viernes, 28 de marzo de 2014

DAVID (o el pequeño "Dexter")

VUELVE A POR OTRA con la D de David




No es que me gusten los toros, no, pero a una la invitan a una corrida de la Feria de San Isidro y ¿qué dice? Uh no, mira, es que esa tarde la tengo ocupada. Pues no. ¡Con lo que me gusta el petardeo! San Isidro, dice mi marido, es para ver y ser visto; o sea, que acepté las entradas como si me hubieran pasado un gramo de perico.


Tres entradas, tres, una para mi, otra para el churri, y otra para Paqui, que le pasa algo parecido a lo mío, los toros no, a ella el petardeo comme si comme ça, pero los toreros la vuelven loca, los toreros no, más bien el trasero de ciertos toreros ¡qué porte! ¡qué porte! ¡cómo caminan! Ahora llamaban así a lo de ponerse perraca, a Paqui a moderna no la gana nadie.

Por motivos que no vienen al caso, el churri no pudo venir, mis suegros no podían quedarse con el niño, y yo, antes muerta que suspender la salida, después de consultar y reconsultar con entendidos, me dijeron que no había problema para que los niños entrasen. Decidí llevármelo puesto. Si es legal, no es malo.

Mi niño tiene tres años, piel blanca como la leche, ojos azules, cabellos rizos y rubios, es un querubín con lengua de trapo que no se calla nada. Esta en esa edad, en la que lo pregunta todo. Le bañé en protector solar, me pertreché un par de sandwich, dos botes de zumo, pinturas de colores, un cuaderno,y un anorak por si refrescaba.

Cuando llegamos, los exteriores de la plaza eran un hervidero. Nos regalaron “La razón” a la entrada ¡qué detalle! Una vez dentro, Paqui hizo cola para conseguir un programa; en una esquina, un anciano los repartía a cambio de propina. Hay que reconocer que hoy en día se hace negocio con todo. Cogí un par de euros y me hice con uno sin esperas. Aquello era un servicio premium en toda regla.

Cuando Paqui salió de la cola triunfante, yo le enseñé mi programa para fastidiarla. ¡Esas cosas qué hacemos las buenas amigas! Una vez localizado tendido, en la puerta estaba el señor que alquilaba almohadillas. En la vida había visto yo nada  tan, nada tan ¿desastrado? Deduzco que las desinfectan entre sesión y sesión, en cualquier caso siempre serán más cómodas que la piedra. En eso nos distinguimos los ocasionales de los aficionados, éstos últimos se llevan sus propias almohadillas, que son como un maletín de ejecutivo pero lleno de espuma y colores. Como en los cines a la antigua usanza, tienen acomodadores que muy amablemente te acompañan a tu sitio. Desde el momento que subes dos escalones y oteas dónde está ubicado el asiento, el  “no me gusta que en los toros te pongas la minifalda” comienza a adquirir sentido, entre lo estrecho y empinado, los de barrera se deben de poner ciegos a mirar chicha.

Ahí vas tú tan contenta, te señalan los huecos adjudicados, y te sientas, el niño en el medio, y Paqui y yo de escoltas escoltadas por señores orondos y entendidos, a nuestros pies, dos turistas italianas que a saber lo que habían pagado por sus entradas. Famosos, ni uno en el horizonte. El niño de momento estaba tranquilo y no daba guerra, había encontrado entretenimiento en los señores que van de un lado al otro por el pasillo ese que separa al público de la plaza.

Al tiempo que comienzan a sonar los clarines, un rumor se extiende en los tendidos, ha venido la infanta Elena con sus niños, la alcaldesa de Madrid, y la expresidenta de la comunidad, preparamos la cámara, y como locas disparamos al palco blanco que sobresale sobretodos los tendidos. ¡Al menos podré decir que estuve allí!

Hay señores que se quejan del jaleo que se va a liar a la salida, siempre que ella viene, parece ser que la hora punta se alarga.

Mi niño está fascinado con los “al-gua-ci-li-llos”, los caballos, los trajes negros  y los plumachos que llevan en la cabeza le tienen loco.

—Mira mamá, mira.

—Ya veo, ya.

—¿Qué hasen? —Ciertamente no tengo ni idea de qué hacen, muy amablemente el orondo de al lado nos saca de nuestra ignorancia.

—Piden permiso al presidente para comenzar.          

—Gracias. Muy amable.

—No se preocupe, para eso estamos.

Cuando la puerta se abre y comienza el desfile, David se pone de pie y mira asombrado “el paseíllo”. Cuando van saliendo los picadores aplaude y no deja de aplaudir hasta que los caballos se van por el pasillo, y los toreros comienzan a colocar sus capotes. Se sienta y me mira con los ojos llenos de ilusión, como si estuvieran en el circo.

—¿Tienes hambre?

Dice no con la cabeza, está muy interesado por lo que sucede en la plaza.

