viernes, 25 de diciembre de 2015

EL CUENTO DE NAVIDAD QUE NUNCA TE QUERRÍA CONTAR



Felices Fiestas a todos, que todo vaya mejor el próximo año.
Parabéns.
Bon Nadal.

Os dejo un cuento muy bonito y poco tierno, como un pan duro.








       Mira mamá, mamá, mamá ven, mira—chilla una niña flacucha de unos ocho años con el rostro enrojecido de emoción.
       Sí cariño —le contesta la mujer riendo, acercándose a la ventana desde la que la niña contempla la casa de enfrente exaltada —¡Casi se adelantan a los centros comerciales con los adornos navideños! —dice mientras besa los caracoles de la preciosa rubia.
       ¡Como en las fotos de América!
       Sí.
       Ya no me acuerdo —dice frunciendo el ceño.
       Eras pequeña. Muy pequeña.
       Tampoco de papá —convirtiendo sus grandes ojos en dos minúsculas hormigas, como si cerrándolos mucho pudiese recordarlo todo.
       Eras todavía más chica. Una cosita así —contesta enseñando la medida con sus brazos. La distancia no alcanza los sesenta centímetros.
       ¿Volveremos a América?
       No sé. Algún día.
       ¿Pondrán un camello? —pregunta la niña contando con los dedos las cajas de cartón que aún tienen pendientes de abrir los vecinos de enfrente.
       No lo sé, habría que preguntar —responde la madre torciendo el gesto.
       Pregunta, pregunta…
       No soy sorda ¿sabes? No me hablo con ellos.
       Pero yo sí.
El semblante de la madre torna cristal.
       ¿Cuándo? —pregunta.
       Por las mañanas les saludo.
       ¿Han hablado contigo otras veces?
La niña cabecea un gesto derecha, izquierda… Mira nuevamente a los vecinos e inquiere
       ¿Por qué no hacemos lo mismo?
       ¿Lo qué?
       ¡Luces por fuera! Son chulísimas.
       ¿Pagarás tú la factura?
       ¡Eh!
       No nos lo podemos permitir.
       ¡Ah!
La mañana transcurre con una decena de ojos fijos en el devenir de la casa de enfrente, las guirnaldas de colores comienzan a abarrotar la fachada del adosado del vecino. A medida que el señor Parker baja peldaños, la expectación vecinal aumenta.
       ¿Mamá puedo comer aquí? Porfa, porfa di que si.
       Sí.
Algo vuelve a llamar la atención de la pequeña, que come frente a la ventana sin prestar atención.
       Mamá se lo dirás.
       ¿Qué? —pregunta la mujer al otro lado del salón.
       Quiero un camello,  un camello enorme —responde alzando los brazos sobre su cabeza.
La madre ignora la pregunta, pero la niña no parece muy dispuesta al olvido.
       Díselo, díselo, porfa, porfa —al otro lado de la calle, el señor Parker, sabiéndose el centro de atención de la chiquillada hace gestos hacia éstos para que vayan a ayudarle. Nunca vienen mal unas cuantas manos entusiastas—. Mamá, mamá el señor Parker me llama. Pedro capitán ya está allí —grita poniendo esos ojos de huevo kínder que su madre odia tanto—. Quiero ir.
       No…
Antes de que ella pueda continuar con la frase, la niña ha salido corriendo y sin abrigo.
Un escalofrío recorre el cuerpo de la madre. Coge la agenda y el teléfono, se aposta en la ventana,  y observa cómo su hija llega al jardín de los vecinos. Con el dedo índice localiza el número del sargento Parker, el incombustible sargento Parker.
Marca.
       Alló —responde una voz femenina al otro lado.
       Soy Marina.
       Di —dice la señora Parker, a la vez que se acerca a la ventana desde la que ve a su vecina de enfrente.
       No he podido impedirlo.
       Es una niña —señala con condescendencia mientras la observa a través de su ventana.
       Lo siento —dice Marina con tono compungido. Mira fijamente a su interlocutora al otro lado de la acera. La línea permanece en silencio unos minutos, uno de esos silencios cómodos en los que uno tiene tiempo para pensar en la respuesta adecuada y en la palabra perfecta. Sin embargo, la otra se adelanta a cualquier explicación.
       Ya.
       Parece que el tiempo no pasa—susurra Marina.
       Pero ha pasado. Texas, Stuttgart, Avord —enumera como una letanía.
       … Morón —completa Marina el listado— todo vuelve.
       Te perseguirá siempre —anuncia la señora Parker quien cuelga la llamada sin despedirse.
De ventana a ventana se miran. La señora Parker firme como un roble, Marina temblando como una hoja mira como su niña ayuda con los adornos de los setos del jardín.
Recoge la cabeza entre las manos y aquel maldito día regresa una y otra vez.

El estruendo y el huir de pájaros despavoridos en tropel.
Marina corriendo, tropezando, gritando: “Mique no meve, no meve”.
El arma en el suelo.
A un metro, Michael Parker tirado.
Chillar de gentes que venían al calor del ruido.
Marina gritando.
La ambulancia.
Y angustia mientras él intenta respirar.
Y angustia cuando la vida le abandona.
Y angustia por su vociferante bebé.
“No se preocupe, un desgraciado accidente”.
Dicen. Dicen.
…Pero sospechan tras la mano en el hombro.
Y ella con su angustia instalada en el pecho con la intención de no irse nunca.

Mira a su hija, sabe que no debe perderla de vista ni un solo segundo.
La mariposa no debe saber lo que hizo sin hacer cuando gusano.
Nadie debe nada decir.
En cuanto esté a salvo en casa comenzará con las maletas.
Mañana pedirá el traslado.
Los traslados honran la memoria de los perdidos en combate.

Ella preguntará porque se han de ir de nuevo.
Ella contestará que son cosas del ejército.
Ella dirá que lo odia y llorará un río.
Ella seguirá buscando un destino sin sombras.
Aunque sabe que siempre vuelven por navidad.
Como los muertos.
©Luisa L. Cortiñas

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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.