A partir de este jueves, la cita de los próximos jueves, valga la redundancia, será con esta historia. Espero que os guste tanto como a mi me gustó escribirla. Si a alguien le mata la intriga (no creo, los políticos me hacen competencia desleal) y no puede esperar está a la venta, se puede enlazar en la foto de portada.
Del resto, ya saben, que como buena gallega, aparte de los jueves publico cuando me peta.
SEMANA DE PRODIGIOS (Parte 1)
LUNES
No le gustaba estar ahí, y
menos un lunes. No le gustaba salir de casa los lunes desde ese lunes en que recibió su carta de despido
del colegio, la carta que le decía que a partir de ese momento no era
bienvenido. Desde ese día era un desecho, un coche sin uso de esos que cuando
llegan al desguace sólo sirven para ser aplastados y hacer chatarra, no tiene una sola pieza
salvable: cuando no le martirizaban los pies era la cabeza. No, no le gustaban
los lunes, desde aquel lunes todos se habían convertido en martes y trece,
viernes trece o cualquier día que en cualquier país del mundo tuviera gafe. Los
lunes concentraban todas las desgracias, hasta que descubrió que los
telediarios ya no se ocupaban de las cosas importantes, en su mayoría eran
arengas de lo bien que había ido el fin de semana, de cuántos coches habían
salido, y de cuántos accidentes habían tenido lugar. Desde hacía años los lunes
se dedicaba a recopilar los muertos de la carretera, en la televisión hablaban
de números y números, pero informaban poco. Han muerto tres en un choque
frontal, han muerto los siete miembros de una familia, ha chocado un camión y
un autobús —éstos
eran buenos, en estos accidentes notificaban si el conductor había muerto o no—, lo único malo
era que esos grandes accidentes ocurrían en carreteras lejanas, cuando él se
enteraba de la noticia ya estarían los puestos de trabajo ocupados. Soñaba con
un gran accidente en la carretera que atravesaba el pueblo, uno delante de su
casa, uno de esos en los que él pudiera salir corriendo a socorrer a los
heridos, convertirse por un día en el héroe local y entregar discretamente su
currículum en la empresa afectada. Llevaba años esperando un momento así, para
ello había invertido tiempo y dinero, y así se había hecho sucesivamente con el
B, el C1, el D… No, no le gustaba salir los lunes. Este lunes habría
movimiento, ayer domingo fue la operación entrada, después de las vacaciones de
Semana Santa. Seguramente habría accidentes jugosos a los que poder sacar
partido.
El único accidente grave en
los cinco últimos años en el pueblo fue el de una familia que emigraba a la
península en busca de futuro. Era verano. Puro julio. Un julio en que el
turismo no ofreció el maná prometido. Salieron a primera hora de la mañana en
una furgoneta de segunda mano que habían comprado hacía apenas una semana, a la
salida del pueblo, nadie sabe todavía lo que sucedió, se estamparon contra un
par de árboles del bosque que despedía o recibía al viajero. Lo único que
pudieron constatar los técnicos es que iban a la máxima velocidad a la que era
posible en aquella furgoneta, ciento ochenta kilómetros por hora. El coche tuvo
que caer como una avalancha sobre los árboles y éstos respondieron con fuerza
manteniendo el tipo. El matrimonio murió en el acto, los niños, seguramente,
tardaron unos minutos en morir. Sus gritos o sus llantos, o ambos a la vez no
fueron escuchados por nadie. Cuando se enteró, no se unió al lamento
pueblerino, no importaban, eran números, números que no tenían detrás nada más
que su esencia de números, y lo único que dejaron fue sangre y trabajo a los
bomberos, el destrozo fue tal que sus cuerpos se fundieron con la chatarra del
auto. En cualquier caso, era indiferente, el estado en el que fueran rescatados
sus cadáveres. No tenían más familia. Se preguntó qué sucedería si el fallecido
fuera él. Si su muerte sucediera de forma plácida, tal y como las estadísticas
sugerían moriría en su cama, o en cualquier estancia de su casa más solo que un
perro. Si muriera un lunes, nadie se percataría de ello, si muriera un martes o
cualquier otro día, al día siguiente alguno de sus compañeros de partida
pasaría por su casa. Lo habían hablado hace años, cuando salió en un telediario
la noticia de una señora que llevaba en su casa muerta unos dos meses y nadie
se dio cuenta, hasta que un vecino de fina pituitaria, decidió relacionar el
extraño olor que estaba invadiendo los alrededores de su domicilio con la
desaparición de esa vieja que un día sí y otro no, protestaba porque los
vecinos de enfrente tenían la televisión demasiado alta. Ese día lo comentaron
él y sus amigos en el bar, y ese día decidieron “los solitarios” que cuando uno
faltase a su cita, al día siguiente, si nadie tenía noticias, acudirían en
tropel a llamar a la puerta del desaparecido. Si éste tardaba más de diez
minutos en responder, harían uso de la llave que todos habían acordado pegar
con precinto en el reverso del felpudo. Él había estado de acuerdo salvo si él
moría un lunes, que no acudirían a su domicilio hasta el miércoles. Había
prohibido a sus compañeros decir que había muerto un lunes. Genaro, su amigo de
infancia, le había dicho que padecía “lunesfobia”, por eso no salía los lunes
de casa y sobre todo, no recogía ese día la correspondencia. Los lunes era un
día de contemplación y reflexión, menos hoy. Hoy había tenido que salir,
necesitaba consultar con su médico y no le habían podido citar antes del lunes.