Cuando sale el primer toro, abre los ojos como platos.

—Toro, toro—dice de cuando en cuando, para regocijo de los presentes.

Se pone de pie, pero como no molesta a nadie, no incomoda, es la atracción del tendido. Cuando comienza la faena de capote, David intenta imitarles, el orondo le dice “olé chaval” y el enano está en su salsa.

Cuando el torero se dispone a estoquear al animal, decido que mejor no lo vea, además están frente nuestra. Cuando me dispongo a taparle los ojos, David se revuelve y dice:

—Quiero ver le pixan
—Mira qué pinturas te he traido— le digo sonriendo como una idiota. Ni caso.

—Deje al chaval señora, los niños en los toros disfrutan—dice el orondo de al lado.

—Ya me doy cuenta ya— contesto.

Como el niño va a pillar un berrinche, dejo que lo vea, contrariamente a lo yo esperaba el niño está tranquilo y muy interesado. Cuando todo acaba pregunta:


—¿Ahora va al sielo de los toros?

—Sí, ahora lo llevan.

Cuando retiran al animal, el niño aplaude entusiasmado. Este niño está saliendo un poco terrorista. Las italianas se han ido llorando, y han sido sustituidas por dos señores que celebran la buena nueva con un gran puro. Éste debe de ser uno de los pocos sitios en los que dejan fumar, comer, beber y matar con total libertad.

No sé muy bien de dónde, nos hacen llegar un plato de plástico repleto de lonchitas de jamón y rebanadas de pan.

—A la afición del chaval, señora, así se hacen aficionados—. El chaval se aficionará pero ella primera y última.

La corrida seguía sin incidencias, David jamaba jamón a la velocidad del rayo, aplaudía cuando lo hacían todos, y cuando no también. Con el cuarto toro llegó la primera oreja, y David cogió el pañuelo que le dejó mi vecino para sumarse al sarao.

Allí estaba, moviendo el pañuelo blanco como un loco, y la Paqui venga con la cámara a sacar fotos.

Con el quinto salieron los cabestros y David aplaudía, saltaba, y les gritaba “gapos, gapos”.  Llegados a este punto me estaba muriendo de vergüenza, mi hijo parecía un sádico.

Cuando aquello acabó, mi hijo reía y aplaudía mientras nuestros vecinos le preguntaban y afirmaban ¿a qué te han gustado los toros? Y él contestaba bonitos y sielo ¡Qué gracioso el chaval! decían. Nunca he muerto de vergüenza tantas veces en una tarde, lo peor de todo, es que el niño se había portado fenomenal, pero había demostrado una crueldad salvaje.

Cuando dos días después le pillé mirando de forma extraña los cuchillos que estaba manejando en la cocina, me comencé a poner nerviosa, y leí en sus ojos el sadismo con el que me estaba mirando.

Esa misma noche, conseguí que mi marido llamase a una empresa, para poner cerradura con llave al cajón de los cuchillos, a ese niño, le iba a picar yo los filetes hasta que fuera responsable penalmente, cuando menos.

Lo peor ha ocurrido esta mañana, voy asar un pollo al horno, y comienza a señalar el espiedo, y a reírse cuando atravieso el pollo con el mismo, cuando lo he puesto en el horno, ha comenzado a mirar como éste daba vueltas y a reír de forma extraña, con un jajaja que no es propio de un niño de su edad, después me miraba a mí, ora al pollo, ora a mí, y de repente lo he comprendido, está pendiente de que me duerma o me despiste para atravesarme con el espiedo y asarme a la brasa.

Y ya ve, he dejado al niño con la vecina, alegando una urgencia, y he venido al primer despacho de abogados que he visto, para solicitar el divorcio, no quiero vivir bajo el mismo techo que ese monstruo.

—¿Está usted segura?

—Sí, le dejo el piso, el niño, y en cuanto tenga trabajo le pasaré pensión, pero del diablo ese no quiero saber nada, renuncio a la maternidad.

El abogado nunca había oído ninguna historia igual. Era su primer divorcio por exceso de imaginación mal encauzada.


©Mª Luisa López Cortiñas

Gracias por la visita.


viernes, 21 de marzo de 2014

LA CHICA DEL PARQUE






Salió de casa con la sonrisa puesta, la ilusión en los huesos, y el día libre de polvo y paja. Un sol de invierno vestía la mañana, y esas mañanas somnolientas de festivo, le gustaba pasarlas en el parque que estaba a sólo dos manzanas. Le agradaba el jardín de hierba y tierra, adornado por árboles que en verano daban sombra, y su lugar favorito era el parque infantil que habían instalado en un lateral; cuatro columpios, una casa de madera de arquitectura imposible, y un alto palo al que subirse mediante un enjambre de cuerdas. Sin ton ni son habían repartido cinco bancos de madera, el cercano a una pequeña fuente era el suyo. Salvo lluvia o temperaturas extremas, los domingos se la podía observar allí sentada, enfundada en su chándal rosa, y luciendo sus deportivas de marca.

