Advertencia:
- Aunque
lo parezca, el título no es de un microcuento.
- Cualquier
parecido con la realidad es puro delirio.
Esa mañana don Celestino,
nuestro alcalde, entró en tromba en el bar con la carta en la mano.
—Aún no ha
llegado el licenciado— le dije, y él me contestó que estaba harto del pueblo,
qué había que ver, aún acababa de recibir la misiva y ya le habían parado
cuatro parroquianos para darle las condolencias, ¡cuándo ni él sabía de qué iba
aquello!
Una carta de
Hacienda, en un pueblo de apenas mil habitantes en el que sólo trajinaban en la economía legal cuarenta y
ocho favoritos del cielo, era un secreto difícil de ocultar.
Lo que más
parecía indignarle es que él era uno de ellos, uno de los elegidos para
gobernar el mundo, o al menos aquel pueblo perdido entre prados y secarrales.
Hay que
reconocer, que era un hombre honrado que se vestía por los pies.
El licenciado
llegó a los pocos minutos, encendido como un árbol en el incendio de un bosque.
Lo primero fue informar de que había venido en cuanto se había enterado. Sabía
que para estos casos su ayuda podía ser de utilidad, no porque fuera licenciado
en nada, pero veinte años de estancia en la capital, en el pueblo era todo un
currículum. Cuando hubo estudiado el tema concluyó:
—Usted, don
Celestino, no se preocupe. Vamos a presentar un recurso.
—¡Lo qué vale
este chico! — exclamaba repetidamente el alcalde, llevando las manos a la
bombilla que tenía por cabeza, demasiado pequeña para aquel cuerpo achaparrado
que se extendía a lo ancho del espacio.
Después de
muchas sugerencias, ideas, y amenazas la cosa quedó como sigue:
Estimado don
Cristóbal, compañero de partido e ideales:
Efectivamente,
en el ejercicio fiscal del dos mil catorce, no fueron declarados todos los
ingresos por mí obtenidos. Tal como ustedes señalan, mis ingresos exactos
fueron de setecientos cuarenta y siete euros más de los declarados.
ALEGACIONES
Desde las
primeras elecciones de esta democracia soy afiliado al partido, primero AP,
después PP, y desde entonces, soy una máquina de ganar comicios, el noventa por ciento del pueblo me vota cada
cuatro años. Como bien sabe, esta noble labor, me reporta
trabajo pero ningún tipo de emolumento. Aquí, en el pueblo, tenemos tierra de
sobra para construir, pero nadie que quiera hacerlo. Por tanto, a lo largo de
estos años, no me he llevado ni una triste comisión, ni siquiera un sobrecito
con cinco euros por parte de nuestros tesoreros ¡ninguno se acordó de los
alcaldes de pueblo!
Los pluses que
he obtenido el año anterior, se debieron a la venta extraordinaria de unos
sacos de castañas. El año pasado tuvimos una cosecha buenísima, hemos sido la
envidia de toda la comarca. Como le decía, las castañas eran tan hermosas, que
un francés que pasaba por el pueblo se ofreció a comprarme la sobreproducción,
a lo que accedí gustoso y halagado.
Pero don Cristóbal,
no tenía yo afán de defraudarle a usted, ni al resto de españoles, sino de
utilizarlo para pagar parte de la ortodoncia de mi nieta Cristina. ¡Si usted la
viera! Tiene doce años, y es una de las mozas más guapas del pueblo, pero le
han salido dientes como de tiburón, juntos y afilados como cristales rotos, y
con unos pasadizos como no he visto a día de hoy en ninguna montaña. Ya sabe
usted que estas cosas son caras, y mi hija y yerno van muy ajustaditos de
dinero, y quise hacerles este regalo. Pero no sólo mi nieta se benefició de mi
buena obra.
Fíjese, gracias
a la ortodoncia, la dentista de la zona pudo llegar a fin de mes, siempre me lo
dice:
—¡Ah don Celestino,
si no fuera por los incisivos de su nieta no hubiera podido pagar el alquiler!
Yo siempre le contesto,
que se puede quedar una de las casas abandonadas del centro del pueblo. Pero
ella es obstinada e insiste en que no tiene dinero para hacer las reparaciones
necesarias. Sin que ella sepa, estamos haciendo una colecta de materiales, para
arreglarla nosotros mismos, sin que ella tenga que pagar nada.
Como ve, el
motor de este pequeño y humilde ayuntamiento, es el espíritu oenegé de sus
habitantes, comenzando por mí, el Alcalde.
Sé, don Cristóbal,
que es usted un ejemplo de honestidad y de buenas costumbres, y sobre todo un hombre
bueno, le ruego disculpe el desliz.
A cambio, le puedo ofrecer un par de sacos de
castañas de la próxima cosecha. Un detallito.
Firmado.
Cuando el
licenciado acabó de leer la misiva, la centena de parroquianos que habían
llenado el local y alrededores, prorrumpieron en aplausos.
Todos los allí
presentes comenzaron a sumarse a la petición del alcalde, y a firmar la carta.
Yo, como camarero
oficial del bar más popular de la zona no podía negarme, aunque no estaba muy
de acuerdo con que lo de oenegé se hubiera escrito de forma correcta, en cuyo
caso, es muy posible, que no aceptasen la petición por no entenderla.
Luisa L.
Cortiñas
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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.