A pesar de que conoce a pocos que aún conserven su empleo, debe de haber gente
trabajando, si no el ambulatorio no estaría de bote en bote en esas fechas. Aún
así, le habían citado para las doce de la mañana, era la una y allí seguían esperando
casi las mismas almas. Decían algunos que había tenido unos casos difíciles a
primera hora de la mañana, por eso iban con retraso. Alfonso seguía ensimismado
en sus pensamientos y en las cosas que le gustaba hacer los lunes que no salía:
nada.
Decidió asomarse por el
ventanal que saludaba a la calle, el sol continuaba brillando implacable, él
volvió a estornudar. Ya había perdido la cuenta de los “achís” que llevaba, se
había abrigado demasiado y llegó sudando. Una hora allí sentado se había quedado
frío. Volvió a ocupar su puesto en la sala de espera. Hacía unos cinco años lo
habían arreglado, antes tenía unos horribles azulejos azules, ahora los habían
pintado de un marfil mate que hacía que la luz rebotase y se multiplicara por
mil. Dos rayitos de sol hacían que allí uno tuviera que llevar gafas de
protección.
Volvió a mirar su
reloj, la una y diez, y seguía sin
moverse nada, pero llegó la señora Mercedes. Alfonso, en secreto y a voces,
odiaba a aquella mujer, siempre se sentía mal mirado por ella: le contemplaba
de arriba abajo con desprecio y cierto rictus de asco. Él nunca le había hecho
nada. Había sido de amiga de su mujer, amigas desde la infancia decía siempre
Maruja, pero entre ella y él nunca había fructificado más que un saludo que
salía de las cuevas de la educación que habían recibido, un gruñido de
reconocimiento al enemigo. Él siempre sospechó de Mercedes intenciones impuras
con la que durante veinticinco años había sido su señora. Sabía que sus
sospechas carecían de cualquier fundamento. Mercedes fue la madre soltera más
famosa de la isla, y él sintió mucho la muerte de su hijo Manuel en aquel
estúpido accidente. Alfonso se entristece cuando es consciente de que casi no
recuerda cómo era Maruja, ya han pasado doce años y cada vez tiene más
difuminado su recuerdo. El cáncer la comió como la carcoma se ventilaba la
madera, estoica aguantó dolores durante un par de años hasta que ya no pudo más
y el pulmón poco menos que no existía. Fue una muerte lenta para los que la
sufrían en casa y rápida para los allegados a la familia. No soportaba verla
apagarse día a día, ver cómo la enfermedad la consumía cachito a cachito sin
darle respiro. Aún conservaba las plantas de “maría” que de cuando en cuando la
traían a la luz, y a él le curaban el dolor del alma. Le habían prohibido el
alcohol, la sal, el azúcar, que si el colesterol, la tensión, pero “maría”
siempre estaba allí para cualquier apuro. El día que murió Maruja fue a misa a
dar gracias a Dios. Encendió tantas velas como monedas llevaba en el bolsillo.
Ese fue la última vez que recuerda haber rezado con fe y recogimiento.
La una y veinte, y todo
continua igual, salvo que Mercedes cuenta a quien la quiera oír que sí, que
había sido esa mañana cuando había pasado, que lo había contado la señora
Herminia en el mercado.
Herminia, pensó Alfonso, la
otra bruja que faltaba en la feria, pero empezó a sentirse intrigado por lo que
había podido suceder, estaba tan absorto en sus pensamientos y tan concentrado
en ignorar a Mercedes que no se había enterado. A su derecha se sentaba una
joven con un ordenador plano al que había dejado de prestar atención para
enterarse de lo que parloteaba Mercedes.