Ese domingo cumplía todas las condiciones  para que ella no faltara a su cita, si alguien la estuviera esperando, no sería decepcionado.

Cuando llegó al parque, allí estaba su banco, libre, pero con un objeto cuadrado negro depositado con todo cuidado.

Ella se sentó en el centro, como era costumbre, pero en su caso se podría decir que era una mujer de centro en cualquier aspecto de la vida, de ésas que en un curso de filosofía, nunca paso de “la virtud está en el término medio”. Comenzó a mirar a su callado acompañante con curiosidad, alguien le dejó olvidado, seguro que hace unas horas estaba allí donde ahora estaba ella, siendo leído por alguien, un alguien que interrumpió la lectura por una llamada, una llamada importante, y por ello dejó allí el libro olvidado. Ella miró a su alrededor, todavía no había acudido nadie a disfrutar de la mañana salvo ella, cogió el libro con temor, temor de que alguien la pillara en falta en cualquier momento.

Pasta blanda, birrete rojo, una cinta métrica amarilla, el título “La música de los números primos”, le sonaba a historia de amor, pero el aspecto del libro lo contradecía. Desconocía al tal Marcus que lo había escrito, es más, el apellido Sautoy salvo a francés, no le sonaba de nada.

De momento prefería no abrirlo, abrir un libro ajeno a veces es profanación, otras aventura. Pero sí decidió probar con la contraportada, un nadador rojo tirándose al vacío negro, y un breve resumen que hablaba de la belleza y el misterio de las matemáticas. Recordaba los números primos de la escuela, pero nunca le parecieron sujetos de especial atención. A ella no le gustaban, desde temprana edad se le atascaron los quebrados, y las x de las ecuaciones eran material de un cine que no estaba autorizada a ver. Se preguntó qué clase de persona podía leer un libro así.

Sexo: varón.

Estado Civil: divorciado. Un casado feliz no tiene tiempo para estas cosas, un   soltero no recibe llamadas importantes que le desvíen de sus objetivos.

Profesión: profesor, ingeniero o similares.

Usa gafas y es despistado.

Llegó la primera madre al parque rodeada por cuatro niños inquietos, a los que conocía de vista. Uno se llamaba Ramón, debía de ser el peor de todos, esa mujer sólo decía su nombre.

Para que nada fuera extraño, y no se percatase de que ella no era propietaria del libro, decidió abrirlo al azar.

Contaba la historia de un tal Godel, matemático hipocondriaco, que estaba tan convencido de que le iban a envenenar que se dejó morir de hambre. Le pareció un tema muy trillado por la moderna sociología, la profecía que se autocumple que decía Merton.

Los matemáticos eran gente rara, y los que leen las vidas de los matemáticos también lo son, ella prefiere los libros de amor. Le gusta comenzarlos por el final, para asegurarse de que suceda lo que suceda por el camino, el amor triunfará, y si culmina en boda mejor. Le gustan las bodas de las novelas más que las reales, en las novelas son un fin en sí mismo, en la vida, las bodas son el inicio de una escalada que no se sabe cómo va a acabar, unas veces los peldaños, por duros que sean, se suben uno a uno y de la mano, en otras ocasiones los peldaños se enredan entre las piernas, y así no hay forma de continuar juntos el camino. Sin duda, prefiere las bodas de los libros.

El libro está subrayado, no entiende nada, nombres y más nombres de lo que deben ser eminentes matemáticos, axiomas, teoremas, hipótesis, conjetura, teoría del caos. La mención de esta teoría ralentiza el desfile de páginas entre sus dedos, siempre le ha parecido atractiva, pero pronto descubre que no entiende nada.

“No conmutativo significa que el orden con el que se hace algo es fundamental”. Eso lo entendía, desde siempre, su madre le enseñó que debía ser ordenada, y ella finalmente es ordenada, “cada cosa en su sitio, y un sitio para cada cosa”, ese orden le había costado más de un disgusto en su etapa universitaria. Era la rara, la sargento, la que siempre sabía cómo se deben de hacer las cosas.

Cuando  empezó a deslizar las hojas por los primeros capítulos, descubrió que para los matemáticos no hay premio Nobel. De qué cosas se entera una cuando un extraño olvida un libro en un banco, pensó.

Cuando abre la portada, la primera hoja es de color burdeos, y está inmaculada; al pasar a la siguiente  página, editorial, título del libro, y con tinta indudablemente procedente de una pluma, un nombre, Rafael, y una firma, ilegible.

Ella hace un repaso mental de los rafaeles que conoce, son cuatro, y no ha podido ser ninguno de ellos. ¿Cuántos Rafael pueden vivir en este pueblo? ¿Le podrían dar ese dato en el Ayuntamiento? Si fuera así, y el dueño está censado, podría preguntar uno por uno si el libro les pertenece. Son sólo quince mil habitantes, y la tarea seguramente no sea demasiado complicada.

