde la distancia. Siempre que mi hermana esté correctamente atendida,
sus necesidades de vivienda y trabajo serán satisfechas.
Zoraida era toda oídos, aunque no acababa de
entender bien que era eso de “cuidarla en la distancia”.
—Como usted sabe, mi hermana comienza el
día desayunando en esta cafetería, verano, invierno. Llueva, haga sol, nieve,
pasea durante toda la mañana, nunca regresa a casa antes de la una. Si algún
día por enfermedad, o cualquier otra contingencia, Lourdes no desayunara aquí,
usted sabe dónde encontrarla, y en ese caso, ella aceptara gustosa su ayuda.
—Siga— dice Zoraida cada vez más intrigada con la
distancia.
—Quiero que cuando regrese de sus largos
paseos mañaneros, encuentre su cama hecha y la comida en la mesa. No es
necesario que usted cocine nada en especial, lo que ustedes coman estará bien.
No tiene manías. Para cenar, eso sí, ha de dejar preparada una sopa, esas de
sobre sirven, y unos paquetes de embutido variado en la nevera que irá comprando y reponiendo—. Don Yago se
para, y mira a Zoraida atentamente, intentando adivinar si ella le está
entendiendo. Parece tranquila e interesada
en la anómala propuesta—
Quiero también que lleve el cuidado de su vestimenta, ya sabe, cuando haya que
poner una lavadora, lavaría usted la ropa en su domicilio y la devolvería
convenientemente planchada, bueno, y habrá que dejarla ordenada en los armarios. Es muy
importante que mi hermana no sepa que usted va. Ella no sabe hacer estas cosas
cotidianas, pero tampoco permitiría de buen grado que nadie lo hiciera por
ella. Dos días por semana, una persona limpia en profundidad la casa, por ese
tipo de limpieza no tendrá usted que preocuparse. Sólo quiero que usted se
ocupe de lo más básico, lo perentorio. El día a día de una casa en la que vive
sólo una persona.
¿Qué le parece la propuesta? — sin dar tiempo a responder—. Entiendo que
primero consulte con su familia, no deja de ser un cambio de domicilio. Por
supuesto, yo correría con todos los gastos. Su actual contrato a tiempo parcial
pasaría a completo. Su salario lógicamente se duplicaría.
—No creo que haya ningún problema con el
traslado de mi familia. La respuesta es sí. En mi mundo, no pagar alquiler es
un lujo que no puedo pasar por alto.
Un apretón de manos
cierra el trato.
La familia de Zoraida,
marido y dos hijos varones, como era de esperar, no pusieron ningún
inconveniente. Una amplia casa en el centro del pueblo, gratis, era más de lo
que habían soñado cuando decidieron dejar la gran ciudad.
En un par de días, una
empresa de limpieza y otra de mudanzas, por orden de don Yago, limpiaron y
llevaron todos sus enseres a su nueva residencia. Zoraida disfrutó el traslado como
nunca antes había podido hacer. Aquellos hombres movían una caja tras otra, un
mueble tras otro, una etérea cadena de montaje que ella dirigía moviendo los
brazos, para indicar en qué lugar debía ir ubicada cada cosa, se sentía como un
director de orquesta. A las ocho de la tarde del día acordado, todo estaba en
su sitio. A la mañana siguiente comenzaría el cuidado de la señorita Lourdes.
Llevaba ya un par de
meses con su extraño trabajo, se sentía invisible, incluso en algunas ocasiones,
se había sorprendido a sí misma caminando de puntillas, para que nadie
escuchara sus pasos ¿quién la iba a escuchar? Era extraño ser invisible.
—Hola, lo de siempre por favor— dice Lourdes
con esa sonrisa abierta y franca que la caracteriza. Es una mujer de mediana
edad, regordeta y baja, con el pelo a lo garçon siempre impecable.
Zoraida prepara el café
y la ensaimada, sonríe para sí misma, sabiendo que cuando deje el desayuno en la
mesa, hablarán del hermoso día que hace.
—Aquí tiene usted. Hoy hace un buen día para— Lourdes la
interrumpe.
—Me podría traer un zumo de naranja, por favor.
Zoraida le prepara un inmenso zumo, no el habitual que se sirve a
los clientes. La señorita toma poca fruta, si hoy le apetece, que aproveche.
—Aquí tiene.
En la mesa de al lado reclaman a Zoraida
—¿Hoy vas al mercado?
—Sí.
—Entonces te espero.
La señorita Lourdes interviene en la conversación.
—¡Yo sí que tengo suerte!
—¿Porqué lo dice usted? — pregunta Zoraida sonriendo.
—A mi me cuida un ángel.
—¿Un ángel? — interroga Zoraida.
El breve intercambio llama la atención de la amiga de Zoraida y las
dos se disponen a escuchar ansiosas la respuesta de la otra.
—Sí, no tengo que ir a la compra. Cuando llego a casa tengo la
mesa puesta. Nunca sé lo que voy a comer, salvo el domingo que toca paella.
Cuando llego a casa, la cama está hecha y todo está recogido. ¡Hasta la ropa se limpia y guarda como por
ensalmo! Como les cuento, me cuida un ángel.
—¡Qué suerte tienen algunas! — exclama Zoraida, que mira a su
amiga con cara de advertencia.
Zoraida regresa a su puesto y piensa ¡un ángel!, trabaja de ángel.
Desde ese día, cuando Zoraida
entraba en casa de la señorita Lourdes, sentía que de su espalda brotaban un par de alas, eran las alas de un ángel,
formadas por miles de plumas blancas, alargadas y hermosas, muy hermosas, unas alas ligeras, y tan grandes que besaban
el suelo, y con la gracilidad de un ave, recogía, cambiaba el polvo de lugar,
colocaba cada cosa en su sitio, y aquello
dejo de ser un trabajo, y se convirtió en un placer, que cada día, Lourdes
pagaba llamándola ángel, desde la distancia y la inconsciencia.
Zoraida estaba tan metida en su papel, y tan convencida de que el
amor mueve el mundo, que ante la falta de romances en la vida de la señorita,
como representante de Dios en la tierra, decidió dejar una flor fresca a la
cabecera de su cama, todos los días.
Con cada flor, la señorita Lourdes se ahorraba una cana, y
mientras sus faldas menguaban, sus ojos ganaban brillo y su sonrisa se ampliaba.
Aquella mañana de domingo, el Sol se escondió tras una
intermitente lluvia, y Lourdes, más joven que nunca, apareció en la cafetería
con un niño en brazos y otro que le pisaba los talones. Cuando Zoraida vio allí
a sus hijos acompañados por la señorita, perdió el color del rostro, y se
arrojó a coger al pequeño, mientras Lourdes decía:
—Ha sido un ángel. Verdad. ¡Qué guapo es tu niño!
—¿Qué ha pasado? — preguntó Zoraida.
—Les he encontrado en la calle, y éste diablillo estaba así, así— contestaba
Lourdes marcando una distancia inexistente con el pulgar y el índice— de que le
pillara un coche, pero no ha pasado nada. A todos los niños les cuida un
ángel—decía al niño sonriendo.
Al atardecer un revuelo recorrió el pueblo, unos pescadores habían
rescatado el cuerpo de Lourdes del abrazo del mar. Cuando le cerraron los ojos
aún sonreía.
Zoraida, sólo cesó en su llanto cuando don Yago posó la mano
derecha sobre su hombro, y casi en un susurro le confío “no debe usted
preocuparse por nada. Dejar esas flores fue una idea brillante. Nunca la había
visto tan feliz”.
® Mª Luisa López Cortiñas
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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.