viernes, 15 de mayo de 2015

SEMANA DE PRODIGIOS (Parte 2)




Vamos por la "parte 2". Continuamos con el lunes. Sí, un lunes largo.
Si te has perdido el capítulo anterior pincha en el enlace. ¡Buena lectura!
Si lo has encontrado hoy y te apetece saber qué ocurre desde el principio pincha este enlace.





Laura llegó a su casa agotada. La mañana había sido como una película de Buñuel, recargada y con sabor a menta. No le gustaban los lunes, y menos los lunes después de una semana llena de festivos, en vez de doctora, parecía una administrativa. Ciertamente hacía ya mucho tiempo que se sentía una administrativa. Firmar altas y bajas, intentando no pasar el tope que ante la consejería de sanidad la marcaría con un farolillo rojo. Saludó a sus hijos que estaban a lo suyo en sus respectivas habitaciones. Una suerte que ya fueran mayores e intentarán hacer su vida. En el contestador, un mensaje del cabronazo de su exmarido. ¡Menudo idiota! Después de humillarla delante de todos huyendo con la jamona esa de veintitrés, que por no tener, ni las tetas tenía bien puestas cuando quedo embarazada de esos gemelos que a saber si eran de él. Ahora suplicaba como un perro una oportunidad, una oportunidad, una “oportumierda”. En el fondo, muy en el fondo, a Laura le daba pena que le hubieran engañado así. Se lo advirtieron pero no escuchaba a nadie, todo lo achacaba a envidias, hasta que la joven lagarta le trincó la paga por los dos niños y lo echó a la calle. Ella tenía la suerte de que no necesitaba nada de él, sus hijos tampoco querían  saber de esos medio hermanos “renegríos” que nadie sabía a ciencia cierta de quién eran. Después del disgusto, llegó el día en que comprendió que le había hecho un favor.


Cuando llegó a la cocina, Isolda, la vieja y fiel Isolda, ya había calentado la comida y servía la mesa. La besó y le dio las gracias. Por enésima vez le recordó que a esas horas debería estar en su habitación descansando y haciendo la siesta, o viendo algún culebrón de esos que tanto le gustan. 

—¿Qué ha pasado niña, qué ha pasado?

—¿Te has enterado?

—Esto no es Madrid, cuando uno sale a la calle, aunque sólo sea para comprar el pan, una se entera de cosas.

—Nada grave, un histérico de esos que acaba de firmar contrato y dice que tiene una depresión.

—Mujer, ¿no has pensado que con la necesidad que hay de trabajo el hombre está mal?

—Sí, pero he revisado el historial y todos los años por estas fechas se indispone.

—¿Y a ti qué más te da? Aquí todos hacen trampa, empezando por los de arriba. ¡Menudo ejemplo dan!

—Ya, pero estoy rozando el tope, ya sabes que después se dedican a perseguir a una.

—¡Qué mundo éste! —dice Isolda levantándose con andar cansado, sus pasos van hacia la nevera de la que saca un buen trozo de tarta de manzana—. Hoy me ha salido buenísima.

—Muchas gracias, ¡qué haría yo sin ti! Ve a descansar —dice mirando con ternura a esa mujer con la que lleva toda la vida.

La contrataron sus padres de interna cuando era casi una niña, con catorce años llevaba la casa y ayudó a sacar adelante a seis niños. Laura era la pequeña y enfermiza, y la única chica. Y volvió a su mente el drama de Isolda. Trabajar toda la vida para construir una casa en su pueblo, que jamás pudo, ni podrá disfrutar. Su amado sobrino, mucho arreglar papeles y la dejó en la calle sin casa y sin ahorros. Aún recuerda cuando apareció en su puerta con la misma maleta con la que había partido dos días antes, y unos ojos que rompían el corazón. Comparado con lo de ella, lo suyo no era nada.

Ella había estudiado medicina por tradición y vocación, volvería una y mil veces a hacer lo mismo, pero se habría especializado en cirugía o en pediatría, la medicina general era un saco en el que cabía todo, y poco a poco se había convertido en una suerte de auxiliar administrativo de alta cualificación. Tenían que tener en cuenta no sólo la enfermedad o posibles enfermedades, había que saber el precio de los medicamentos, no sucumbir a los encantos de los visitadores médicos, rellenar campos y campos, imprimir lo menos posible para no ocasionar gastos innecesarios. Unas cuestiones le parecían de sentido común, otras eran un crimen silencioso del que cada día se sentía más cómplice, como ahorrar en pruebas que eran la única manera de confirmar o descartar casi cualquier sospecha de enfermedad grave.

Sabía que estaban los enfermos y los otros, los solos, los que gustaban de ir de cuando en cuando a su consulta para preguntar cosas que ya sabían, como el señor Alfonso, todos los meses encontraba una excusa para preguntar lo mismo. Sólo pedían unos minutos de atención y ella se los daba gustosa.

Cuando comenzó a ejercer, su consultorio era el más solicitado y el más lento. Le gustaba escuchar a las personas, actuaba como una suerte de psicólogo pedestre, pero siempre consideró que hacía más bien los veinte minutos que de media dedicaba a cada paciente que toda la medicación que podía recetar. Cada día le exigían más rapidez, eficacia, lo llamaban eficacia, pero había dolores que pedían oídos a gritos.

Decidió ir a la terraza a tomar el sol, pillaría alguna novela para matar la tarde. Tenía colada pendiente de plancha, pero no le gustaba que nadie planchara su ropa, ni siquiera Isolda. Siempre consideró los trapos como algo muy  personal, algo fuera del terreno de las órdenes y las servidumbres. En realidad, era la única tarea doméstica para
la que se consideraba apta. Pero ahora no era el momento. 


© Luisa L.Cortiñas



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Si a alguien le mata la intriga (no creo, los políticos me hacen competencia desleal) y no puede esperar está a la venta, se puede enlazar en la foto de portada.
Del resto, ya saben, que como buena gallega, aparte de los jueves publico cuando me peta.

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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.