El verano se estaba haciendo insoportable a fuerza de calor y aquellas
misteriosas “muertes hoteleras”.
Desde el mes de junio, llevaban contabilizados más de treinta, para concretar
llevaban treinta y dos. La mayoría alemanes. La mayoría no, todos menos uno.
Caían como chinches en aquellos mastodónticos hoteles del todo incluido,
en los que decían que nunca pasaba nada,
aparte de alguna disputa doméstica y algún idiota tirándose a la piscina desde
un balcón.
Los hoteleros, comenzaban a cansarse de tener que bascular entre las
anulaciones de las reservas germanas, y la voracidad de la demanda británica
atraída como un imán por aquella ruleta rusa, que aquel verano no dejaba de
girar, mientras contemplaban con pavor cómo la parte de la plantilla contratada
con un apretón de manos, desaparecía como por ensalmo o exigía su inmediata
contratación legal.
La policía estaba agotada. Llevaban casi un par de meses de pueblo en
pueblo, de hotel en hotel, sin obtener ningún resultado positivo. Todos eran
iguales.
Hoteles de costa atestados de guiris más rojos que cangrejos.
Cientos de empleados en todos ellos, hojas y hojas de control que
llevaban a cabo, con minuciosidad, implacables dóberman que al final no
controlaban nada.
Interrogatorio tras interrogatorio siempre obtenían las mismas
respuestas.
“Normal”.
“Felices”.
“Educados”.
“Mataban el día en la piscina”.
“No salían de nuestras instalaciones”.
“Nunca alquilaban coches”.
“Sólo cuando llovía hacían turismo”.
Idénticas cantinelas una y otra vez.
Uno no sabía a ciencia cierta si estaban de vacaciones o de prisión
voluntaria junto al mar.
Los especialistas en crímenes en serie, media docena en todo el país, llenaban
las comisarias a las que eran invitados para alivio de las fuerzas locales, e inundaban
éstas con un profesional tablón de corcho, en el que exponían, sin pudor, fotos
de las familias asesinadas, a las que se les añadía lugar y hora de defunción.
La primera víctima fue un clan de seis miembros: padres, un par de
adolescentes invadidos de granos, y dos gemelos tan iguales, que vivos, no
podían ser otra cosa que una pesadilla.
Ninguna relación con los siguientes finados.
Los expertos policiales, odiaban tener que permanecer horas y horas en
los inmensos hoteles, que amablemente habilitaban pequeños cuartitos discretos,
de habitual trasteros, que convertían para la ocasión en improvisadas salas de interrogatorio
desprovistas de cualquier comodidad.
A los diez minutos de empezar la jornada indagatoria, el sudor bajaba
alegre por las axilas, buscando hueco hasta aposentarse en la cintura, si antes
no había topado un trozo de tela que comenzar a pegar al cuerpo.
A media mañana salían agotados, las camisas pegadas. Todos llevaban unas
cuantas de repuesto, decía el capitán que había que dar buena imagen. Cada dos horas
interrumpían sus labores para asearse con toallitas infantiles, desprender
camisa, sustituirla por otra impecable, y tirar con desidia otro medio frasco
de colonia.
Los laboratorios siempre daban la misma respuesta. Veneno. Cianuro.
Fácil de conseguir y efectivo.
Con los primeros muertos, se ocuparon de forma insistente en el personal
de cocina y camareros, manipuladores habituales de alimentos. Registraron de
forma exhaustiva las viviendas de los que vivían fuera del hotel, y las
habitaciones de los que habitaban las tripas del monstruo veraniego.
El resto de personal era preguntado de forma rutinaria, sin prestar
demasiada atención. Los datos señalaban la comida como fuente de
envenenamiento. Eso sí, en las fuentes calientes o frías del hotel, nunca
encontraron restos.
En la prensa, llevaban dos semanas acusándoles de actuar con
desidia. Eran muertes sin sentido
alguno, no había ingentes cantidades de dinero de por medio, ni vengar graves
agravios pasados. Tampoco se trataba de gente importante, obreros cualificados
de la industria germana, ninguna profesión liberal, ningún especial talento. La
historiografía que enviaban las fuerzas de seguridad alemanas, tampoco
aclaraban nada. Estaban ante el más absoluto de los vacíos.
Llegaron a la conclusión, asesorados por un profesional grupo de
psicólogos cualificados, que el asesino era mujer, y que sólo actuaba por el
placer de hacer daño.
Hicieron interminables listas de empleados fijos, discontinuos,
temporales, esporádicos, anotaron hijos y pérdidas, viajes al extranjero,
aventuras extramatrimoniales, pero estaban como el primer día. Buscando un
fantasma a cuarenta grados a la sombra.
A las once y cuarto de aquella mañana entró una mujer para ser
interrogada, rubia, ojos castaños y como todas las camareras de piso, con cara
de tener prisa. Aquellas mujeres siempre tenían prisa.
–La conozco usted de algo? –preguntó
el inspector con ojos de cansancio.
–Creo que no –contestó la rubia arrastrando la erre por los pelos.
–¿Española?
– Lo puede ver en mi DNI.
–Tiene usted un extraño acento.
–Hay letras que no pronuncio bien. Me pasa desde pequeña.
El inspector se quedó mudo, la miró fijamente unos segundos y después
bajó la mirada al suelo, su cabeza ya no iba tan rápido como a primera hora de
la mañana. De forma mecánica inició la batería de preguntas.
Las respuestas que daba la mujer eran las de siempre, las que ya estaba
harto de oír, “no, no les conocía”, “son todos iguales, llegan blancos y se van
poniendo rojos”, “se el tiempo que llevan por el tono que su piel adquiere” y
cosas del tipo. Su cara le sonaba, pero eran tantos los rostros que había visto
en los últimos tiempos, que todos comenzaban a parecer el mismo.