—¿Qué ha pasado?
—Nada, parece ser, que hoy a primera hora de
la mañana, una señora vino a recoger un análisis y como no le gustaron los
resultados, había amenazado a la doctora con una navaja.
—¡Ah! —dijo Alfonso
con el tono que emplean los que están de vuelta de todo—. Gracias.
Eso era absurdo, todos
sabían que el médico de cabecera no hacía los análisis, simplemente los pedía y
los llevaban a un laboratorio y era éste el que, una vez obtenidos los
resultados, los remitía nuevamente al médico de cabecera, y éste se limitaba a
leerlos y a traducirlos al castellano para explicárselos al paciente. El
paciente, aunque asintiera, nunca entendía nada, al menos él nunca entendía
nada, sólo le interesaba lo que tenía que hacer o no hacer, el resto para qué.
La historia era realmente
absurda. Puedes amenazar a un médico para que te recete drogas, morfina o algo
así, pero obligarle a cambiar los resultados de un análisis, no tenía mucho
sentido, salvo, ¡claro!, salvo que hubiera por medio una sustanciosa herencia.
Imaginemos que la persona
que ha ido a la consulta espera heredar el piso y el chalet de su anciana tía
Agustina. Tía Agustina pasa una mala racha y tiene unos pequeños achaques, con
lo cual la sobrina calculadora la lleva al médico, le hacen unos análisis y la
mujer está como una rosa, pero la sobrina calculadora tiene una deuda con unos
mafiosos rusos y necesita esa herencia cuanto antes, por tanto, quiere que el
médico falsifique los análisis porque su tía es muy aprensiva, y si los
análisis dicen que está muy enferma ella creerá estar muy enferma y se morirá
por puro agotamiento, pero si el médico…
—Pase —sale una voz
del despacho que no parece la del médico habitual.
Alfonso abandona sus
pensamientos, y con paso cansado se dirige a la consulta.
—¿Cómo vamos?
—Pues ya ve, con un par de horas de retraso.
—¿Qué le sucede, Alfonso?
—Ya sabe usted que me duele todo, no sé qué
parte he de destacar más.
—¿Y qué tal con la medicación nueva?
—Bien, bien, sólo que el miércoles olvide
pasar por la farmacia, y llevo cuatro días sin medicarme. Eso era lo que quería
preguntar, me tomo hoy lo de los otros días o lo de un día sólo.
—Lo de un solo día, don Alfonso, lo de un solo
día. Ya que ha venido vamos a revisar esa tensión.
Alfonso sonríe de oreja a
oreja, le gusta que esta mujer le tome la tensión. En realidad, como ninguna
mujer le toca y no sabe qué tiene que hacer para ir de putas y le da vergüenza
preguntar, se conforma con los inocentes roces de la guapa y morena mujer.
Antes iba al médico un par de veces por semana, pero no se puede abusar decían
las autoridades, y él con cinco minutitos al mes tenía suficiente, le
insuflaban gasolina para los siguientes diez mil setenta y cinco minutos.
Cuando salió del ambulatorio
seguía siendo lunes, y le pareció que desde que no salía los lunes de casa las
cosas habían cambiado. Había mucha gente por la calle, iban de un lado a otro
como si tuvieran prisa. Él nunca tenía prisa, se le había pasado la hora de la
comida y ya le daba igual. El triste pollo podía esperar.
Se cruzó en su camino la
joven Jennifer, morena, alta, guapa, con minifalda y un escote que no dejaban
nada a la imaginación, acompañada por un perrillo blanco y cursi.
Alfonso se dio la vuelta,
pues no, ¡no tenía buen culo! Pero estaba muy bien todo lo demás, sobre todo
cuando se lucía tan generosamente. Decían en el bar que esta era una de las
robamaridos. Le parecía alucinante que en su pueblo hubiera una banda de
jóvenes de baja alcurnia que se dedicaran a romper matrimonios para hacerse con
ridículas pagas. Cuando uno oía hablar de este tipo de mujeres, lo que en
castellano viejo eran busconas de toda la vida de Dios, siempre pensaba uno en
hombres más o menos apuestos pero con saneadas carteras. Pero estas chicas no
gustaban de dicho material, buscaban un perfil de futuro heredero modesto,
autónomo, humilde pero que superara los mil euros, o constructores no muy
exigentes a los que las cosas les habían ido bien, entre la pensión que le
sacaban a los incautos y ayudas de diverso pelaje, salían adelante sin
demasiado esfuerzo. En realidad, estaba muy ofendido, él no era muy apuesto
pero tampoco estaba tan mal. Físicamente tenía sesenta y tres años bien
llevados, pelo blanco, pero pelo, no era muy alto pero uno setenta tampoco está
mal, cinco kilos de más según la doctora, unos bonitos y pícaros ojos verdes, o
al menos eso siempre le habían dicho todas, algunos achaques que controlaba
gracias a una estricta medicación y dieta, incluso en ocasiones pensaba que su
único achaque era la soledad en la que se veía obligado a vivir. Tenía poco
capital, pero valioso, casa propia con jardín, un pequeño huerto, y unas plantas
de “maría” que lucían como un sol.