Si además del nombre, le pueden facilitar la dirección, sería cuestión de trazar un pequeño círculo  alrededor del parque, y en esa primera criba es muy probable que aparezca el propietario. Parece un libro querido y caro. Consultará si le pueden facilitar esos datos. Aunque con esa manía que tienen algunos de cumplir la ley, posiblemente la respuesta sea no. A ella le parece un fin muy bonito, pero dicen que el fin no justifica los medios.

Se anima a pasar página, y junto a la ficha técnica, hay una pegatina que dice:

Que el libro es de quien lo encuentre pero que, al finalizar su lectura deberá ser liberado, para que pueda ser disfrutado nuevamente por otras personas.”

Ella se echó a llorar, pensando en la alimaña llamada Rafael que abandono el libro sin remordimientos y a conciencia, un libro que no era un libro, era un señuelo, una boutade, una chanza cruel para una mujer sola, que todavía sueña con un desconocido que le regale flores.

Sin duda, ella no conocía esas campañas tan propias de los nuevos tiempos de “siembre un libro” o “suelta” un sueño.
©Mª Luisa López Cortiñas

GRACIAS POR LA VISITA.

Si el relato se os ha hecho corto u os apetece que os siga dando la chapa, este mes también se publica en “El relato del mes” un cuento para matar el tiempo “EL limpiabotas de Serrano”.


Interesados en las campañas de liberar libros:
Libros libres 21 de marzo. Siembra.
Si aún no has encontrado un libro que compartir y te apetece
Suelta de libros 6 de abril.
Cuando un desconocido te regala una lectura… todo es posible.

Para quejas, sugerencias etc. los lugares acostumbrados, face, blog.

Ayuda: Si alguien sabe porque al pegar de word al blogger éste me cambia el color de letra predefinido y me puede echar un cable AGRADECIDA. Este tema me volverá loca ¡al tiempo!


viernes, 14 de marzo de 2014

ENTRE EFLUVIOS DE DETERGENTE




A sus cuarenta años desconocía lo que era un sueldo mensual, ignoraba lo que era una entrevista de trabajo, y los coqueteos de oficina eran leyenda urbana. Desde que tiene memoria, siempre quiso ser notario, y desde su más tierna infancia mostró aptitudes para documentar las más enconadas disputas entre compañeros, dicho de otro modo, era el chivato “aguanta collejas”. Su madre deslizaba un par de veces por semana un billete de 20 euros, esos eran sus ingresos. Daba gracias por la suerte de haber nacido a finales de siglo XX, al menos follar, aunque fuera poco, salía barato.


Esa tarde tocaba reunión de vecinos, estaban todos revolucionados, había que acometer unas pequeñas “reparaciones”  en los garajes, casi recién estrenados, en invierno, se inundaban como piscinas infantiles.  


Su comunidad la formaban cuatro modestos edificios de cuatro plantas, y cuatro viviendas por planta. Sesenta y cuatro vecinos  cada día más cerca de la indigencia, decía su madre ¡y ahora arreglar los garajes!


Roberto no sólo era la esperanza blanca de su madre, esa tarde era la esperanza de todos. Los edificios tenían apenas dos años, y habían decidido, nuevamente, demandar a la promotora, él sólo sería asesor “de baratillo”, es decir, no iba a cobrar nada por facilitar las instrucciones iniciales. Aunque después de los informes que  le habían facilitado, la comunidad no tenían razón. Ninguna.


La reunión decidió efectuarse en uno de los portales, como dictaban las costumbres que habían establecido,  cada vecino llevaba su propia silla, y se dispusieron a iniciar la reunión.


Ese mismo día había llegado el recibo de la luz, los más cautos hablaban de escándalo, los más reivindicativos pedían nacionalizarla, y los más enfadados bajaban a los santos del cielo al tiempo que planeaban cómo hacer un enganche ilegal.


La bajada de potencia se había extendido como una epidemia en el vecindario, y los nuevos precios por tramos horarios ocasionaban largas disquisiciones.

Había transcurrido una hora y no había noticias de las “obras” del garaje. Roberto, acostumbrado a ser ignorado por todos, decidió desde el primer momento poner en marcha el radar, palabras aquí y acullá, poco a poco una idea comenzó a martillear su cabeza ¿y si era una oportunidad?


Roberto se levantó, y con voz grave dijo:


—Vecinos, creo que sé cómo podemos ahorrar todos con el recibo de la luz.


Los vecinos cesaron la operación despelleje, y comenzaron a prestar atención a ese discreto abogado al que apenas conocían. Roberto es metro ochenta de tranquilidad, frente ancha y despejada tirando a calva, y unas cuantas dioptrías corregidas con gafas de pasta, que le daban aspecto de empollón interesante.


