SEMANA DE PRODIGIOS (Parte 7)
JUEVES
Los jueves le gustaban con
locura, su segundo día preferido. Se levantaba hasta más joven, incluso en
ocasiones sentía que sus pies no rozaban el suelo, sino que iba por la casa
como un ser flotante. Desayunaba su habitual café con leche y unas tortas de
maíz, al principio no sabían a nada, pero ahora anunciaban que ése es un gran
día. A las nueve en punto, como cada jueves, venía Sabina, la dulce Sabina. Una
colombiana de pechos generosos y andar bamboleante que hacía las tareas de casa
demasiado rápido. En sus manos, trapos y escobas, eran “abanicos de dama”. Hoy,
en cuanto ella llegó, salió de sus labios sin pasar antes por la cabeza:
—Oiga, señorita Sabina, ¿entiende usted algo de tintes? —pregunta
mientras se levanta para coger la caja e ir estudiando el asunto.
—Algo sí. ¿Ha decidido usted ponerse guapo?
—Cambiar un poco de imagen estaría bien, ¿no cree?
—Estará usted muy atractivo sin canas y con ropa un poco más
juvenil, bueno, como la que lleva hoy. Si me deja usted trabajar tranquila
seguro que me quedan unos minutos para echarle el tinte. Si usted quiere,
claro, y lo tiene a mano.
La cara de Sabina no salía de la sorpresa, debió pensar algo así
como a la vejez viruelas.
Le gustaba seguir a Sabina cuando hacía sus tareas. Ella soportaba
la persecución con estoicismo, cuando la cansaba no tenía más que entrar en la
sala de música para pasar el plumero y él desaparecía como por ensalmo, y
esperaba tranquilo en el salón con el periódico en la mano.
Él sospechaba que a ella le gustaba enormemente esa estancia,
seguro le resultaba gracioso ser recibida por un par de atriles colocados a
modo de camareros con bandeja, sólo les faltaba preguntar al visitante ¿qué
desea? Fue él quien dispuso tan teatral ubicación. Le intrigarían, sin duda,
las cajas de extrañas formas que estaban esparcidas aquí y allí, y que
escondían instrumentos musicales que él amaba cuando la vida no había dejado de
quererle. Pero lo que más llamaría la atención a cualquier visitante sería el
inmenso piano de cola que llenaba todos los rincones de la estancia, sabía que
Sabina lo acicalaba todas las semanas con mimo, con el mismo cuidado que
tendría si él tuviese el valor de volver a acariciar sus teclas y arrancar sus
notas. Pero, ¿para qué tocar? ¿Para quién? Desde aquel maldito lunes no se
atrevía a entrar allí, aunque a menudo recordaba el día que el piano llegó a
casa.
Maruja estaba de los nervios, habían tenido que tirar parte de la
fachada para que el piano pudiera entrar. La primera planta y el jardín estaban
envueltos en polvo, el camión del piano no llegaba, y los de la grúa no hacían
más que señalar el reloj, para informar por enésima vez, que no tenían todo el
día. La nueva casa era más grande que la que abandonaban, pero ninguno de los
dos pensó en el piano, y cuando se dieron cuenta de que éste tendría que ser
trasladado a una primera planta, era demasiado tarde para dar marcha atrás.
Cuando por fin llegaron los del camión, cortar el tráfico, ayudar
al gruísta, y asegurar que el instrumento llegaba sin un rasguño fue todo un
ejercicio de paciencia y pericia. La maniobra fue un éxito, a pesar de que esa
noche, debido a los múltiples retrasos, tuvieron que dormir con media fachada
abierta al cielo. Si la habitación no tuviera sus paredes repletas de
estanterías, uno podría ver todavía las huellas de aquel desaguisado.
Lo que más echaba en falta del cuarto era acariciar su colección
de violines. Ya no recordaba el momento en el que de pasión de coleccionista,
habían pasado a ser la garantía de una jubilación sin sobresaltos económicos.
La cara de Alfonso se iluminaba y sonreía, hoy será un niño mudo y
bueno. Sabía que a Sabina le molestaba que la siguiese, pero él decidió hace
tiempo que lo que los demás piensen le da exactamente igual, él puede hacer ya
lo que quiera.
