viernes, 14 de noviembre de 2014

SPINING




Aurora se levantó ese día de la cama silbando, mientras sobre su camisón azul se ponía la bata de boatiné rosa. Apartó las cortinas y subió la persiana de su dormitorio. Tras la ventana se adivinaba un día ventoso con nubes amenazando lluvia, tal y cómo habían anunciado los agoreros del teletiempo, pero hoy no habría tormenta capaz de estropearle la fiesta. Sonrió para sí mientras sus entretelas se carcajeaban de ese mundo que giraba sin cesar y sin tenerla en cuenta. Los amigos que aún recuerdan o anotan fechas en modernos artilugios, la llamarán compungidos, en realidad, hacía más de dos días que recibía condolencias. Una suerte haber decidido abandonar la ciudad cuando se jubiló Ernesto, hacía ya más de doce años. Esa distancia geográfica establecida entre padres, hijos, familiares y fauna diversa, era la que permitía un grado de indiscreción sentimental impensable con su gente de siempre. Mientras disfrutaba del aroma y el sabor del primer café, una risa tonta habitaba su cara: hoy se cumplía el primer lustro sin losa. No olvidará nunca el día que recibió el pase oficial de casada a viuda, ese estado civil que le había permitido una autonomía que nunca se permitió soñar. Si bien es cierto que en los últimos años de la vida de su esposo, repetía frecuentemente la misma cantinela:
Ernesto, cuando tú te mueras, iré a clases de baile.
Cuando tú te mueras, aprenderé a jugar al mus.
Viajaré alrededor del mundo.
Y así podría seguir hasta el infinito, hasta el día que mencionó que con su muerte se desharía de todo lo que había en su despacho.
¡El despacho! Llegados a este asunto, Ernesto, en medio de su habitual sopor, le había dicho que utilizase los libros como un seguro contra la inflación y que buscase un buen perista. Su escasa biblioteca era muy rica en joyas “inencontrables” decía él, en estos tiempos de repetición y cambio. Llegado el momento, Aurora, no pudo ocultar su decepción cuando descubrió que entre aquellos estantes no vivía ningún incunable, pero al menos lo existente, le había permitido hacer un par de licenciosos viajes a Cuba.
Para ser fieles a la historia, al mus no había aprendido a jugar hasta la fecha, no por pereza, falta de ganas o tiempo, sino porque no encontraba a compañeros dispuestos. A cambio, añadió diversas tareas a su lista de deseos: pintar, modelar barro, pilates, internet, escribir nanorelatos que la ocupaban fines de semana enteros, y una cantidad ingente de excursiones.
También aprendió a decir que no.
No, eso no quiero.
No, eso no me parece bien.
No, aquí estoy a gusto.
No. Esa palabra corta y cortante se había convertido en su favorita. Siempre que la tenía que emplear procuraba arrastrar la “n” como si tuviese un guisante en la nariz, y la o la pronunciaba con la contundencia propia que ha de tener la llave que abre la puerta del mundo.
Los primeros días, después de la muerte de Ernesto, era complicado sortear peticiones de hijos y nueras para volver a la ciudad, “que qué hacía ella allí ahora tan sola” era lo que más repetían. Al ver que esos resortes no funcionaban, comenzaron a utilizar a sus nietos como moneda de cambio, “aurorita te echa mucho de menos”, muy mona aurorita, pero lo que tus papis quieren es otra canguro disponible y gratis. No. Ni loca vuelvo. No es que no les quiera, les quiere y mucho, pero ha aprendido a amarse más a sí misma. Ocasionalmente se siente egoísta, pero de forma casi automática a su cabeza vuelven sus hijos, uno tras otro, saliendo de casa amarrados a las faldas de sus respectivas, no les importó que ellos se fueran quedando solos en una casa grande que se les iba cayendo encima.
Trasladarse a un pequeño pueblo de costa con buen clima cuando la jubilación, le permitían uno de esos lujos que marcaba diferencias y clases: ejercía de abuela, y además se ahorraba farragosos festivales en los que admirar los gorgoritos de los de su sangre. Cuando sus nietos estaban con ella, sus deseos eran ordenes, y los bollos de chocolate a deshoras, costumbre. Salvo que la integridad física de los chiquillos estuviese en juego, con ellos el no tenía veto.
Hoy era día para haraganear, en realidad, así lo había planificado, exceptuando las clases de salsa a las seis de la tarde.
Aunque no se vestiría hasta que llegase la hora, comenzó a preparar la ropa. Le gustaba mucho este grupo de baile, y más de uno la miraba con ojitos, o al menos eso pensaba ella.
Abre el armario, pasea entre las ropas una mirada avariciosa y lenta. Llevará el vestido azul cielo sin mangas que compró en verano, tiene un escote en uve que le hace un pecho precioso, y un cinturón que hace que resalten sus caderas. Le quedaba como un guante, y en el local la tradición es la calefacción alta. No pasará frío.
El día lo mata leyendo historias, e inventando aflicciones que no padece para pésames tan insinceros como los lugares comunes. Imagina al interlocutor al otro lado de la línea pensando en la “pobre Aurora, tan joven aún y tan sola”, y se mata a reír por dentro mientras sus labios acompañan los lamentos ajenos.
La sesión de baile fue todavía mejor de lo esperado, y llegó a casa con la sonrisa tonta y una cierta flojera. Uno de esos caballeros que siempre viste con traje y pañuelo, la ha invitado a practicar spinning el sábado por la mañana. Ella no se ha apresurado a responderle, pero al final de la noche le susurro al oído “está bien, el sábado al lado de la catedral”, lugar habitual para todo tipo de encuentros. En el mismo tono contestó él “a las nueve nos vemos”.