Roberto continuó su locución:


Creo que están ustedes más preocupados por el abuso eléctrico, que por el agua que invade nuestros garajes cada vez que llueve.


Comenzaré con las malas noticias, no quiero que nadie se llame a engaño.


Revisando los informes, el motivo de las inundaciones, es por un uso inadecuado de la red de saneamiento. Indican que al WC son arrojados sin conmiseración: pañales, compresas higiénicas, tampax y otros objetos de diverso origen y composición. Es posible que en esta cuarta ocasión, la constructora decida no asumir unos costes que no le corresponden. Por parte de la presidencia de la comunidad se solicitaran varios presupuestos, para acometer la higienización de las tuberías a la mayor brevedad. Como letrado considero que llegar a los tribunales con la promotora, por incidentes, de los que en último término somos responsables nosotros, es una pérdida de dinero y tiempo.


El segundo punto, no viene contemplado en la convocatoria de hoy,  pero por unanimidad vamos a proceder a tratar, a saber:


“el nuevo recibo de la luz”.


Desde que ha comenzado esta reunión están ustedes más preocupados por ese recibo que por las incidencias, digamos,  acuáticas. Mientras ustedes se dedicaban a exponer sus diversos puntos de vista, yo me he dedicado a pensar en alguna posible solución, que paliara en parte el disparate de las hinchadas facturas. Como todos sabemos el garaje de este edificio, por ejemplo, está infrautilizado, puesto que entre todos los coches ocupan la mitad de las plazas disponibles. Es previsible que el suministro eléctrico sea más barato a horas intempestivas, y yo, como ustedes saben, estudio por las noches, por tanto,  cabe la posibilidad de poder habilitar la mitad del garaje como lavandería interna. Yo por un módico precio me ofrezco a llevar el servicio. Se trataría de unificar todas las lavadoras en el mismo cubículo, poniéndolas a funcionar en la hora más barata. ¿Qué la hora más barata es a las cuatro de la mañana? lavadoras a las cuatro, ¿qué es a las cinco de la tarde? a las cinco. Esto podría suponer un buen ahorro. De hecho, en muchos países europeos, es muy común el disfrutar de lavadoras comunitarias autoservicio.


Los vecinos comenzaron a mirarse unos a otros y asentían, era interesante la propuesta del “chaval”, y comenzaron todos a aplaudir.


Roberto estaba asombrado del buen recibimiento de su propuesta.


Irrumpió las salvas el presidente de la comunidad.


—Me parece una gran idea, creo que a ustedes también.


—Una excelente idea, de todas formas, todos los garajes están infrautilizados, podríamos dejar uno completo para esa instalación— dijo uno de los vecinos.


— Bien pensado, salvo pintar no tendríamos que hacer obras, sólo ampliar la instalación eléctrica y desagües ¿personal voluntario experto en dichas tareas?


—Yo, yo se levantaron cuatro manos.


—Yo podría pintar, ¿voluntarios para ayudar? — varias manos volaron para ofrecerse.


—¿Limpiar?


—Lo que también convendría es insonorizar el garaje, aunque fuera con algún método barato y casero.


—Hay que recoger las hueveras de cartón, todos tenemos y amortiguan. Pondremos un contenedor para depositarlas.


Roberto y el presidente tomaron nota de los voluntarios para esas primeras labores. Se les había echado la hora encima, y algunos niños comenzaban a asomar por las escaleras solicitando cena, quedaron emplazados para el día siguiente. La principal tarea consistiría en  sortear las plazas de garaje que iban a ocupar los coches que dejarían espacio para la lavandería.


En el tiempo record de una semana, habían contratado una empresa para sanear las tuberías, colocado en todos los cuartos de baño carteles en cinco idiomas, para que todos conocieran los usos adecuados de los distintos equipos de saneamiento, y evitar que en caso de nuevas incidencias se alegara ignorancia.


En menos de quince días, el garaje seleccionado para la tarea ahorro, estaba irreconocible, cualquier rastro de hollín había sido aniquilado por unas paredes dignas del más blanco pueblo andaluz, la instalación eléctrica se había ampliado en el lateral derecho para dar paso a sesenta lavadoras, y habían habilitado una esquina para ubicar diez de repuesto, y poder solventar cualquier incidencia en un breve lapsus de tiempo. La red de saneamiento se había ampliado para que la carga y descarga de agua funcionara adecuadamente. Se instalaron dos potentes focos de luz blanca para que Roberto pudiera aprovechar bien las noches, y  las paredes se llenaron con grandes estanterías para colocar las sacas de ropa.


Mientras los vecinos solicitaban la bajada de potencia contratada, subían la contratación de potencia para las instalaciones comunes.


Como el precio de la luz se sabía con unas horas de antelación, a las dos de la mañana, Roberto  comenzaba la tarea de preparar la ropa en los bombos, el detergente, quitamanchas, y suavizante. Cuando llegaba la hora “del casi gratis”, en un loco sprint, iba apretando botones ON.


