Vamos por la "parte 2". Continuamos con el lunes. Sí, un lunes largo.
Si te has perdido el capítulo anterior pincha en el enlace. ¡Buena lectura!
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Laura llegó a su casa
agotada. La mañana había sido como una película de Buñuel, recargada y con
sabor a menta. No le gustaban los lunes, y menos los lunes después de una
semana llena de festivos, en vez de doctora, parecía una administrativa.
Ciertamente hacía ya mucho tiempo que se sentía una administrativa. Firmar
altas y bajas, intentando no pasar el tope que ante la consejería de sanidad la
marcaría con un farolillo rojo. Saludó a sus hijos que estaban a lo suyo en sus
respectivas habitaciones. Una suerte que ya fueran mayores e intentarán hacer
su vida. En el contestador, un mensaje del cabronazo de su exmarido. ¡Menudo
idiota! Después de humillarla delante de todos huyendo con la jamona esa de
veintitrés, que por no tener, ni las tetas tenía bien puestas cuando quedo
embarazada de esos gemelos que a saber si eran de él. Ahora suplicaba como un
perro una oportunidad, una oportunidad, una “oportumierda”. En el fondo, muy en
el fondo, a Laura le daba pena que le hubieran engañado así. Se lo advirtieron
pero no escuchaba a nadie, todo lo achacaba a envidias, hasta que la joven
lagarta le trincó la paga por los dos niños y lo echó a la calle. Ella tenía la
suerte de que no necesitaba nada de él, sus hijos tampoco querían saber de esos medio hermanos “renegríos” que
nadie sabía a ciencia cierta de quién eran. Después del disgusto, llegó el día
en que comprendió que le había hecho un favor.
Cuando llegó a la cocina,
Isolda, la vieja y fiel Isolda, ya había calentado la comida y servía la mesa.
La besó y le dio las gracias. Por enésima vez le recordó que a esas horas
debería estar en su habitación descansando y haciendo la siesta, o viendo algún
culebrón de esos que tanto le gustan.
—¿Qué ha pasado niña, qué ha pasado?
—¿Te has enterado?
—Esto no es Madrid, cuando uno sale a la calle, aunque sólo sea
para comprar el pan, una se entera de cosas.
—Nada grave, un histérico de esos que acaba de firmar contrato y
dice que tiene una depresión.
—Mujer, ¿no has pensado que con la necesidad que hay de trabajo el
hombre está mal?
—Sí, pero he revisado el historial y todos los años por estas
fechas se indispone.
—¿Y a ti qué más te da? Aquí todos hacen trampa, empezando por los
de arriba. ¡Menudo ejemplo dan!
—Ya, pero estoy rozando el tope, ya sabes que después se dedican a
perseguir a una.
—¡Qué mundo éste! —dice Isolda levantándose con andar cansado, sus
pasos van hacia la nevera de la que saca un buen trozo de tarta de manzana—.
Hoy me ha salido buenísima.
—Muchas gracias, ¡qué haría yo sin ti! Ve a descansar —dice
mirando con ternura a esa mujer con la que lleva toda la vida.
La contrataron sus padres de interna cuando era casi una niña, con
catorce años llevaba la casa y ayudó a sacar adelante a seis niños. Laura era
la pequeña y enfermiza, y la única chica. Y volvió a su mente el drama de
Isolda. Trabajar toda la vida para construir una casa en su pueblo, que jamás
pudo, ni podrá disfrutar. Su amado sobrino, mucho arreglar papeles y la dejó en
la calle sin casa y sin ahorros. Aún recuerda cuando apareció en su puerta con
la misma maleta con la que había partido dos días antes, y unos ojos que
rompían el corazón. Comparado con lo de ella, lo suyo no era nada.
Ella había estudiado medicina por tradición y vocación, volvería
una y mil veces a hacer lo mismo, pero se habría especializado en cirugía o en
pediatría, la medicina general era un saco en el que cabía todo, y poco a poco
se había convertido en una suerte de auxiliar administrativo de alta
cualificación. Tenían que tener en cuenta no sólo la enfermedad o posibles
enfermedades, había que saber el precio de los medicamentos, no sucumbir a los
encantos de los visitadores médicos, rellenar campos y campos, imprimir lo
menos posible para no ocasionar gastos innecesarios. Unas cuestiones le
parecían de sentido común, otras eran un crimen silencioso del que cada día se
sentía más cómplice, como ahorrar en pruebas que eran la única manera de
confirmar o descartar casi cualquier sospecha de enfermedad grave.
Sabía que estaban los enfermos y los otros, los solos, los que
gustaban de ir de cuando en cuando a su consulta para preguntar cosas que ya
sabían, como el señor Alfonso, todos los meses encontraba una excusa para
preguntar lo mismo. Sólo pedían unos minutos de atención y ella se los daba
gustosa.
Cuando comenzó a ejercer, su consultorio era el más solicitado y
el más lento. Le gustaba escuchar a las personas, actuaba como una suerte de
psicólogo pedestre, pero siempre consideró que hacía más bien los veinte
minutos que de media dedicaba a cada paciente que toda la medicación que podía
recetar. Cada día le exigían más rapidez, eficacia, lo llamaban eficacia, pero
había dolores que pedían oídos a gritos.
Decidió ir a la terraza a tomar el sol, pillaría alguna novela
para matar la tarde. Tenía colada pendiente de plancha, pero no le gustaba que
nadie planchara su ropa, ni siquiera Isolda. Siempre consideró los trapos como
algo muy personal, algo fuera del
terreno de las órdenes y las servidumbres. En realidad, era la única tarea
doméstica para
la que se consideraba apta. Pero ahora no era el momento.
la que se consideraba apta. Pero ahora no era el momento.
© Luisa L.Cortiñas
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Si a alguien le mata la intriga (no creo, los políticos me hacen competencia desleal) y no puede esperar está a la venta, se puede enlazar en la foto de portada.
Del resto, ya saben, que como buena gallega, aparte de los jueves publico cuando me peta.
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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.