Le hubiera gustado ser
víctima de una de estas guarras, como diría Maruja. Desde que se había ido y
mucho antes de que se fuera, nada de nada, y si bien en un principio se sintió
contento y aliviado de haberse quitado aquel peso de encima, de cuando en
cuando se veía asaltado por oscuros deseos. Y no le vendría mal echar una
canita al aire, pero si a los sesenta y tres veía difícil ponerse como un loco
a aprender idiomas o hacerse camarero, consideraba todavía más complicado
contratar los servicios de una meretriz y eso que estaban en todas partes,
según decían.
En lo más profundo de su ser
le jodía que una de ésas se hubieran fijado en Manolo. ¿Qué tenía Manolo que no
tuviera él?
Así llegó Alfonso a casa,
con una pregunta que le asediaba ¿Qué tenía Manolo que no tuviera él?
Al entrar, lo primero era
descalzarse y ponerse sus zapatillas a cuadros, aunque en la calle hacía calor,
las casas todavía no se han calentado y se respiraba el fresco del un mes de
abril floreciente.
Abrió la nevera y allí está
su perola de caldo de pollo y su pollo cocido, se sirvió y calientó el plato en
el microondas. El microondas. Uno de esos inventos que cuando no tenías no
necesitabas, pero en cuanto comprabas uno y lo usabas un par de veces era tu
mejor amigo, como el sexo, piensó, y nuevamente le asediaba la pregunta.
Era tarde para echar la
siesta, muertos no había demasiados, y hoy no ha oído a nadie en el ambulatorio
lamentar la muerte de ningún vecino.
La pregunta volvió a
asediarle cuando estaba viendo el programa absurdo de las tardes, nunca ha
visto cosa más tonta, pero de tan tonto que era ha acabado cogiéndole cariño,
lo vería incluso los fines de semana si lo emitieran. Si un día lo quitarán de
la programación seguramente se moriría de pena. Si alguien le preguntara de qué
va, no lo sabría explicar, era más, durante el resto de la semana no solía ver
nada del mismo, ni cinco minutitos, pero los lunes no faltaba a su cita.
Hoy estaban a vueltas con la
hija de una famosa que ha sido madre, y él no era capaz de enterarse de qué
pasaba entre el novio de la chica y el hermano de la chica.
De repente se levantó como
por un resorte, hijos, eran los hijos. De la misma forma que se levantó volvió
a repatingarse en el sofá. Sí, sí, lo
decía el Edgar, te engatusaban, eran más dulces que un pastel de chocolate, y
cuando menos te lo esperabas dejaban que les hicieras un hijo, y pobre de ti
que quisieras escaquearte de pasar pensión. En realidad, ellas no querían
quedarse con el cerdo, salvo que uno fuera a ser heredero de algo, en ese caso aguantaban,
pero lo que buscaban todas era la pensión para el churumbel. Eran busconas de
nueva escuela.
En el pueblo todos sabían
que no habían tenido hijos. No le constaba fehacientemente, pero sospechaba que
ese había sido uno de los temas de conversación de las cacatúas más
lenguaraces, seguramente unas le echaban la culpa a él y otras, a ella. A
ciencia cierta nunca les importó no tener por casa rondando a un mocoso, su
mujer decía que si Dios no les daba hijos era porque no era su voluntad. Era un
hecho que no necesitaba mayor explicación. Ninguno era amante de esos trozos de
carne ruidosos que agotaban a cualquiera, siempre chillando, siempre pidiendo,
siempre queriendo más, todo les parecía poco. Nunca les habían echado de menos.
Con esas disquisiciones se
fue a la cama, mañana amanecería martes y desaparecerían las ideas absurdas.
Esto pasaba por salir un lunes. Los lunes, no debía uno salir de casa.
© Luisa L.Cortiñas
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Si a alguien le mata la intriga (no creo, los políticos me hacen competencia desleal) y no puede esperar está a la venta, se puede enlazar en la foto de portada.
Del resto, ya saben, que como buena gallega, aparte de los jueves publico cuando me peta.
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