Amaneció
lápiz, anocheció borrón
Dejadme
que os cuente:
La
noche de los lápices fue un septiembre, 16 para más señas, de un
año 76 en una Argentina ahogada por militares. Silenciaron a una
decena de adolescentes que sólo pedían una rebaja en el billete de
bus para los estudiantes, aunque hay gentes que desmienten que éste
fuera el motivo. Fuese cual fuese éste no importa.
Lo
vuestro fue distinto, fue en enero, a la hora en la que los españoles
que aún trabajan sueñan con un pincho de tortilla y un café. En
esa hora de descuido, ellos llegaron con sus elegantes y ajustados
trajes negros, su paso firme, y sus kalasnikov al hombro como quienes
en la vida no han hecho otra cosa que pasear una por el centro de una
gran ciudad. Hicieron su trabajo con seguridad y eficacia, tal y como
prescriben los manuales del neotrabajo, pocos tiros y certeros, sin
derrochar más munición de la estrictamente necesaria en quienes
sólo se podían defender con lápices y vasos de agua. Unos
auténticos profesionales, que como ya viene siendo habitual, dejaron
parte de su documentación en el coche inicial de la huida. Todo un
clásico para este nuevo terrorismo en Occidente, ya imagino el
manual de instrucciones de los malosos al mejor estilo Cantinflas:
“Antes de abandonar usted el lugar del crimen, no olvide dejar
algún documento de identidad, que permita a las autoridades locales
actuar como héroes ante las cámaras” y claro, profesionales sí,
y obedientes, además huérfanos. Un huérfano es un pozo de ventajas
al que nadie llora, y sobre el que uno puede recordar cualquier cosa
que hará las delicias de los gabinetes psicológicos, más cuando
acaban de finiquitar a sangre fría una docena de compatriotas.
Ciertamente,
si uno ha de morir, que le maten al menos profesionales de la cosa, y
no que le envíen a uno un tipo, vestido de cura o de torero, que más
que darte un susto por encargo, te deben de entrar ganas de darle la
cartera como si fuera del cobrador del frack.
A
partir de ahí, ¡la que se ha liado! Un despliegue de ochenta mil
tíos para pillar a un par de documentados que huían por una Francia
atónita y alerta, las televisiones conmocionadas grabando el
despliegue y relatando los hechos, “supuestos hechos” o como
queramos llamar al adorno auditivo a lo que media Europa estaba
viendo. Me recordó al patio del colegio y a eso de “tres contra
uno, mierda “pá” cada uno”. Pero somos más chulos que nadie,
y un malo equivalía a un ejército completo, aviación incluida,
imposible salir vivo de la encerrona. Imposible salir.
En
estas, que un colega de los malosos, ataca aun policía y se instala
por la fuerza en un supermercado judío, sí, judío, esos con los
que no se hacen chistes por un problema de gases, mala milk y
montañas de dinero, aunque en realidad, son gente sin ninguna
gracia, carencia que no les ha impedido alcanzar las más altas
cuotas de éxito social. Por resumir, cuatro muertos más el malote,
y un héroe. ¿Qué sería de Occidente sin sus héroes?
No
se si donde estáis habéis podido ver el espectáculo... pero os
aseguro que ha sido precioso ver a tantos reivindicar que “je suis
Charles”y llenar las calles de lápices y bolis en pro de la
libertad de expresión, ¡qué vaya usted a saber qué carajo es eso!
¡No sabéis la de manifestaciones! ¡La de condolencias! ¡La tirada
de un millón de ejemplares que en unas horas se multiplicó por tres
y medio y en varios idiomas! ¡Y en unas horas en cinco! Es la
máquina que no cesa, la máquina que todo deglute, la máquina que
todo lo absorbe, una terrible centrifugadora que de sesenta mil pasa
a cinco millones en siete dias por mor de doce muertos. Ya lo dice
el refrán “no hay mal que por bien no venga”, lo que ya no sabe
uno es cuánto durarán los males y para quien son los bienes. ¡La
de colas en los kioskos! En Occidente, somos así, todo lo hacemos
como si no hubiera un mañana. ¡Qué de homenajes! ¡Lástima que no
éstos no resuciten a los muertos! Si fuera así estarías vivitos y
coleando que diría un castizo. Creo que esto me lo podía haber
ahorrado, aunque ya decía Mercedes Soriano que para alcanzar la
gloria “hay que ser por lo menos cantante de ópera y haber pasado
a ser cadáver, de gloria no se enferma”.
