La
diosa de la venganza
Yo
no aprendí a leer, no por ser mujer, a finales del XVI cuando nací,
era una actividad poco común también para los hombres.
Sí
conocía bien el olor del aceite de linaza y la trementina, también
los tonos rutilantes de la azurita, del rojo carmín, el oropimente,
y el tierra verde.
Mi
padre, Orazio, me enseñó los secretos de las sombras y las luces, y
yo quedé allí atrapada como mosca en tela de araña, perdida entre
ricos ropajes de mujeres poderosas y altivas.
Pero
ustedes saben la verdad, ustedes conocen de buena mano lo vulnerables
que somos las mujeres a los halagos y las mentiras, sobre todo cuando
provienen de seductores experimentados.
Cuando
mi padre ya no podía enseñarme más, y las academias pictóricas no
me admitían en sus filas por ser mujer, decidió dejarme en manos de
Agosto Tassi, un don Juan casado, cómo bien supe después, que tras
violarme y ultrajar mi honor no quería pagar las consecuencias. Me
dejé torturar por médicos y legulellos de diverso pelaje, esperando
que él recibiera justo castigo. Fue desterrado, pero eso nunca fue
suficiente pago para la constante humillación sufrida con diversos
artilugios de tortura médica ¡espero hayan evolucionado!
Después
del teatro judicial, mi padre preparó un matrimonio rápido con un
hombre de bien, para reponer mi honor lo antes posible. Me trasladé
a Florencia e inicié una nueva vida, pero una no olvida fácilmente.
Así
fue como un día, una vez me topé con la historia de Judith, una
gran mujer, decidí comprar un lienzo grande; casi dos metros de alto
por metro sesenta y dos de ancho, a su lado yo me sentía una hormiga
armada de color y pinceles, y tramé mi venganza. Premeditación y
alevosía, que diría un juez.
Decidí
una composición triangular tanto pictóricamente como de personajes,
¿Cómo iba yo a olvidar a la señora Tassi? Mujer tan engañada y
ultrajada como yo misma. Y entre sombras negras, las dos nos pusimos
a la artística labor de decapitar al villano, yo empuñando la
espada y deslizando el filo elegantemente y con firme pulso por su
cuello, ella agarrando fuertemente su brazo para anular cualquier
posible defensa. Cuando en las últimas pinceladas deje desparramar
su sangre sobre el lujoso lecho blanco, sentí cómo el pecho se
henchía de satisfacción, y las afrentas pasaban a ocupar otro lugar
en mi memoria.
A
partir de ahí, pude dedicarme a lo mío, pintar y vivir de lo
pintado, algo poco habitual para una mujer en aquellos tiempos.
Por
cierto, creo que no me he presentado, soy Artemisia, Artemisia
Gentileschi, “la diosa de la venganza” para ustedes.
®
Luisa L. Cortiñas
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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.