Cuando las lavadoras iban terminando, las prendas eran depositadas en bolsas de plástico. El sistema logístico era sencillo, se dejaban las sacas de cada domicilio al lado de la lavadora en la que se depositaban, y cuando se quitaba  la colada, a la bolsa de plástico y ésta a la saca. El sistema funcionaba perfectamente, después de un mes en marcha, ni una colada se había equivocado. Si había desaparecido algún calcetín rebelde, pero eso entraba en la contabilidad de pérdidas esperadas y encuentros sorprendentes.


Roberto cada día hablaba más con sus vecinos, mejor dicho, con ellas, mucha igualdad, pero a la hora de la verdad, esto era cosa de ellas. Las señoras muy mayores querían buscarle novia, le mostraban fotos de  hijas, sobrinas, amigas; algunas maduras adoptaban la misma actitud, entre maternal y molesta, pero otras, actuaban como perras en celo buscando un polvo fácil a deshoras, y él aun no había aprendido a decir que no a una dama; las jóvenes eran coquetas y escurridizas; y la gitanilla del tercero, una morenaza exquisita por la que suspiraba desde hacía dos años, por allí no aparecía.


Con el primer recibo, el ahorro no fue tal, lo que no se pagaba en el domicilio se pagaba en comunidad, pero teniendo en cuenta la inversión realizada en materiales y el sueldo del lavandero, la cosa no iba mal.


En la primera reunión postlavandería, varios vecinos indicaron que la instalación estaba siendo infrautilizada, y que podían ampliar, con otra pequeña inversión, las prestaciones.


De este modo, en pocos días, aquello se llenó de neveras, cocinas, batidoras,  Termomix, y electrodomésticos de lo más variado fueron encontrando acomodo. A los niños no es que les gustara el zumo, les gustaba bajar al garaje a buscarlo. No se ahorraba porque se invertía en la ampliación. El día más glorioso fue cuando decidieron hacer siete minisalones, cada uno con su televisor y su canal, en ocasiones, aquello era la Gran Vía en hora punta, el zapping consistía en ir de sala en sala, era divertido ver a los vecinos salir de la sala tres corriendo, para ver cómo iba la cinco, y viceversa. En realidad, más que ver lo que se dice ver la programación, la comentaban.


Gracias al éxito que iban obteniendo los diversos servicios, y que ahorraban unos cinco euros mensuales entre una cosa y otra, habían propuesto hacer una unificación real de cocinas, hasta ese momento, el vecino bajaba, cocinaba y se llevaba lo cocinado. Algunos pensaron que se podía funcionar como un restaurante de menús únicos, sólo bajarían a cocinar un par de personas en el horario barato, y se haría comida para todo el mundo. En esas estaban cuando de repente se vieron interrumpidos por decenas de antidisturbios que les encañonaban.


—Manos detrás de la cabeza, manos detrás de la cabeza.


Todos obedecían, los hombres alucinaban, algunas mujeres reían, y otras solidarizándose con los niños lloraban, en cualquier caso, nadie daba crédito a lo que estaba pasando.  


Mientras los pitufos les miraban, sin entender muy bien para que les habían mandado allí, un  grupo vestido de paisano abría neveras, vaciaba lavadoras,  tiraba sacas, en un par de minutos habían generado un auténtico caos.


Roberto les observaba, y ante la certeza de que estaban buscando algo que no iban a encontrar, levantó la mano pidiendo la palabra.


—¿Les puedo preguntar que hacen? No encontrarán nada ilegal, ni drogas, ni nada de ese tipo. Simplemente, un día decidimos que los servicios eléctricos básicos nos saldrían más baratos si lo unificábamos en una estancia, y los utilizábamos en las franjas horarias más baratas. ¿Qué hacen aquí?


Los hombres acompañaron a los polis a comisaría y les contaron, cada uno por su lado, la misma historia.


En unas horas tenían todo solucionado.


Parece ser que la factura comunitaria llamó la atención de la empresa eléctrica, denunciaron por posible cultivo de marihuana, y la policía, después de una hora de vigilancia, decidió que tanto ir y venir al garaje de uno de los edificios era sospechoso.


En la reunión de vecinos que realizaron al día siguiente de estos desgraciados hechos, decidieron efectuar un enganche ilegal para toda la comunidad. Más barato y más seguro.

© Mª Luisa López Cortiñas






Gracias por la visita y la paciencia.
Reclamaciones, sugerencias, quejas, acá abajo en comentarios, face etc. Y ya saben para ahorrar energía...
Buena semana, sean moderadamente felices. 

viernes, 7 de marzo de 2014

ÁNGEL GUARDIÁN





Ángel guardián


Había tenido los trabajos más variopintos y absurdos que uno pueda imaginar,  desde probar comida de perro, y destrozar coches, a estrenar toboganes en parques acuáticos. Cuando un triste y lluvioso octubre, comenzó a trabajar de camarera, en el bar de la plaza del pequeño pueblo pesquero en el que vivía, no sabía que iba a recibir la más extraordinaria oferta que nunca hubiera podido imaginar.

