VOLVER
PARTE 1
Su patrimonio consistía en
las huellas que deja el amor cuando arrasa, cuatro álbumes de fotos que ignoran
la felicidad que encierran, y mil promesas que no serán cumplidas.
En el haber, una
licenciatura en historia a la que nunca encontró utilidad alguna, pero que le
proporcionó cinco de los mejores años de su vida, tres años secretaria en un despacho de abogados, y una paga
social de cuatrocientos veintiséis euros.
En el debe estaba todo lo
demás: el alquiler que no pagaba, los recibos que debía, la ropa de prestado, y
las necesidades alimenticias de cuatro niños en pleno crecimiento.
Dos semanas ya sin noticias suyas, y allí estaba, con su
larga melena castaña recogida en una coleta y la cabeza echando humo,
intentando cuadrar un cúmulo de números que sin pausa y con prisa la conducían
al infierno.
Aquel por el que dejó todo,
amigos, ciudad, familia, no estaba. Salió un sábado por la tarde, una tarde de
fútbol como todas. Como siempre, unas monedas en el bolsillo y la tarjeta de
residencia por todo equipaje. Un equipaje sin maletas ni enseres, puesto que
todo estaba en su sitio.
Nadie le había visto en el
barrio, al teléfono no respondía y cuando fue a la caja de latón en la que
guardaban sus ahorros, confirmó sus sospechas.
En ocasiones, no se podía explicar cómo había dejado a esos hijos que
tanto decía querer y parecía amar, en otras, cuando repasaba minuciosamente los
últimos meses de convivencia, las señales le parecieron innumerables, habían
desaparecido imperceptibles gestos de cariño, sonrisas y miradas cómplices,
frases de consuelo, y ahora era consciente de aquellas ocasiones, en que la
miraba ciego con media sonrisa de traidor a jornada completa.
Desde su abandono, lo peor
no fue la conciencia de que el llanto era una extravagancia que no se podía
permitir, sino la constante presencia de su madre como una mariofanía, y su “ya
te lo dije”.
Ahora escuchaba a todas
horas, lo que antes no había querido oír. Los comentarios maliciosos, se habían
convertido en martillos a los que no era capaz de oponer resistencia, “niña si
es pequeño como una pulga”, “niña es renegrido y achinado como un mono”, “niña
te hará un bombo y te dejará sola” y otras lindezas difíciles de asimilar.
Esa dura mujer de noble cuna
catalana, única habitante de un piso señorial y en propiedad en Pedralbes,
heredera de un imperio hostelero vendido al mejor postor por falta de talento
empresarial en la familia tras la muerte de su marido, nunca pudo aceptar que
su única hija se enamorara de Washington Wilson Pilaquinga Rodríguez, y
constantemente lamentaba “hija, ¿dónde vas con un hombre llamado así? Eso no es
serio”. Ella siempre respondía desafiante “¡Como si Claramunt Gramunt sonase a
música celestial!” Las más de las veces la respuesta de su madre era un “niña
no te pases”, y si no estaba pendiente de haberse alejado unos metros, dejaba
estampada en sus morros una grácil torta.
Lo único que le gustó a su
madre de Washington y que según ella, era lo único que separaba a éste de la selva, es que la trataba de
usted, algo que siempre le pareció una muestra de buena educación y respeto.
Ella en cambio se enamoró de
su gracia y sus maneras. Su primera pregunta fue “¿quiere bailar?”, y no el
dichoso “¿estudias o diseñas?”, tan de moda en la época. Mientras sus cuerpos se movían al ritmo de la
música, de sus bocas se escurrían ocurrencias
banales que les hacían reír, y ella disfrutaba de aquellas pequeñas
incomprensiones que ocasionaba la incapacidad
total de él para reconocer una ironía. Se dieron los nombres y los
teléfonos cuando se despidieron en la puerta del local. ¡Tanto hablar y casi lo
olvidan! De él sabía que había llegado a
España hacía un par de meses con su hijo, autorizado el viaje por una madre
“lisensiosa” decía él, y deseosa de librarse de un mocoso de tres años que sólo
era fuente de trabajo y mierda. Él sólo sabía que aquella mujer alta y delgada
tenía una sonrisa de la que querría estar acompañado el resto de su vida.
Si el padre la enamoró al
primer baile, el pequeño Wilson Esteban sólo necesitó un segundo, y en cuanto extendió sus brazos hacia
ella, la devoción de ambos fue absoluta.