A la hora acordada, allí estaba Augusto esperando, pantalón vaquero, camisa a cuadros roja, botas de montaña y plumífero. Ella un culotte negro con adornos en plata que resaltaba curvas y piernas, sudadera gris a juego con sus ojos, deportivas rosa, y un impermeable de igual color. Casi no se reconocen al llevar ambos ropa deportiva.
Un Augusto sonriente la condujo en un cómodo silencio hasta el coche, un todoterreno azul oscuro.
—Hace buen día para la práctica de spinning. A ver qué tal se da.
—Para el deporte siempre hace buen día—respondió ella sonriente.
—¿Qué tal ha ido la semana?
—Bien, entre curso y curso y curso el tiempo pasa volando.
—¡Qué suerte! Desde que me jubilé el reloj para mí no marca las horas. He comenzado este año con lo del baile. A ver qué tal se da.
—Las clases son estupendas ¡y los chicos qué paciencia tienen!
Entre halagos a los profesores, y detalles de las dificultades de determinados pasos, transcurrió el paseo hasta la orilla del mar, y de la cabeza de Aurora se fueron borrando los gimnasios posibles para la cita.
Cuando Augusto paró el motor, bajó raudo para abrirle la puerta y ayudarla a salir. Ella en vez de gracias, le dedicó la sonrisa reservada para ocasiones especiales. Aurora mira a su alrededor y no hay rastro de centro deportivo. De repente Augusto, saca del maletero botas de goma, extiende un par hacia ella:
—Espero haber calculado bien tu talla. Son el treinta y siete— mientras saca un par de cañas y se cuelga al cuello una cámara de fotos.
Ella se sienta en un banco y sí, le quedan perfectas.
—Por algo he trabajado más de cincuenta años en una zapatería— dice Augusto, mientras Aurora da gracias por no haber hablado de bicicletas.
Él se sorprende gratamente cuando descubre que ella es una experta lanzadora. Le explica que en la Asturias de su infancia solía salir a pescar con su abuelo Pepe, quien se tiraba horas y horas a la orilla del río sentado en un viejo taburete de ordeñar, haciendo lanzamiento tras lanzamiento. También cuenta que siempre llevaba dos cañas, una simple para pesca con anzuelo y otra con carrete para cucharilla. Hace años que no salía a pescar, para ser exactos, nunca ha estado con una caña a orillas del mar, pero las diferencias no le parecen demasiadas.
Lo que oculta es que odiaba ir con el abuelo, “ahora cambiamos”, “prepárame anzuelo”, “mira esas ramas, tienen sedal enganchado, desquiñona rubia que ese lo aprovechamos”, “no hay aceite, te he dicho mil veces que has de revisar la cesta”. Odiaba con toda su alma el “rubia desquiñona”, “desquiñona rubia”.
Hoy los peces no están para señuelos, y Augusto decide sentarse. Aurora le imita, momento que él aprovecha para obtener una visión privilegiada de sus nalgas.
—Esos pantalones parecen estupendos para sentarse sobre las piedras. Tendré que mirar de comprar unos. A ver qué tal se da— comenta él.
Sí, son geniales. También sirven para hacer ciclismo— dice Aurora, sonriendo mientras mira el mar.
—Ya decía yo que ese diseño me sonaba— comenta Augusto, sonriendo mientras mira el mar.
Ambos abandonan el horizonte que el paisaje les ofrece, se miran, y deciden tirarse al suelo muertos de risa, pensando, cada uno por su cuenta, que no es de las peores primeras citas que han tenido.


© Mª Luisa López Cortiñas


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