Zoraida, antes de irse pase usted por mi despacho.

Un par de golpes tímidos en la puerta Privado anuncian la visita.

Pase usted dice una voz grave siéntese por favor.

Usted dirá.

Lleva poco tiempo trabajando con nosotros, pero veo que es usted una mujer diligente y discreta, cualidades, que en estos momentos, aprecio más que nunca.

Don Yago se levanta, juguetea con un cenicero que está sobre la mesa, se vuelve a sentar.

Zoraida le mira atentamente, no sabe qué propuesta puede estar intentando hacer ese hombre de edad indefinida y presencia imponente, cuyos profundos ojos oscuros ocultan pensamientos y sentires. La grave voz de don Yago, irrumpe nuevamente el río de  preguntas que inunda el cerebro de la empleada.

—¿Sabe usted que tengo una hermana?

Si, por supuesto. La señorita Lourdes. Desayuna aquí todas las mañanas.

Eso, eso es lo que me gusta de usted Don Yago se vuelve a levantar, cuando advierte temor en la mirada de su empleada, vuelve a tomar asiento.

Espero sepa disculparme. Es difícil de explicar la tarea que quiero encomendarle. Todo legal— asevera estirando las manos siguiendo el plano horizontal de la mesa—.  Estábamos…

Hablando de la señorita Lourdes— completa la locución Zoraida.

Sí, mi hermana. Como usted habrá podido observar, tiene un pequeño problema. Nació así, lo que se dice por estas tierras —carraspea—  le faltan un par de veranos.

—Si usted me lo permite, es una persona muy agradable y educada.

—Necesita que alguien, desde la distancia, esté pendiente de ella.

Zoraida se disponía a preguntar, pero la mirada de Don Yago aborta la intención.

Lo importante es mantener las distancias. Lourdes no soportaría sentir que la cuidan. Odia que la traten como a una inútil. Necesito una persona que vaya a vivir al lado de su casa, y la cuide desde la distancia. Siempre que mi hermana esté correctamente atendida, sus necesidades de vivienda y trabajo serán satisfechas.

 Zoraida era toda oídos, aunque no acababa de entender bien que era eso de “cuidarla en la distancia”.

Como usted sabe, mi hermana comienza el día desayunando en esta cafetería, verano, invierno. Llueva, haga sol, nieve, pasea durante toda la mañana, nunca regresa a casa antes de la una. Si algún día por enfermedad, o cualquier otra contingencia, Lourdes no desayunara aquí, usted sabe dónde encontrarla, y en ese caso, ella aceptara gustosa su ayuda.

Siga dice Zoraida cada vez más intrigada con la distancia.

Quiero que cuando regrese de sus largos paseos mañaneros, encuentre su cama hecha y la comida en la mesa. No es necesario que usted cocine nada en especial, lo que ustedes coman estará bien. No tiene manías. Para cenar, eso sí, ha de dejar preparada una sopa, esas de sobre sirven, y unos paquetes de embutido variado en la  nevera que irá comprando y reponiendo. Don Yago se para, y mira a Zoraida atentamente, intentando adivinar si ella le está entendiendo. Parece tranquila e  interesada en la anómala propuesta Quiero también que lleve el cuidado de su vestimenta, ya sabe, cuando haya que poner una lavadora, lavaría usted la ropa en su domicilio y la devolvería convenientemente planchada, bueno, y habrá que  dejarla ordenada en los armarios. Es muy importante que mi hermana no sepa que usted va. Ella no sabe hacer estas cosas cotidianas, pero tampoco permitiría de buen grado que nadie lo hiciera por ella. Dos días por semana, una persona limpia en profundidad la casa, por ese tipo de limpieza no tendrá usted que preocuparse. Sólo quiero que usted se ocupe de lo más básico, lo perentorio. El día a día de una casa en la que vive sólo una persona.
¿Qué le parece  la propuesta?sin dar tiempo a responder. Entiendo que primero consulte con su familia, no deja de ser un cambio de domicilio. Por supuesto, yo correría con todos los gastos. Su actual contrato a tiempo parcial pasaría a completo. Su salario lógicamente se duplicaría.

No creo que haya ningún problema con el traslado de mi familia. La respuesta es sí. En mi mundo, no pagar alquiler es un lujo que no puedo pasar por alto.

Un apretón de manos cierra el trato.

La familia de Zoraida, marido y dos hijos varones, como era de esperar, no pusieron ningún inconveniente. Una amplia casa en el centro del pueblo, gratis, era más de lo que habían soñado cuando decidieron dejar la gran ciudad.

