Ciertos oficios
De lunes a vienes esperaba los sábados
como quien aguarda ilusionado una cita.
Una cita importante, una cita de amor.
Lo aguardaba en pijama, sin prisas, con
la televisión encendida, y siempre con la emoción de ir vaciando la
nevera, que llenaba el domingo de platos precocinados que compraba en
la tienda de la esquina de su casa. Aquella pequeña tienda que le
surtía de lo necesario para no tener que salir salvo en caso de
urgencia grave.
Los sábados se levantaba temprano, no
por obligación, por el mero placer de hacerlo.
Llenaba la bañera hasta el borde y la
inundaba de sales. Las sales eran eficaces para dejar en el olvido
cinco días de pijama, y él se perdía en ellas hasta que el agua
comenzaba a enfriarse.
Después venía la tarea de eliminar
cinco días de barba, el placer del masaje y el exquisito olor del
perfume que usaba esos dos días.
Vestirse el uniforme, un triste
pantalón de pinza negro, una horrorosa camisa a rallas blancas y
rojas y una medio gorra que dejaba su calvicie a la intemperie, en su
caso se convertía en un rito de torero, si no fuera por la carencia
de ayudantes. Le hubiera gustado, en esos momentos, tener con él a
alguien que no sólo le ajustase el pantalón, sino que le dijese que
estaba impecable. El espejo no era lo mismo.
Ese día comía en la mesa del comedor,
por miedo a ensuciarse, y tener que utilizar el sucedáneo que había
comprado por su cuenta.
A las tres y media, ni un minuto más
ni uno de menos, bajaba las escaleras con la sonrisa ya puesta y con
la ilusión de un niño cruzaba la calle, enfrente estaban los cines.
Los Multicines Bogart que daban sentido
a su vida. Con los compañeros abría, encendía luces, revisaba
papeleras, comprobaba que la máquina estaba tan limpia como la dejó,
y sobre las cuatro comenzaba el espectáculo.
Él tenía uno de esos oficios que
admiraban al poeta:
“por la imaginación desbordante
que sus propietarios por fuerza
deben poseer
para sobrellevar la soledad y el
silencio:
taquilleras, vendedores de cupones,
maquinistas, vigilantes...
a quien se les ve y no se les mira;
bien es cierto que tampoco ellos nos
hacen mucho caso”
En cuanto alguien
le pedía palomitas, él se acercaba a la máquina con la pala y
movía las caderas al ritmo de la música imaginaria que en ese
momento le acompañaba.
Los clientes
observaban su trasero, especialmente ellas. Si uno estaba en posición
de perspectiva, lo que le atrapaba eran las coreografías que hacia
ejecutar a las palomitas recién hechas con la pala, antes de
introducirlas en el triste envase de cartón.
Una vez comenzaba
la ceremonia, ésta no finalizaba. Reescribía una y otra vez la
misma sinfonía. Sin perder la ilusión ni la sonrisa.
Su jefe, en
ocasiones, le miraba mientras con una sonrisa de satisfacción,
pensaba que era el mejor vendedor de palomitas que habían tenido
nunca.
Fue un acierto
contratar a alguien así:
Hombre,
666 666 666
vivo enfrente, 2º
A
LICENCIADO EN
VADEAR EL SILENCIO
©Mª
Luisa López Cortiñas
Luis Miguel Rodrigo
“Inclemencias de
un cardo borriquero”
Luis Miguel es un
poeta nacido en Madrid y que dedica sus días a la psicología, según
dicen en una de las entradillas de su primer libro de poemas
“Inclemencias de un cardo borriquero”. No sé si ha escrito
alguno más, si lo hay, no lo he encontrado.
“Inclemencias...”
es un poemario social que entronca en su concepción con lo que
podríamos llamar “antipoesía”. En sus versos alcanzan
protagonismo el trabajador “precario”, o la inoportunidad de las
alergías, porque “cuando uno se pone a vivir no da abasto” y la
poesía todo lo admite.
Poema que
previamente he destrozado.
Ciertos oficios
Atrapan mi atención ciertos oficios
por la imaginación desbordante
que sus propietarios por fuerza
deben poseer
para sobrellevar la soledad y el
silencio:
taquilleras, vendedores de cupones,
maquinistas, vigilantes...
a quien se les ve y no se les mira;
bien es cierto que tampoco ellos nos
hacen mucho caso.
Me pregunto en qué paraíso fiscal
invertirán sus sueños cuando en el
corazón
acampa la madrugada,
qué harán esos años enteros
(que tarde o temprano a todos nos
llegan)
que los termómetros marcan bajo
cero
a todas horas.
Supongo rodearán con círculos
rojos
demandas de empleo en los diarios:
Se necesitan soñadores despiertos
con la imaginación puesta a punto
para cuando arrecie el invierno.
Y en su currículum escribirán en
mayúscula:
licenciado en vadear el silencio.
Luis Miguel Rodrigo “Inclemencias
de un cardo borriquero” Ediciones Vitruvio
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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.