Sí,
París se inundó de llanto, luto y autoridades políticas, que no
morales, que apoyaban slogans al mejor estilo del 68. Hasta las ratas
abandonaron sus quesos para asistir a los actos. También hay
sombras, muchas sombras. Los de siempre han inundado las pantallas
diciendo que “se quieren ir”, más seguro que Israel no es ningún
lugar en el mundo, y ya se sabe que desalojar cualquier “poblacho
palestino”, tiene menos coste que quitar de la principal carretera
de Menorca los gatos que en enero atropella el miedo, esa bestia
negra que después de vosotros ya nunca dejará de perseguirnos,
dicen los agoreros y sueñan los mercados, acá ya sabéis que todo
es a la mayor gloria de los mercados.
En
París estaban todos, de negro y ganchete como viuditas de guerra
celebrando la vuelta de los soldados, compungidos, reivindicando su
palabra y el horror de los hechos, mientras se frotaban las manos
porque en realidad odian a los otros, recelan de los otros,
desprecian a los otros, pero ellos nunca abrirán la boca, serán sus
acólitos los que se ensucien las manos.
Estaban
todos, todos los que no pueden permitir que las personas elijan a
quienes no son ellos, los obligados a obligar a obedecer la voz de
los amos, y continuar llenando sus ya rebosantes bolsillos, esos que
nunca jamás tendrán lo suficientemente llenos.
Seguramente
hay una Maríe, que desde vuestra partida, no tiene quien le cuente
un cuento por las noches o un Pierre que no podrá jugar al fútbol
con su padre o a la canasta con su abuelo, pero a nosotros, a los
mudos testigos, nos contarán los cuentos de costumbre, nos meterán
los goles por la escuadra, y cada tiro será un triple, no pasará un
día sin que nos recuerden que todo lo hacen por nuestro bien, que si
no has hecho nada no has de tener miedo, la verdad siempre florece, y
en vez de tratarnos como delincuentes en los aeropuertos, nos
trataran directamente como peligrosos terroristas. Sin zapatos, sin
cinturón, sin joyas, sin ningún libro envuelto en papel burbuja,
sin una botella de agua... en ocasiones como ésa a uno le gustaría
autocombustionarse, hacer chas y aparecer al otro lado sacando lengua
y con la mano en la nariz.
Vuestra
muerte es tan absurda como tantas otras, simplemente, que esta vez,
la afrenta la pagaremos todos, judíos, moros y cristianos, pasaremos
por la trituradora de nuestras relucientes pantallas, y comulgaremos
con ruedas de molino. La libertad de expresión es un conjunto vacío,
como la paz, el más vacío de todos los conjuntos, una ficción para
creernos mejores no para serlo.
Nunca
sabremos la verdad, porque la verdad es simple y sólo tiene un
camino, vuestro crimen tiene ramificaciones principales y
secundarias, vuestros asesinos tantas interrogantes como respuestas,
y hay tantos felices disfrutando de la pieza de un pelín más de
nuestra libertad y nuestro miedo, que la verdad sólo puede ser una
amalgama de mentiras más falsas que una moneda de quinientos euros.
Ya
no quiero molestar, pero ya que venía a pediros un favor, he querido
aprovechar para contaros lo que el mundo, al menos nuestro pequeño
trozo de mundo, ha llorado vuestra muerte, aunque nadie os echará
tanto de menos como los vuestros.
Voy
al favor, que al paso me olvido. Estéis donde estéis, si os
encontráis por ahí al Neumann, de nombre John, profesión
matemático, decidle que vaya pensando en reencarnarse, necesitamos
una teoría que nos sirva para todo, esto va camino del infierno, y
hasta Europa, la vieja y cansada Europa, cada día se parece más al
Lejano Oeste y al sálvese quien pueda. Sin más decir ni pedir.
©
Luisa L. Cortiñas
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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.