En un par de días, una empresa de limpieza y otra de mudanzas, por orden de don Yago, limpiaron y llevaron todos sus enseres a su nueva residencia. Zoraida disfrutó el traslado como nunca antes había podido hacer. Aquellos hombres movían una caja tras otra, un mueble tras otro, una etérea cadena de montaje que ella dirigía moviendo los brazos, para indicar en qué lugar debía ir ubicada cada cosa, se sentía como un director de orquesta. A las ocho de la tarde del día acordado, todo estaba en su sitio. A la mañana siguiente comenzaría el cuidado de la señorita Lourdes.

Llevaba ya un par de meses con su extraño trabajo, se sentía invisible, incluso en algunas ocasiones, se había sorprendido a sí misma caminando de puntillas, para que nadie escuchara sus pasos ¿quién la iba a escuchar? Era extraño ser invisible.

Hola, lo de siempre por favor dice Lourdes con esa sonrisa abierta y franca que la caracteriza. Es una mujer de mediana edad, regordeta y baja, con el pelo a lo garçon siempre impecable.

Zoraida prepara el café y la ensaimada, sonríe para sí misma, sabiendo que cuando deje el desayuno en la mesa, hablarán del hermoso día que hace.

—Aquí tiene usted. Hoy hace un buen día para— Lourdes la interrumpe.

—Me podría traer un zumo de naranja, por favor.

Zoraida le prepara un inmenso zumo, no el habitual que se sirve a los clientes. La señorita toma poca fruta, si hoy le apetece, que aproveche.

—Aquí tiene.

En la mesa de al lado reclaman a Zoraida

—¿Hoy vas al mercado?

—Sí.

—Entonces te espero.

La señorita Lourdes interviene en la conversación.

—¡Yo sí que tengo suerte!

—¿Porqué lo dice usted? — pregunta Zoraida sonriendo.

—A mi me cuida un ángel.

—¿Un ángel? — interroga Zoraida.

El breve intercambio llama la atención de la amiga de Zoraida y las dos se disponen a escuchar ansiosas la respuesta de la otra.

—Sí, no tengo que ir a la compra. Cuando llego a casa tengo la mesa puesta. Nunca sé lo que voy a comer, salvo el domingo que toca paella. Cuando llego a casa, la cama está hecha y todo está recogido.  ¡Hasta la ropa se limpia y guarda como por ensalmo! Como les cuento, me cuida un ángel.

—¡Qué suerte tienen algunas! — exclama Zoraida, que mira a su amiga con cara de advertencia.

Zoraida regresa a su puesto y piensa ¡un ángel!, trabaja de ángel.

Desde ese día, cuando  Zoraida entraba en casa de la señorita Lourdes, sentía que de su espalda brotaban  un par de alas, eran las alas de un ángel, formadas por miles de plumas blancas, alargadas y hermosas, muy hermosas,  unas alas ligeras, y tan grandes que besaban el suelo, y con la gracilidad de un ave, recogía, cambiaba el polvo de lugar, colocaba cada cosa en su sitio, y aquello  dejo de ser un trabajo, y se convirtió en un placer, que cada día, Lourdes pagaba llamándola ángel, desde la distancia y la inconsciencia.

Zoraida estaba tan metida en su papel, y tan convencida de que el amor mueve el mundo, que ante la falta de romances en la vida de la señorita, como representante de Dios en la tierra, decidió dejar una flor fresca a la cabecera de su cama, todos los días.

Con cada flor, la señorita Lourdes se ahorraba una cana, y mientras sus faldas menguaban, sus ojos ganaban brillo y su sonrisa se ampliaba.

Aquella mañana de domingo, el Sol se escondió tras una intermitente lluvia, y Lourdes, más joven que nunca, apareció en la cafetería con un niño en brazos y otro que le pisaba los talones. Cuando Zoraida vio allí a sus hijos acompañados por la señorita, perdió el color del rostro, y se arrojó a coger al pequeño, mientras Lourdes decía:

—Ha sido un ángel. Verdad. ¡Qué guapo es tu niño!

—¿Qué ha pasado? — preguntó Zoraida.

—Les he encontrado en la calle, y éste diablillo estaba así, así— contestaba Lourdes marcando una distancia inexistente con el pulgar y el índice— de que le pillara un coche, pero no ha pasado nada. A todos los niños les cuida un ángel—decía al niño sonriendo.

Al atardecer un revuelo recorrió el pueblo, unos pescadores habían rescatado el cuerpo de Lourdes del abrazo del mar. Cuando le cerraron los ojos aún sonreía.

Zoraida, sólo cesó en su llanto cuando don Yago posó la mano derecha sobre su hombro, y casi en un susurro le confío “no debe usted preocuparse por nada. Dejar esas flores fue una idea brillante. Nunca la había visto tan feliz”.

® Mª Luisa López Cortiñas