Si el noviazgo fue tormenta,
la boda fue un relámpago discreto, de esos que estallan con luz y sin rugido,
como corresponde a una boda de íntimos muy íntimos. Su madre se quedó compuesta
y sin organizar nada. Un inmigrante dedicado a las más humildes labores que la
construcción proporcionaba, no era la aspiración de las niñas de buena familia,
por mucho magisterio que el muchacho hubiera impartido en su patria.
Al año nació su primogénita,
Aurora, tan morena como su padre, y con los ojos avellana y chispa de su madre.
De su abuela heredó el nombre, por aquello de ver si esa bruja se ablandaba,
pero esa mujer poseía un corazón incorruptible a la ternura.
Los inicios no fueron
sencillos, la gran ciudad exige sacrificios constantes para pocas recompensas,
y después de una loca noche de sexo, amor y confidencias, decidieron poner un
mar por medio. De todas las islas cercanas, ella recordó felices vacaciones
infantiles en una Menorca virginal y hippy, hicieron su equipaje, y en menos de
dos meses un aire tramontana les recibía en el aeropuerto de Maó.
Encontraron su lugar en el
mundo, y allí nacieron sus hijas menores, tan morenas como su padre y con los
ojos de su madre.
Ahora volver a la casa materna
no era una opción. Odiaba el ya te lo dije, y su madre odiaba a sus nietos, a
los que muy piadosamente llamaba mestizos. Aunque hablaban todas las semanas,
el interés mostrado por las criaturas no superaba las convenciones de la
caridad cristiana. ¿Cómo iba a aparecer ella allí, en Barcelona, abandonada por
su hombre, y acompañada del adosado del sur y sus tres flores?
Las reflexiones de Estela
cesaron cuando el teléfono comenzó a sonar con violencia. Su amiga Elena le
ofrecía nuevamente trabajar de camarera de pisos en un gran hotel de un pueblo
cercano. En dos días comenzaban. Horario acostumbrado. Esta vez había tenido
suerte, abril aún no asomaba tras la esquina y tenía contrato, preludio de que
podría trabajar seis meses. Reanudó el conteo, y el debe y el haber comenzaron
a encajar como un tetris: en diciembre era previsible un balance saldo cero. Un
suspiro cerró sumas y restas, una fiebre limpiadora se apodero de ella, y
comenzó a organizar la intendencia de su casa.
El día señalado abandonó su
domicilio a las siete de la mañana, aunque la jornada comenzaba a las ocho, su
compañera siempre regalaba media hora de trabajo, ella no estaba muy de
acuerdo, pero no quería dejar a la otra con el culo al aire. En casa, además, tenían
la mala costumbre de querer comer todos los días.
Wilson se levantará a las
siete y media, y entre él y Aurora, prepararán desayunos, y ayudarán a vestirse
a las dos pequeñas. Irán juntos al colegio, y cuando ella tome un respiro para
un café, revisará su móvil. Todo ok.
La mañana transcurrirá según
lo previsto, todo marcha a medio gas, menos ellas, que sobrevuelan salones,
terrazas, office, pasillos, veintiséis habitaciones cada una con sus veintiséis
baños, sin pausa. Todo es una imitación de limpieza y eficacia, que lo que ocultan
es la necesidad y la miseria que otros disfrutan desde sillones de cuero, y
secretarias rubias que hacen estupendos trabajos bajo mesas de roble rodeadas
de pudientes manzanas mordidas.
Cuando llegan las cuatro,
los riñones protestan, las manos tienen sed, y el cansancio invita a la huida.
Pero hay novedades, llegan nuevos viajeros, abrirán otra planta y han de
quedarse a revisar camas, toallas, jaboncitos, que no falte de nada, cuando se
pueda les darán un día libre como quien da limosna, y todas comen deprisa,
apelotonando sabores y platos, y pidiendo al cuerpo, aun no acostumbrado, que
no se relaje, que los músculos respondan, que no fallen las manos ni los
rápidos reflejos que divisan manchas de polvo invisibles para ojos no expertos,
o huellas ocultas en espejos malditos que protegen secretos de armarios vacíos.
Estela aprovecha para llamar
a sus niños, todo bien mamá, todo bien.
©Mª Luisa L. Cortiñas
Enlace Segunda parte del relato
"Volver" es uno de los trece relatos de "Semana de prodigios" (por si alguien tiene prisa).
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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.