Elsa Martínez salió de allí aliviada. Al otro lado de la puerta no había
nadie que pudiera leer la alegría que desprendían sus ojos, ni aquella sonrisa
de triunfo. Poco había faltado. Pero aguantó bien el tipo cuando negó
conocerle.
Hubiera sido un verdadero inconveniente que la hubiese reconocido, que
hubiese insistido en su conocimiento previo. ¡Entre tantos rostros que debía de
haber visto en aquel tiempo!
Ella sí se había fijado en él. Era la segunda vez que la interrogaba,
aunque en la primera ocasión se llamaba Cristina, y su cabello era castaño.
Tendrá que dejarlo de momento, pensó para sus adentros. En realidad, había
salido todo tan bien que había superado ampliamente sus objetivos.
Aunque adquirió veneno para aniquilar a un ejército, lo cierto es que
sólo pensaba aplicar el tratamiento a un par de familias, para que aprendieran
lo que era el miedo. Claro, que ellos el miedo podían evitarlo, en vez visitar
España podían decidir ir a cualquier otro país.
Pero una vez comenzó la tarea, no pudo evitar continuar la misión.
Deshacerse de a pocos de aquellos animales transparentes y crueles le
estaba proporcionando un placer desconocido hasta entonces.
Cada día estaba más convencida de que la muerte había pasado a ser algo secundario, la diversión se la
proporcionaba la preparación, la aleatoriedad, y sobretodo el revuelo que se
montaba con cada nuevo crimen.
Las carreras, los chillidos, las bocas abiertas y horrorizadas, las mujeres
que aplastaban las dos manos contra el rostro y conseguían sacarse ojos de
lechuza, incluso aquella filipina que tenía los ojos como dos líneas consiguió
tener ojos besugos y sanguinolentos, los hombre con rostro demudado y mirada
con brillo. Adoraba las frases tópicas y huecas, y enjugaba con gusto las
lágrimas que muchas vertían a raudales colocándolas a un paso de la
deshidratación. Cada día le gustaba más aquella solidaridad vacía en la que
ella participaba activamente, pasando el brazo por el hombro del compungido, o
acariciando la cintura de alguna compañera inconsolable.
Era increíble lo bien que le estaba sentando matar, desde que comenzó
había vuelto a la vida.
Su contrato finalizaba mañana. El encargado no le había dicho nada, pero
no le interesaba renovar. A pesar de haber salido airosa del interrogatorio de
hoy, acababa de sentir el aliento de los sabuesos bordeándole el cogote.
Era buen momento para encontrar trabajo en cualquier otro lugar. Con sus
crímenes, los ilegales desaparecían como por ensalmo, y hasta que fueran
conscientes del cese de los asesinatos, no buscarían curro. Menos competencia.
Esto iba pensando Elsa mientras se dirigía a la habitación que ocupaba
en la zona de empleados, un pasillo estrecho y largo, escondido en el corazón
del mastodonte.
Entró en la ducha. Camiseta y short. Hacer equipaje antes de comunicar
al encargado que se iba, que había encontrado otra cosa. Ella era una buena
camarera de pisos, en cualquier lugar sería apreciada. Mañana sería su último
día en el establecimiento.
Antes de cerrar la maleta, lo último en ser depositado fue la foto, la
foto de Micaela, la frágil Micaela.
No pudo evitar levantarse, y sentarse en la butaca que tenía junto a la
ventana que daba a un patio interior, que los empleados utilizaban para fumar o
tomar un respiro. En aquel momento no había nadie.
La foto la hicieron en el zoo, dos meses antes de su muerte fulgurante.
En aquella sonrisa se la veía llena de vida, no se vislumbraba la enfermedad
que la iba corroyendo por dentro.
Mientras Micaela soñaba con viajar a un país africano para arrancar a
los niños de las garras del hambre, la enfermedad la iba comiendo hacia el
colapso. No fumaba. No bebía. Tenía doce años y el mundo a sus pies. A veces
ocurría, dijeron. No podían hacer nada.
Pero todo era mentira, en la mesa de la sala de espera del psiquiatra
estaba la solución. Decían que los alemanes habían encontrado el remedio, eso
decía aquella revista llena de fotos de señores con bata blanca y cara de
saberlo todo, pero ella nunca habría podido pagar aquel tratamiento.
Experimental decían. Pero ella no lo podría pagar nunca. Ni viviendo cinco
vidas podría pagarlo.
Si su niña no había podido vivir, había decidido que ellos tampoco.
Deberían de darle las gracias por hacerles desaparecer a todos juntos, evitando
el inmenso dolor de las pérdidas de los más cercanos.
Debía reconocer, que la primera vez la asaltaron algunos remordimientos,
aún hoy, no había podido olvidar los azules ojos de los gemelos, pero recordar
a Micaela ponía todo en su lugar, y cualquier atisbo de debilidad era llamado
al orden.
Guardó la foto.
Se echo a reír. Bajaría a comunicar su adiós.
Después iría a la playa, la hermosa playa que esos insípidos abandonaban
a las siete y media de la tarde cuando el sol aun no había despedido el día.
Escarbaría entre las rocas como otras veces, y esparciría en el mar los restos
del delito.
® Luisa L. Cortiñas
Si quieres leer relatos cortos sin tener que navegar sin remos por el archivo del blog, puedes descargar la temporada 1 desde este ENLACE. Sólo te pedirán e-mail con un enlace muy largo, pinchar y en menos de un minuto Boom ¡en pdf!
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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.