Hoy decidió permanecer quieto y callado en el sofá leyendo las
instrucciones. Él contaba con cuatro líneas y un par de dibujos, pero no. El
folleto extendido era inmenso, no sabía que era tan complicado cambiar el pelo
de color. Si tuviera algún nietecito travieso seguro que en dos minutos lo
dejaba niquelado con un rotulador indeleble de esos, como al Mariano, que le
dejaron un pelo amarillo chillón que tardó días y días en quitarse de encima.
Se tranquilizó cuando cayó en la cuenta de que venía en varios idiomas. Eso él
no lo veía muy eficiente. No entendía cómo funcionan los modernos éstos, por un
lado todos preocupadísimos por el medio ambiente, pero entregaban folletos más
grandes que periódicos para dártelo en varios idiomas de los que normalmente
sólo entendías uno. Aunque vendieses en todo el mundo, ¿para qué gastar tanto
en papel?
Sabina sale de la cocina, informando de que ya estaba todo en
marcha. La limpieza profunda del baño de la planta baja la dejaría para el
próximo día, y está ya disponible para dejarle más joven que a un bebé de
pecho.
Ve a Sabina con unos inmensos guantes transparentes.
—¿Y eso? —pregunta.
—Vienen pegados en las instrucciones. Son para no ensuciar la
piel. Si uno se pringa tarda unos días en quitar la mancha.
Alfonso alucinaba cuando Sabina abrió una bolsa de basura, la rajó
convirtiéndola en un inmenso mantel, y se lo colocó a modo de babero. Esto era
una vuelta a la infancia en toda regla.
—Para no ensuciarse, Alfonso, para no ensuciarse.
Sabina ya tenía el producto mezclado y comenzó la tarea.
—Está frío.
—No se queje, para presumir hay que sufrir.
—Eso dicen las modelos. ¡El hambre que deben pasar esas chicas!
—¡Con lo guapas que somos las generosas en carnes!
—No digas eso, que todavía no tienes ni un michelín.
—¡Qué amable es usted!
Sabina se afanaba en su tarea y ambos se distraían con temas
banales.
—¿Tiene un secador?
—¿De qué?
—¿De qué va ser? De pelo.
—No sé, mi señora tenía. Si hay alguno estará en el baño del
dormitorio de arriba.
Sabina se ausentaba para buscarlo, y Alfonso aprovechó para
mirarse en el gran espejo del recibidor. Ridículo, está ridículo. Por unos
momentos dudó de su decisión. Lo mejor era esperar a que acabase el trabajo.
Sabina bajó la escalera con el secador a modo de trofeo.
—Voilà.
—Ahí estaba, ¿no? No entro en ese cuarto desde que ella se fue.
—Tiene usted la casa poco utilizada. Podría alquilar una
habitación a alguno de esos funcionarios que vienen destinados por poco tiempo.
Sacaría usted un dinero y compañía.
—Mientras pueda vivir así, mejor. No me acostumbraría a vivir con
nadie.
—¿Y si el plan de ligar sale bien? ¿Qué va a hacer?
—Ir a vivir a casa de ella.
Ambos reían mientras Sabina contemplaba su obra, a ver si ya
puedía lavar y aclarar.
—Guapísimo, ha quedado usted guapísimo. La verdad es que tiene
usted unos ojos preciosos.
—Gracias, me lo han dicho muchas veces, pero yo los veo muy
normales.
—No se mira usted con buenos ojos.
Cuando Sabina se fue, Alfonso corrió nuevamente al espejo, y no
sabía si guapo, pero años, sí se ha quitado unos cuantos de encima. Era
increíble lo que consiguían unos polvos con agua. Decían que las canas hacen
atractivos a los hombres, él no lo veía así. ¿Cómo se iba a fijar una de esas
robamaridos en él con su antigua pinta de menesteroso?
Esta tarde, en su partida de dominó ya se enteraría de cómo iba la
cosa.
Luisa L. Cortiñas
Luisa L. Cortiñas
CONTINUARÁ.
Siguiente (Este enlace no funcionará hasta la próxima semana).
Si a alguien le mata la intriga (no creo, los políticos me hacen competencia desleal) y no puede esperar, está a la venta, se puede enlazar en la foto de portada.
Del resto, ya saben, que como buena gallega, aparte de los
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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.